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jueves, 7 de julio de 2011

Sordo


El Estado Nación ha sido inventado básicamente para la guerra. La colonización que ha hecho de nuestro concepto el Estado Nación como unidad en cualquier otro sentido, permanentemente nos lleva a errores, equívocos y desatinos. Pensamos en China, por ejemplo, y se nos ocurre homogénea, y ya pensamos en los chinos como iguales, “los chinos son así”. Una idiosincrasia, una identidad, etc. Para actuar sobre la realidad necesitamos simplificarla hasta lo conocido y manejable, y la entelequia Estado Nación es un vehículo eficaz para esa maniobra.

En la novela Solaris, Stanislaw Lem plantea que una vez en ese punto, los hombres suelen comportarse: a) manejando lo que se pueda sin perder conciencia de que se está frente a un misterio, afrontándolo como tal, b) reduciendo lo que se ha encontrado a algo conocible e ignorando cualquier aspecto que no conoce y c) si no pueden comprenderlo, y por tanto no lo controlan, lo destruyen. En el equipo de comunicación del Proyecto Dang Dai intentamos la primera opción. Encontramos, entonces que en el idioma chino nada es unívoco. Peor aún: nada es lo unívoco que necesitamos que sea, necesidad que además está apuntalada por la manera enfática y categórica con que algunos chinos afirman. Un profesor me enseñó que el ideograma que denomina la vela está compuesto por los rasgos corazón y cáñamo, y me explicó que significa: aquello cuyo corazón es de cáñamo, material del que está hecho el pabilo. Me pareció una figura no sólo adorable y poética, sino contundente, y sentí que sabía algo del infinito idioma china; una pizca, un pequeñito fragmento, pero verdadero. Cuando yo era un niño le pregunté a mi padre (chino) qué habían hecho con la cruz de Cristo y me contó que la habían trozado en muchos pedacitos como astillitas, y repartido las astillitas entre los católicos. Yo tenía en vela uno de esos trocitos. Sin embargo, he aquí que cuando me jacté ante otros chinos de aquel saber, una y otra vez me miraron frunciendo el ceño: el ideograma vela no estaba hecho de ningún rasgo que significara nada, mucho menos aquello de corazón y cáñamo. Bienvenido al mundo donde nada es definitivo, ni concluido, ni claro, ni taxativo. Sé que algunos están pensando en la cita de Foucault de El lenguaje analítico de John Wilkins, de Borges. En Otras inquisiciones menciona al doctor Franz Kuhn refiriendo “cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos”, en cuyas “remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados , (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta calcificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas.”

Entrar en los asuntos chinos es siempre meterse en los laberintos interminables labrados milímetro a milímetro, en las brillantes cajas chinas de sucesión eterna, en la confusión absoluta de tiempos, categorías, espacios, etc., en los misterios que derivan en misterios dentro de otros misterios que derivan de otros misterios y desembocan en otros misterios. Borges había accedido al alemán Kuhn leyendo su traducción de El sueño del pabellón rojo, una novela tan fundamental para las culturas chinas como El Quijote para los hispanos y fabricada con una diversidad abrumadora de personajes, mundos, criaturas, géneros literarios, fantasías e historias. Interesante es que con su urdiembre inagotable e inagotablemente complicada, El sueño del pabellón rojo es una novela tan popular en China como lo fue el Martín Fierro para los argentinos. “Los chinos la saben desde la cuna, nos comentaba un sinólogo. Es parte del sentido común literario. No se es chino si no se tienen las historias de El sueño del pabellón rojo incorporadas a la experiencia de vida”.

Puede uno detenerse a cada paso que se da en ese mundo maravilloso y de infinitud abrumadora o pesadillesca, y tomar las opciones indicadas por Lem. Cada decisión será una síntesis entre el mundo chino y el que vive en el visitante. Camilo Sánchez, el cáñamo encendido de la vela del Proyecto Dang Dai, nos explicó estos días cómo escriben los chinos la palabra sordo: el ideograma está compuesto por los rasgos oído y dragón. La exposición de Camilo, fundamentada en su capacidad contemplativa, privilegió el término con un poder poético que nos fascinó. Nos hizo sentir nubes de dragones soplando sobre nuestros oídos masas de fuego hechas de rugidos indistinguibles. En un momento todos estábamos mirándolo hipnotizados como chicos que ven por primera vez caer un árbol. Yo temí que la eternamente mutante, huidiza realidad china le deparara a Camilo un profesor que le desbaratara el mágico ideograma. Posiblemente sucederá. Nada dura, todo es sólo lo que va de este instante a este instante. Pero entonces, el instante en que Camilo nos hechizó con su oído más dragón, fue un gran momento en nuestras vidas.


Gustavo, del Proyecto Dang Dai





Quien se atreva puede copiar este ideograma como pueda y llevárselo a la china del supermercado, mostrárselo, preguntarle qué significa y si los dos signos de que está compuesto significan uno "dragón" y el otro "oreja".


PS. A propósito, o no, nada que ver: Camilo y yo nos estamos quedando sordos.


1 comentario:

  1. Antes que ninguna otra cosa: gracias por la poesía de este relato. Me recordaba ahora, las palabras de aquel que agradeciera el Nobel, ese premiecito ensuciado de injusticias, diciendo que en cada línea que escribía trataba siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y de dejar en cada palabra el testimonio de su devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. Y a don Luis Cardoza y Aragón, que la definió como la única prueba concreta de la existencia del hombre.

    Como creo haber conversado contigo en alguna ocasión, ¿no son estas dificultades las que se nos suelen presentar cuando procuramos nombrar a una siempre escurridiza diversidad y nos remiten a antiguas batallas culturales y simbólicas que no pueden sino dar cuenta de otras violencias algo menos semánticas? ¿No somos nosotros mismos víctimas de una lengua impuesta con la que hace siglos tartamudeamos las formas de un lenguaje que anhelamos otro? La lengua no es ingenua y las ciencias modernas se han obstinado en una cruzada contra las polisémicas ambigüedades y las perturbadoras polifonías. Habrá que situar a la cultura en el campo de batalla, recreando el benjaminiano acuerdo secreto con la tradición de los vencidos.
    En el nombre –afirmaba Benjamin– se liberan los destellos de innumerables llamadas que la lengua instrumental y calculante congeló en el signo. Como exceso, como resto asediante, el nombre impide la sutura del sentido, desborda las arbitrarias pertenencias convencionales, desquicia las certezas de un presente incapaz de reconocerse tanto en los fantasmas del pasado como en los espectros de la comunidad por-venir. No se trata de reemplazar un signo rigidificado por un nombre liberador y decolonizado capaz de aliviar, por fin, nuestra inquietante incertidumbre nominante; se trata de leer esa imperiosa necesidad significante como la “causa ausente” de las incesantes batallas performativas, como la exigencia insoslayable de interrumpir la continuidad homogénea y vacía de un tiempo lineal, de la tempestad arrolladora que infligió la herida colonial, como necesidad ineludible de redimir lo irredento, de hacer justicia con las víctimas de las sucesivas violencias civilizatorias. Pero vos no hablabas de nada que tenga que ver con esto, ¿no?
    Zeta

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