Un sudamericano que se ha presentado ante mí ha estado muy atento a la observación de su comportamiento. Parecía que lo más importante para él era la forma en que se conduciría, mucho más que el objeto de la reunión y que mi persona. Cualquier cosa le hubiera servido para representar el ritual tan ridículo que aparentemente había preparado con obsesión: una mujer, el retrato de un coronel traidor o incluso un perro. Verlo era irritante y penoso. Asumió con todo su cuerpo una posición cómica que me hizo mirarlo atentamente para descubrir si acaso era espástico, y así se inclinó hacia mí como una torre de hierro que se vuelca, detuvo el movimiento y estiró sus rígidos brazos juntos ofreciéndome un paquete. “Para el señor”, dijo, como si a mí se me hubiera ocurrido que estaba ofreciéndoselo a otro. No esperó a que le agradeciera para soltar esta frase: “No es una daga. Para los chinos la daga es símbolo de cortar, y no queremos cortar con ustedes”. Fue una frase bastante amenazadora. En realidad, adoro las dagas, y si me hubiera presentado sus respetos con una daga típica de su país, lo habría celebrado. Pero sobre todo, ¿a qué venía demostrar aquel conocimiento de que para “los chinos” la daga es “símbolo de cortar”? ¿Por qué tenía la impertinencia de pretender enseñarle a su interlocutor algo sobre él? Eso era muy poco agradable. ¿Y de dónde había sacado aquel “saber”? Asociar la daga con el corte es de una simpleza que raya la sandez. ¿Me estaba llamando simple? ¿Y estaba reiterando ese parecer con “no queremos cortar con ustedes”? ¿Cómo habría de pensar yo que querrían cortar con nosotros, por mucho que me regalara una daga o cualquier otro objeto? ¿Me decía que yo no era capaz de entender que estaba lejos de él la intención de cortar, siendo que viajó desde el otro lado del mundo e hizo grandes esfuerzos porque nos reuniéramos? Finalmente estaba aquello de “los chinos”. ¿Me decía que para él somos todos lo mismo?
¿Cómo habría tomado este señor de diplomacia un tanto equívoca que yo me presentara en su país disfrazado de mexicano y me pusiera a darle lecciones de cómo asar una vaca y le dijera que no le regalo una alfombra porque para los latinos la alfombra es símbolo del pisoteo de unos hombres a otros?
Si el hombre se hubiera presentado con sus costumbres en lugar de jactarse de conocer las mías, nos hubiéramos entendido. Mostrar que despreciaba sus costumbres para reemplazarlas por las mías sólo me provocó desconfianza, porque me dejaba dos hipótesis malas: bien mentía o bien era un traidor a sus tradiciones, de modo que ¿qué lealtad podía esperar de él hacia un acuerdo al que llegara conmigo, un extraño?
Si hubiera sido auténtico, yo me hubiera interesado en su cultura y él, sin la careta de conocer la mía, podría haber aprendido.
Ahora bien, descarto en principio que la intención de este hombre fuera la de insultarme. Habré de ser comprensivo y conducirme diplomáticamente para entender que desde su lugar mi mundo es en extremo remoto, tanto que las leyes a que obedece la realidad son muy otras. Para él, en este mundo todo puede suceder, hasta lo más inconcebible, y por tanto él carece de recursos para decir “no creo” cuando se le refiere cualquier suceso, criatura o producto del quehacer humano. Que las personas coman con dos palitos le resulta tan creíble o increíble como que los dragones pueblan las montañas, los huevos se cocinen durante meses, las enfermedades se curan clavando agujas en todo el cuerpo, los astronautas chinos hace tiempo están en Marte, los monjes meditan durante horas parados sobre sus cabezas, una muralla atraviesa la mitad del territorio del país, en un pueblo las mujeres hablan una lengua que los hombres desconocen. El asombro por el portento se afirmó en la visión de Occidente como el dato sobresaliente de este mundo y luego se convirtió en el rasgo hegemónico. China, así, se instaló como el mundo donde ocurre lo maravilloso, horroroso, extremo, insoportable, exquisito. Cierta vocación del espíritu occidental se ha inclinado hacia China porque vio la posibilidad de que aquí brotara todo lo que no allí no se da, y que si se diera, la vida sería mejor. No es de sorprender, entonces, que lo insólito, inconmensurable, enigmático e inexplicable de China sea preferido a lo reconocible y lo predecible. Este pobre hombre que he recibido prefería dejarse encantar por un protocolo mágico a actuar con raciocinio e intentar, simplemente, comunicarse con otro, abierto al otro en lugar de imponerle las fantasías que tenía sobre él.
Habré de tratar con él, de todos modos, con paciencia, sabiendo que el tiempo y el conocimiento cotidiano de mi mundo le disiparán la excitación supersticiosa que ahora lo gana.
Entonces podré saber si sus intenciones son honestas o no.
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