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domingo, 22 de julio de 2012

Converso un instante



Esquina de Villa Clara.
Tomá, ponete para entrar", me dijo Juanjo. "Una kipá", pensó mi tontería, como si pudiera ser otra cosa. Mi tontería es la que habló; a su lado, en silencio, estaba el susto del iniciado, un orgullo gigante, la consciencia de que ese honor no me correspondía, era robado, y el repentino peso de una responsabilidad muy grande, que me tensó de un solo golpe la cabeza, el cuello, los hombros y toda la parte superior de la espalda. Sentí que era otra persona. "Es lo que debe sentir un chico con el Bar Mitzvhá. Lo tomo prestado un minuto, perdón Jehová, perdón Moisés, perdón Jesucristo, perdón Don Garber, perdón Saúl, Lewin, Gutman, Grossman, Brodsky, Bendersky, Isaac, Román, Allensberg, Levy, Bein, Brukman, Kremer, Muchnik; perdón Gaby, Pipi, Gisela, Paula, Mabi, Darío, Gaby, Anita, Mariela, Noemí, Pablito, Alejandro, Carlitos, Danielito querido, mi Danielito, amigo de mi alma, perdón todos los que me olvido, y perdón Gi por esta profanación, pero deben saber que lo hice porque estaba trabajando, me puse la kipá para entrar en la sinagoga, y además deben saber que sentí ese gran orgullo que sentí.
Perdón, y gracias.

En las colonias judías

Fue la primera vez en mi vida que me puse una kipá. Tenía miedo de que se me cayera, me pregunté si habría una técnica para que se quedara adherida, la sentí lejos de mi cuero cabelludo. Me dije que era muy difícil que no se cayera, que la kipá no estaba hecha para el pelo chino. Ridículamente me la atornillé. Temí que Juanjo tomara todo eso que estaba haciendo como una falta de respeto, pero de repente la técnica del girado como si la kipá fuera una tapa resultó, y se quedó perfectamente quieta. Entonces entré en la pequeña sinagoga del campo.
"Alguien dijo que esta era una sinagoga rancho y desde entonces se la llama así. Debió ser porque tiene ese alerito, y por la forma general, pero todas las sinagogas de esta zona son iguales, todas son modestas, con el techo a dos aguas y un estilo románico". Le pregunté si así eran en la Rusia de donde llegaron los colonos a fines del siglo XIX, o si los criollos que éstos contrataron para construirlas decidieron la forma que aplicaron a todas (en el museo de Domínguez me mostraron la foto de un rancho, un rancho cualquiera, de adobe y paja, rectangular, bajito, con el techo a dos aguas, y me explicaron que eran los ranchos que los criollos les hacían a los colonos como primer lugar de vivienda cuando llegaban a la parcela de campo que le habían asignado; la verdad es que la diferencia con las sinagogas era de tamaño, nada más, y que las sinagogas tuvieran techo de chapa y el adobe revocado). Me dijo que no sabía —y a mí me encantó que no supiera, no sólo por su honestidad (a los guías no les gusta no saber; es más, creo que lo que inventan los guías de turismo por no saber debe ser el mayor volumen de información que los turistas se llevan de los lugares), sino que también me gustó que el guión de este destino, el Circuito de las Colonias Judías de Entre Ríos, estuviera fresco y pudiera ajustarse incorporando nuevos datos. Y me gustó que el pasado estuviera vivo, y cada vestigio que se descubría obligara al replanteo, destartalara voces y versiones oficiales y autoridades intocables. El día anterior habíamos ido a ver la primera Escuela ORT de la Argentina y nos encontramos con un taller mecánico. Simpáticamente, esperaban turno para ser arreglados dos Falcon, un Rambler y un R6 viejísimos, quizás de la época en que la escuela funcionaba. Quien nos llevó nos advirtió que el dueño del taller era un exalumno. Quise conocerlo. Era un hombre morrudo y pequeño, de unos 65 años, con unos ojos y una sonrisa inocentes como las de un ángel que jamás salió de su casa. Se llamaba Jorge, y de apellido Director, y era descendiente de los colonos judíos. Nos dijo que adentro del taller había un torno de la época de la escuela y fuimos a verlo. Aún lo usaba, lo mismo que una agujereadora y otra máquina. Nos contó que habían puesto la escuela "para que la gente del campo pudiera arreglar las máquinas cuando se le rompieran. Mandaban los chicos acá, para que volvieran sabiendo. Venían de Moisesville, de Buenos Aires, de La Pampa, de todas partes". Yo pregunté si la visita a la antigua escuela era parte del recorrido y me dijeron "casi nunca". Supuse que menos aún formaba parte de la visita una charla con don Jorge Director, por lo que quedé tan feliz como quien hace un hallazgo arqueológico de trascendencia.


Juanjo me mostraba cómo estaban separados en la sinagoga el lugar de las mujeres y el de los hombres —"la mujer distrae al hombre de Dios". En el recinto donde se reunían los hombres la penumbra y la humedad eran tan densas que uno sentía que respiraba barro frío. Estaban dispuestos los bancos de antaño, el Arón Hakodesh donde se guardan los libros sagrados, la mesa donde éstos se despliega para ser leídos, colgaban tres lámparas de aceite y había una Menorah, el candelabro judío que representa los arbustos en llamas que vio Moisés en el Monte Sinaí. El lugar no tendría más de cinco por siete metros. Saqué algunas fotos mientras Juanjo me explicaba que aquella era la sinagoga de una aldea que el Barón Hirsch había mandado hacer para que los colonos se sintieran cómodos en el campo por estar juntos, y así se quedaran. "Eran pueblos satélites de Basavilbaso. Todas eran iguales, con una larga calle ancha que estructuraba el espacio, con las casas a ambos lados, y el cementerio al final. Era una forma que conocían, la misma que tenían donde vivían en Rusia".


Era importante que los colonos se sintieran cómodos para que se quedaran. Juanjo me contó que aquel Barón Maurice de Hirsch, millonario dueño de la empresa que construyó la línea del Orient Express, quedó con un dolor infinito por la pérdida de su único hijo, Lucien, y decidió usar la herencia de Lucien para salvar a los judíos de la tiranía del zar. El zar Alejandro III incentivó los 200 pogroms que se hicieron entre 1881 y 1882 y tomó una serie de medidas que iban haciendo imposible la vida de los semitas. Hirsch quiso liberar al pueblo judío haciendo marchar a cinco millones de personas hacia una Tierra Prometida, que resultó ser el centro de la provincia de Entre Ríos. Creó para la empresa la Jewish Colonization Association, la que compró las tierras y trajo a los judíos. Hirsch entendía que la forma de apropiarse de un territorio era trabajar la tierra con las manos. "Pero ninguno era campesino. Todos venían de las ciudades, eran comerciantes, sastres, herreros. La mayoría pobre. Venían sufriendo, y cuando llegaron aquí la pasaron muy mal, sin conocer el idioma, sin poder comer su comida, sin entender nada de la sociedad argentina, obligados a una actividad que desconocían completamente. Apenas arribaron comenzó el éxodo, primero a los pueblos y después a las grandes ciudades". Amortiguaron la migración los años en que muchos colonos se dedicaron a la agricultura, incluso pusieron en ello un empeño tan grande que establecieron bases del cooperativismo argentino (se cooperativizaron como estrategia defensiva, porque a la muerte del Barón protector los administradores de la Jewish Colonization Association parecen haberse dedicado a explotarlos). El cooperativismo estaba enraizado en ideas socialistas que habían traído algunos de los inmigrantes, entre quienes se destacaba Mikhail Sajaroff. Eran las mismas ideas que en Rusia dieron nacimiento a la revolución y a la unión soviética, y en Argentina fundamentarían la izquierda que acabaría nutriendo el peronismo. En el Museo y Archivo De las Colonias, de Gobernador Domínguez me habían mostrado las fotos de las tres hermanas Cherkoff, casadas una con Nicolás Repetto, otra con Juan B. Justo y otra con Adolfo Dickman, bastiones del socialismo argentino.
Una repentina sospecha me ardió. "¿Las sinagogas eran sólo recintos religiosos? ¿dónde se discutían los temas comunales?", le pregunté a Juanjo.
"¿Sabés qué significa la palabra 'sinagoga'? Etimológicamente refiere a un lugar donde se discute. En las sinagogas se debatían y decidían todos los aspectos de la vida de la aldea".
Me atreví a suponer que quizás en esta misma sinagoga vieja, humilde, hoy abandonada, tal vez aquí mismo se cocinaron pensamientos que acabarían formando el arrasador peronismo, la particular forma que tiene Argentina de gobernarse. De repente, la tendencia de la colectividad judía a estar apartada se me vino abajo. Somos, soy, pensé, producto de lo que aquellos colonos discutían en ruso en este lugar imposiblemente insignificante, en una época sin tiempo.

Las cooperativas organizaron las colonias, reemplazando la protosociedad establecida por la Jewish Colonizarion Association. Además de las fortalezas económicas que daban a sus asociados, creaban escuelas y en Domínguez construyeron el Primer Hospital Israelita de América del Sur. La gente de 50 kilómetros alrededor usaba ese hospital, que aún está funcionando.

 

Por la calle central del trazado que queda de la aldea Novibuco 1 llegamos al cementerio. Me hizo acordar a la calle Francia, de San Nicolás, cuyas últimas cuadras, las más importantes, parecen estar hechas para desembocar en el cementerio. Un poco he heredado el placer de que el cementerio sea importante, de mi abuela y mis tías, quienes se compraron un departamento a metros del cementerio para que les quedara más cerca ir a visitar todos los días a sus muertos. Cuando deambulo por un cementerio me complace mucho que me suceda quedarme estacionado ante una tumba cualquiera. Me quedo con la mente en blanco, sin saber muy bien qué me pasa. Ahora pienso que mi alma se queda frente a la montaña que es la vida entera de una persona. Quizá ir a un cementerio podría significar para mí mezclarme con las vidas de quienes enterraron allí. Quizá debería ir más.
Juanjo me contó historias que suscita el recorrido por las tumbas, todas mirando a Este, de dónde vendrá el Mesías. Algunas tumbas tienen un llamador de puerta, para que llame el Mesías en su regreso. Sobre las tumbas la gente (“gente del desierto”) deja piedritas, que no se pudren como las flores.
"Hay un sector de hombres y otro de mujeres. Esas tumbas allí son de 'vírgenes' o 'doncellas' o 'solteras', bethulah, todas murieron en el mismo momento y están todas juntas aquí, nadie sabe por qué. Bethulah era María, la madre de Jesús. Era una ‘doncella', luego la Iglesia llevó el término a 'virgen'. Aquella tumba que está sola, está castigada junto al muro: es de un suicida. En la religión judía, sólo Dios da y quita la vida. En aquel sector están los chicos. Todas esas tumbas de chicos iguales son de la epidemia de tifus de los años 30. Mil chicos murieron aquí. Esta que no tiene nombre es de un chiquito que murió antes de ser curcunciso. ¿Qué se celebra el 1º de enero? Fue el día que circuncidaron a Jesús. Jesús era como las personas que están enterradas aquí. Su última cena fue la celebración del Pésaj y el pan que comió, para los cristianos la hostia, fue el pan ácimo".
"En las aldeas funcionaron las primeras escuelas de la zona, de las que después se hizo cargo el Estado, cuando ya no hubo más chicos. Le daban una importancia muy grande a la educación. Y aquí está un maestro que fue muy querido, un gran maestro". Miré la lápida: Braslavsky. Imposible que Cecilia Braslavasky no hubiera provenido de él.
Desde hacía rato los apellidos me venían enganchando el ojo. Todos me resultaban conocidos —en realidad me llamaban la atención los que me parecían extraños. De a poco el recorrido se me convirtió en la búsqueda de apellidos conocidos. Mis conocidos, mis amigos, mi gente.

Quiroga en Domínguez

En el pueblo de Villa Domínguez me recibiría un tal Osvaldo Quiroga. No sé por qué Ramírez, Quiroga, Martínez, López, esos apellidos españoles me suenan tan entrerrianos. Más este Quiroga, menudo, fibroso, negrito de dientitos blancos, con la sonrisa fácil y el trato amistoso. Nos saludamos en la puerta del Museo y Archivo De las Colonias, del que está encargado. Me mostró una foto colgada en la pared: el flash había quemado los objetos que estaban más altos en una montaña de basura, el fondo era negro. "Así estaban los documentos de la cooperativa", me dijo, señalando la foto con la mano derecha, y a continuación con la izquierda apuntó a unas vitrinas hasta el techo (el lugar había sido una farmacia y conservaba su mobiliario), que contenían infinitas cajas grises, todas iguales: "los ordenamos".
"¿Los están digitalizando?"
"También. En la medida en que podemos..."
No había nadie más que él en el museo. Él era el encargado, el guía y quien había organizado los documentos de la cooperativa. Supuse que era quien también los estaba digitalizando.
"Todo lo que hay acá usted lo tiene en la cabeza, ¿no?"
"Sí. A veces vienen mis hijos, me ayudan... pero también tienen que estudiar".
Yo había creído que, siendo los vestigios de la inmigración a uno de los países con mayor presencia judía en el mundo, estarían conservados con la acabada forma con que los organizaciones judías hacen las cosas, siempre pragmática, hábil y garantizando la perdurabilidad; siempre apuestas fuertes que no dejan nada librado al azar. No es el caso del Circuito de las Colonias Judías de Entre Ríos. Entendí mejor la actitud del conjunto de la colectividad judía, argentina e internacional, pensando en la relación que mis familiares tienen con el cementerio. Recuerdan cada tanto a los muertos que tienen allí, sin venerarlos como hacían sus padres, que iban a visitar la tumba cada domingo, luego de haber llevado un año de luto luego de su muerte. Tienen esa contradicción, no los olvidan pero tampoco cultivan su recuerdo, lo que resulta en que las tumbas no están abandonadas pero tampoco renovadas, limpias, cuidadas.
Para no permitir que las polillas del tiempo redujeran a polvo los últimos restos de la vida de sus ancestros, la colectividad judía (de difícil definición como "colectividad", pero al fin y al cabo real) le paga un sueldo a Osvaldo Quiroga. Y la vida de Osvaldo Quiroga son esos vestigios. Es su mundo, lo suyo. Imaginé a Osvaldo Quiroga como al stalker de Tarkovsky argumentando contra el Poeta y el Científico que despotricaban contra la Zona donde se cumplían los deseos: "ustedes tienen sus vidas; usted su poesía, usted su verdad. Vienen aquí y se creen con derecho a disponer de la Zona. Usted le falta el respeto, usted quiere acabarla con una bomba. ¡Son soberbios! ¿Por qué creen que pueden decidir por los demás? Cada hombre vale, también. Para ninguno de ustedes la Zona es parte de su vida, la quieren usar para tener razón, y en cambio la Zona es mi vida, ¿por qué van a destruir mi vida?"
Estará pleno de felicidad, Quiroga, cuando se materialice el proyecto que se está trabajando con el Museo Etnográfico de la UBA para un guión museográfico.
Osvaldo Quiroga decía todo el tiempo "ellos" de un modo que, cada vez que lo hacía, se me encendía una luz de atención. Nos había unido con Susana la manera en que decíamos "allá" para referirnos a un país en el que habíamos vivido y seguía uniéndonos; el "ellos" de Osvaldo Quiroga era muy parecido.
"Los administradores (de la Jewish Colonization Association) no querían que ellos se sintieran bien acá", decía al mostrarme el interior del Galpón de los Inmigrantes. "Querían que se fueran rápido al campo. Por eso acá no había ni comedor, ni camas, ni divisiones. Apenas llegaban les asignaban un criollo para que los asistiera. Ese les hacía la casa y les enseñaba las cosas del campo. Era el guía en los primeros tiempos".
Hizo una pausa y siguió:
"Mi bisabuelo fue uno de esos criollos. Cómo no voy a estar agradecido. Mi abuelo, mi padre, yo y mis hijos, todos estudiamos en la escuela que fundaron ellos, porque acá no había escuela. Mi madre, mi padre y yo nacimos todos en el hospital que ellos levantaron aquí".

Hospital Israelita Dr. Noé Yarcho.

Le pregunté qué le había parecido Los gauchos judíos (la película de Juan José Jusid en base a los relatos que había escrito Alberto Gerchunoff sobre los inmigrantes de esta zona). Diplomáticamente, Osvaldo evitó cuestionarla, más bien se refirió a la "necesidad del cine de enfatizar algunos aspectos de la realidad como si todo fuera así". Claramente la desaprobaba. Ellos eran suyos, no del cine. ¿Quién podía hablar de ellos sin consultarle a él? Ni los descendientes tenían más autoridad que él sobre la vida de ellos.
A pesar de haberla visto hace más de 30 años, tengo muy vívidas a China Zorrilla bromeando con el médico, al gordo Viale disfrazado, el alboroto en la estación cuando llegaban, el criollo que se robaba a la novia, Luis Politti acuchillando a su hijo porque reculó en una pelea, las mujeres lavando la ropa y zarandeando el trigo, y todavía suena en mi cabeza la banda klezmer que tocaba en la boda, y un tema de Alfredo Zitarrosa al final. Aquello era un lejano impulso para este viaje, aunque sabía que no encontraría nada de lo que me había gustado, bien porque pertenecía a otra época, bien porque, como dijo Osvaldo, la realidad no estaba hecha de los énfasis del cine.
Quiroga mencionó el trazado urbano de Domínguez, que en honor a Hirsch copió al de París y tiene frente a la plaza central no la municipalidad, la policía y la iglesia, sino una sinagoga y un hospital.
Desde Domínguez se administraban las colonias, que llegaron a estar divididas en 49 aldeas y abarcaron 270.000 hectáreas. En el museo que lleva adelante Quiroga han buscado información cineastas, genealogistas, historiadores. Desde allí se creó el Circuito.
Le preguntamos a Quiroga qué busca la gente que hace el Circuito. “La mayoría quiere saber de qué aldea llegaron sus familiares, a qué lugar fueron, dónde están sus tumbas. Quieren conocer datos genealógicos que los unen a los colonos. El Circuito también convoca al compromiso con la Historia. Llegan grupos organizados, de asociaciones, colegios, clubes y otras instituciones, para hacer contacto con la Historia”.


Villaguay

Me vino a buscar al hotel de Villaguay Silvio Teveles. El frío le tenía la piel de la cara de un blanco pasmado y unas salpicaduras de rosita, y tenía unos ojos celestes casi incoloros. Si me dijeran que nació y se crió en Kiev y llegó hace dos semanas, lo admitiría sin reparo, pero con toda esa palidez era un hombre irremediablemente cálido. Había nacido en Villaguay, sus padres lo llevaron a Buenos Aires de niño, y volvió hace algunos años. Yo no supe si porque era entrerriano o porque era porteño, o quizás por judío, que inmediatamente me sentí en confianza con él. Una confianza respetuosa, de gran entendimiento. Le pregunté por qué había vuelto y me dijo "yo creo que nadie se va del todo". También me refirió varios casos de retorno como el suyo. Me mostró la sede de la Asociación Israelita Argentina de Villaguay con una generosidad en la que no había manera de hallar el mínimo rasgo del hermetismo del que se acusa a la colectividad judía, y mientras me hacía el recorrido me explicó que "a los que vienen a visitar los vestigios de la vida de los judíos hace un siglo, también le mostramos esto, los judíos vivos. La primera noche que llegan vienen acá, y festejan la Kabalat Shabbat (recibimiento del Shabbat) con nosotros. Somos 53 familias en Villaguay. Es una cena judía y entrerriana. Comemos knishes y también asado. El porteño intercambia con el entrerriano, los dos unidos por las raíces lejanas del judaísmo".
En mi cuaderno de notas escribí que Silvio se ha investido de judío entrerriano: espontáneo, fresco, animoso, voluntarioso, fuerte, campechano, compinche. Y derrama humanismo. “Acá se hizo una mezcla muy especial. Tuve un tío que a los 92 años andaba a caballo. Muy campero”.
Me mostró ancho de orgullo cómo está quedando reformado el salón principal, que es sinagoga donde una vez por mes se hace una ceremonia con un oficiante que llega de la Asociación Israelita de las Pampas (además de las grandes fiestas, Pésaj, Shavuot, Sukot, Rosh-Ha-Shaná y Yom Kipur), y salón social y cultural: allí se presentan libros, se hacen exhibiciones de arte y cantan los coros. Allí se organizan las “Campañas de Justicia” (“yo prefiero la justicia a la caridad”, dice Silvio), que consisten en la recolección y donación de ropa y alimentos no perecederos. Me abrió la puerta al aula donde los chicos más grande le enseñan a los más chicos (para muchos el viaje del fin de curso es a Israel), y luego me llevó a la parrilla donde hacen el asado: "media vaquillona cabe ahí", me dijo con entusiasmo litoraleño. La sede fue fundada en 1953; frente a la parrilla Silvio me invitó a la reinauguración, el 4 de agosto. La fiesta será mayúscula, con los coros de la gente del lugar, muchas visitas y mucha comida y hasta una banda klezmer de ocho músicos que ya están contratando.
“El Circuito nos hizo hermanarnos con comunidades judías de Buenos Aires”, dice Silvio. “Ya vamos firmando convenios culturales”. En 2011 hicieron el Circuito de las Colonias Judías de Entre Ríos entre 400 y 500 turistas. “La mayoría son de la colectividad judía, pero no todos. Algunos vienen a buscar sus raíces y otros vienen a ver rastros de los orígenes de una de las comunidades de la Argentina”. También dice que entre los judíos, la mayoría viene de Buenos Aires, pero también llegan de Francia y Estados Unidos. “Siempre encontramos el mismo origen”.

En el Circuito empieza a tener importancia Villaguay, que no fue colonia judía y no era turística, porque la comunidad judía de hoy empezó a recibir a los visitantes, y también por el Gran Hotel Villaguay que se construyó en 2009. Además, se está preparando la apertura de termas en el pueblo. Pero el turismo judío fue el impulsor del turismo en Villaguay.
Para ilustrar la importancia de la presencia judía en Entre Ríos, Silvio Teveles me cuenta que es la provincia que tiene la mayor cantidad de comunidades judías organizadas. Son 12, nucleadas en una Federación (presidida por Silvio), que ha conseguido últimamente que la Shoah pasara a formar parte obligatoria en la currícula.
“Mi abuelo tenía peones que hablaban en iddish. Judíos, eran. Cuando a mi padre lo mandaron a hacer la secundaria a la ciudad, se quedó azorado. Nunca había salido antes, y no podía creer que no fueran todos judíos”.
Silvio también enfatiza que “los visitantes también encuentran la tranquilidad con la que vivimos acá. En Villaguay todo te queda cerca, no hace falta andar apurado. Los chicos andan tomando mate por ahí. El saludo, te lo corresponden todos, naturalmente. Inconcebible que digas buen día y no te contesten”.
Esto es estrictamente verdad. La apacibilidad del campo, la calma, son el océano en que uno se mete, cuando se mete en Entre Ríos. Como el asunto no tiene remedio, uno empieza a disfrutar del tiempo. Es, así, un viaje al tiempo más lindo de la Argentina.
“Además, estamos de fiesta una vez de semana, cada Kavalat Shabbat”.


Clara

También se reciben a los visitantes con comida en "Clara", que es Villa Clara. Clara fue la mujer del Barón Hirsch. Debió ser imaginada como una emperatriz. Marta Muchinik es la guía en ese pueblo. Me recibió en la antigua estación de tren, convertida en museo. Una razón por la que la Jewish Colonization Association eligió este lugar como Tierra Prometida fue el ferrocarril, pero después de que se fueran casi todos los descendientes, un día se decidió que el tren dejara de pasar, y ahora la estación es depósito de piezas arqueológicas.
Los inmigrantes empezaron a ser traídos en 1892. En los diez años siguientes fueron formándose las colonias. Villa Clara fue fundada en 1902. Los judíos del campo fueron poblándola y desde la década del 50 los judíos de Clara se fueron yendo a las grandes ciudades. El cierre del ferrocarril, en los 90, fue una movida fuerte para clausurar el pueblo. Hoy tiene en la entrada un particular monumento con forma de Menorah, cada una de las velas con forma de Tabla de la Ley. El lugar de los mandamientos, cada una tiene inscripciones referidas a la fundación del pueblo, la sinagoga Beth Jacob, la capilla Cristo Redentor, la Junta de Fomento, la Comisión de Festejos Centenario, el presidente de la Nación Eduardo Duhalde. Nuestro city tour sigue por lo que era la sede de uno de los primeros bancos cooperativos de Sudamérica, la Escuela Hebrea, la Casa Social Barón Hirsch, el cementerio judío.


Visitamos finalmente la sinagoga Beth Jacob, de 1917, adusta por fuera y por dentro vivaz. Ya no es la pequeña sinagoga rancho, sino la depositaria de un tiempo de modesto esplendor creciente. Marta me dio unas fotos de la sinagoga en las que se ven en su interior mucha gente muy contenta, bailando y comiendo. Entrerriana judía, Marta celebra la amistad ecuménica y me cuenta con alegría que la procesión de Cristo Rey pasa por la sinagoga. Marta es puro afecto. Me regala todo lo que va encontrando a mano, luego recuerda que tiene algo más y me lo trae, feliz de regalármelo. Cuando cuenta de los primeros años de la inmigración revive como si hubiera estado entonces, el sufrimiento de no poder hacer lo que sabían hacer, ser sastres, comerciantes, libreros, para tener que trabajar el campo. Si no lo hacían, morían de hambre. Pero la labor de la tierra comenzó a dar orgullo, y fueron aprendiendo, y sudando, se agotaron… Y entonces, la primera vez que vieron sus trigales amarillos, que ondeaba el viento como si fuera agua bajo el sol…
Era el sentimiento correcto para estar rodeada de los objetos del Museo, los cuadros dobles del matrimonio, él a la derecha, ella a la izquierda, un sillón de odontólogo, enseres de una farmacia, herramientas del campo, lámparas de querosén, una botella con la Estrella de David.


Basso

El tercer lugar donde reciben a los visitantes con comida (el programa que venden las agencias de viaje consta de tres días y dos noches) es Basavilbaso, Baso para los paisanos. Allí me guía Juanjo, por la aldea Novibuco 1, el cementerio y la sinagoga donde me puse el kipá y otra, en el centro del pueblo. Juanjo me hace probar la comida judía llevándome a comer a la misma casa de la cocinera, Marta. En ese almuerzo Juanjo y Marta me enteran que ninguno de los dos es judío. Salvo que Marta está casada con un judío y aprendió a cocinar no con su mamá, sino con su suegra. Les cuento que yo siempre me he sentido más judío que chino, que lo pura, esencialmente judío me hace sentir en mi casa más que lo chino. Les digo que quizás no se pueda ser judío sin la parafernalia de la torah, la defensa del gobierno de Israel, los términos en iddish y la circuncisión, pero que ser judío está hecho de cosas más estructurales, la culpa, el ejercicio del pensamiento crítico, el humanismo, la exigencia del desarrollo personal, la adopción. Los que no somos judíos no participamos del muro de los lamentos, pero estamos formados en la manera judía de ver y vivir la vida. No es posible ser argentino sin ser judío —como no es posible para un judío argentino no ser católico.


De Villa Clara a Domínguez fui sólo con el remisero, sin guía. Pasamos por un pueblito llamado Ingeniero Miguel Sajaroff. El remisero me llevó hasta la sinagoga, que estaba cerrada. "Ahorra te traigo la llave", me dijo, y partió. Me quedé mirando la sinagoga: otro ranchito. Afuera había un cartel muy bien diseñado, de la Secretaría de Turismo, en muy mal estado. Juanjo habría de contarme que los habían puesto en la época de De la Rúa, pero luego no se mantuvieron más. El remisero volvió con la llave, que se la había pedido a una señora amiga, y entramos a un revuelto de cosas. El espacio era usado por una escuela. Imposible decir cuándo se había celebrado un rito la última vez. Más adelante pasamos por un cementerio junto al camino (el Cementerio de Colonia Carmel) y más adelante nos metimos en un campo hasta dar con un camino de tierra. Entrados varios kilómetros descubrimos en un paraje medio perdido, bastante oculto, otra sinagoga, en medio de la soledad. Se mantenía en pie sólo por la fuerza que le imprimieron hace un siglo aquellos inmigrantes que se agarraron de Dios para soportar una época difícil. Hubo que construir un Dios fuerte, que los sobreviviera. En el interior lleno de polvo sobrevivían unos bancos. Por una ventana entraban rayos macizos de luz del sol que iluminaban el piso y los bancos, quizás iluminando los espíritus de los judíos que murieron hace mucho. Un pajarito se metió. Caminó unos saltitos, no encontró nada interesante y se fue.




Errar

Todo viaje se plantea como un recorrido por el espacio, por un mapa, por territorios, países. Claro que el sillón del psicoanalista puede ser una nave que recorra lugares en un viaje de descubrimiento tan trascendente para nosotros como los viajes de Colón. Uno de esos viajes es el que le recomendó la pitonisa a Edipo cuando le dijo aquel tremendo "conócete a ti mismo". Este viaje a las colonias donde se asentaron los judíos que vinieron a la Argentina es para muchos un viaje hacia el interior de uno mismo. Uno está construido con lo que ha hecho, con las cosas del mundo en que ha vivido, de lo que han hecho los gobiernos de su vida, y también de lo que ha heredado de sus ancestros, desde el cuerpo hasta la manera de pensar, pasando por un tipo de afectuosidad, una idea de familia, una manera de encarar la vida, bienes materiales. Ese origen tiene mucho que decir a quien se pregunta quién soy. "Sos un legítimo Camborio", "no podés ocultar que sos chino, te sale", "eso que decís es muy judío", "sos igual a tu padre".


Por alguna razón la inmigración judía se nos hace emblemática. Quizás porque la errancia del Pueblo Judío le agrega a la inmigración una sobrecarga de su propia esencia. No migramos alguna vez, como se ilusionan los sedentarios, sino que somos migrantes, errabundos, todo el tiempo estamos migrando. Vamos de aquí para allá buscando un lugar definitivo que jamás hallamos, porque ese lugar no está en este mundo, está en un más allá que no encontremos antes de morir. Echamos raíces, pero echamos raíces en el camino.
Y sin embargo, echamos raíces. Aunque sabemos que vamos a morir, lo mismo nos empeñamos en criar bien a nuestros hijos, en trabajar hasta dejar el alma, en querer a nuestros amigos y parientes, en hacer del mundo un mejor lugar; con increíble tenacidad vivimos haciendo que las cosas que hacemos y que nos suceden, tengan sentido. Eso es lo que hicieron aquellos rusos judíos en Entre Ríos, y para atestiguar las huellas de su gesta asombrosa es que viajamos, para conocernos a nosotros mismos, como judíos y como humanos.