Durante años me torturó mi lentitud para leer.
En una época lo atribuí a la fascinación que me produjo leer
los Evangelios —leía y me detenía a pensar. Leía otro poco y nuevamente me
detenía a pensar. Era una mecánica, una forma de leer.
Se lo comenté a una profesora y me recomendó leer obras de
teatro. No me ayudó. Casi al contrario.
Luego lo atribuí a que estudio la materia que estoy leyendo.
La analizo, la doy vueltas en todas direcciones, la completo, exploro todas sus
posibilidades.
También entendí que mi cabeza se activa con la lectura como
una mecha con el fuego —y van explotando fuegos artificiales en el camino de la
mecha. De modo que un mínimo texto chispa sobra para una hiperactividad de mis
hipótesis, mi imaginación, mi vuelo.
Y también fui sabiendo que lo que me atrapa hipnóticamente
de los textos es el lenguaje. A los 50 años ya no leo sino textos clásicos,
porque los clásicos me resultan clases abiertas en cada párrafo.