Naturalmente, permitimos que nuestra gente se complaciera en
la idea de que la joven Victoria creció sólo entre sedas, amable silencio y
agua de azahares. Pero no habría sido reina si no le hubiéramos permitido
seguir su vocación real, y así jugó con los niños de Johannesburg, se ganó la
vida en una fábrica en Manchester, vivió con una familia de campesinos en
Bedfordshire, fue una solitaria que caminaba por los acantilados de Scarborough,
comió con la mano en Benarés, navegó en un barco ruinoso, aprendió a hacer
vitreaux en una vieja casa de piedra de Essex.
Nuestra Victoria gobernó el mundo porque lo conocía
íntimamente.
(“Memories”, Sir Denis Fitzpatrick)