Plaza Houssay tiene vida. Una noche aparecen los skaters,
una tarde un viejo se pone a vender libros de filosofía, en el subsuelo hay un
estacionamiento, en el medio hay una iglesia, a un costado un árbol del que
cuelgan zapatillas que los jóvenes arrojan de a pares atados con cordones; un
domingo se arma un campeonato de voley, con cancha reglamentaria, jugado por
equipos de travesties peruanas.
La tarde de la Navidad la plaza estaba desierta, salvo
algunos tipos que viven en la calle. Tirados por aquí y por allá, hacían la
plaza más solitaria. La única alegría eran tres chicos que se habían escapado
de sus familias y jugaban a la pelota. No estaban las personas que suelen ir
con sus mascotas, ni quienes van con sus reposeras y se tienden a tomar sol, ni
los que hacen picnics en el pasto.
En un sector la lluvia de la madrugada había hecho un charco
gigantesco. Una Navidad apareció una laguna. El día anterior fue de un bochorno
criminal, pero la lluvia había bajado la temperatura y el día amaneció perfecto,
con el cielo azul reflejándose en el agua impasible como en un lago de la
Patagonia.
Me llamaron la atención las marcas en el piso de olas en el
charco. Revelaban que el agua había llegado más lejos de los actuales límites,
como si ahora hubiera bajado la marea. Las marcas estaban hechas de papel
picado brillante. Eran hermosas basuritas, restos de lo que le habían arrojado
a los estudiantes que se habían graduado los últimos días. Seguramente eran los
mismos que habían tapado el desagüe y así se había acumulado el agua.
Era muy hermoso aquel pequeño mar apacible en la plaza vacía
el día de la Navidad, con el frente de la Facultad de Medicina en el fondo, en
el que estaban paradas las estatuas de los próceres del Saber Médico.