Si me siento a escribir, en mi computadora que saqué en
cuotas, en el escritorio que mi pareja dispuso para que escribiera tranquilo en
el altillo, junto a la biblioteca donde están mis patriarcas literarios, con
una cafetera que sólo debo encender para que me dé café durante todo el día y
con unas flores que mi hija cortó del jardín y puso en un florerito viejo
porque me escuchó anunciar que hoy empezaría mi novela; si me llego a disponer
a escribir ahí, no me va a salir una sola palabra.
Ahora, si me tomo un colectivo para ir al médico, ahí sí,
las palabras y las ideas y las vivencias se me atropellan por salir todas
juntas. Si tengo la suerte de que el médico me haga esperar, posiblemente
termine lo que empecé en el colectivo.
Tengo que admitirlo, soy un escritor del intersticio. Sólo
puedo escribir en los intervalos. Escribo como quien arrebata algo en un
instante de transición. Como Prometeo, que le robó el fuego a los dioses en el
rato que se durmieron. Sólo escribo en esos momentos de pasaje, esa pequeña —pero
absoluta— libertad que siente un mono cuando salta de un árbol a otro.
Hay otra metáfora que me viene a la cabeza, mientras el
colectivo 29 que me lleva a dar el Taller de Cuentos cruza avenida
Independencia: la misma vida que vivimos no es más que un intersticio entre dos
eternidades. Sólo escribe quien vive.