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jueves, 25 de julio de 2013

En tanto

Si me siento a escribir, en mi computadora que saqué en cuotas, en el escritorio que mi pareja dispuso para que escribiera tranquilo en el altillo, junto a la biblioteca donde están mis patriarcas literarios, con una cafetera que sólo debo encender para que me dé café durante todo el día y con unas flores que mi hija cortó del jardín y puso en un florerito viejo porque me escuchó anunciar que hoy empezaría mi novela; si me llego a disponer a escribir ahí, no me va a salir una sola palabra.
Ahora, si me tomo un colectivo para ir al médico, ahí sí, las palabras y las ideas y las vivencias se me atropellan por salir todas juntas. Si tengo la suerte de que el médico me haga esperar, posiblemente termine lo que empecé en el colectivo.
Tengo que admitirlo, soy un escritor del intersticio. Sólo puedo escribir en los intervalos. Escribo como quien arrebata algo en un instante de transición. Como Prometeo, que le robó el fuego a los dioses en el rato que se durmieron. Sólo escribo en esos momentos de pasaje, esa pequeña —pero absoluta— libertad que siente un mono cuando salta de un árbol a otro.

Hay otra metáfora que me viene a la cabeza, mientras el colectivo 29 que me lleva a dar el Taller de Cuentos cruza avenida Independencia: la misma vida que vivimos no es más que un intersticio entre dos eternidades. Sólo escribe quien vive.