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jueves, 1 de agosto de 2013

Lindo

A mi primo Fernando lo conmueven unos perros tan raros que no parecen perros. Le encanta cómo van, una sola pieza que se mueve mecánicamente; disfruta que parezcan "tanquecitos". Lo disfruta de alma.
Mi amigo Daniel siente lo mismo por los bulldogs, animales que se cuentan entre los más feos entre los cánidos. Daniel es dueño de uno, de nombre Malacara. Se desvive por él —y para Malacara, Daniel es su vida.
Y está la mujer de Henry, que al verlo marcharse dijo aquello de "Dios mío, qué feo es, cuánto lo quiero".
Esta clase de personas merece el mayor de mis respetos. Los hermanos de mi hija tratan a la extrema belleza física con que nacieron con cierta desconfianza y bastante cuidado de no dejar que tome mucho protagonismo. Un día Santi me dijo asombrado que las chicas se le iban encima a su hermano, y éste se mostraba igualmente sorprendido. Pensé que estaban locos, ¿cómo no le gustaría a las chicas si es un dios perfecto?

En comparación con estas personas que eligen la belleza en formas singulares, quienes se complacen con la belleza más estandarizada y fácilmente digerible, me parecen tristes vulgares, condenados a la futilidad.