A mi primo Fernando lo conmueven unos perros tan raros que
no parecen perros. Le encanta cómo van, una sola pieza que se mueve
mecánicamente; disfruta que parezcan "tanquecitos". Lo disfruta de
alma.
Mi amigo Daniel siente lo mismo por los bulldogs, animales
que se cuentan entre los más feos entre los cánidos. Daniel es dueño de uno, de
nombre Malacara. Se desvive por él —y para Malacara, Daniel es su vida.
Y está la mujer de Henry, que al verlo marcharse dijo
aquello de "Dios mío, qué feo es, cuánto lo quiero".
Esta clase de personas merece el mayor de mis respetos. Los
hermanos de mi hija tratan a la extrema belleza física con que nacieron con
cierta desconfianza y bastante cuidado de no dejar que tome mucho protagonismo.
Un día Santi me dijo asombrado que las chicas se le iban encima a su hermano, y
éste se mostraba igualmente sorprendido. Pensé que estaban locos, ¿cómo no le
gustaría a las chicas si es un dios perfecto?
En comparación con estas personas que eligen la belleza en
formas singulares, quienes se complacen con la belleza más estandarizada y
fácilmente digerible, me parecen tristes vulgares, condenados a la futilidad.