Soñé que solo, en un baño blanco, me sacaba el corazón.
No me dolió físicamente, ni veía herida, pero tenía ese
sentimiento que muchas veces tengo de acabar de una vez conmigo, renunciar a
todo.
Mirándome al espejo, parado, con el corazón en la mano,
replicaba el horror de la escena de La última tentación de Cristo, pero había
una diferencia: yo moriría. Había cortado el corazón, no había vuelta atrás.
Vigilaba mis síntomas, esperando con el corazón cortado en
la mano el decaimiento de mi conciencia y de mi cuerpo. Como aún seguía normal,
llamaba a una amiga mía, histórica, pero también a una amiga histórica de
Victoria (no existe tal amiga en la realidad) para mandarle un mensaje a
Victoria, y también llamaba a alguien (en este caso no sé a quién) para darle
un mensaje para Irina.
Hubo una larga espera y cuando los mensajeros llegaron,
perezosamente porque no sabían que me estaba muriendo, ya había cambiado el
lugar. Además, la ceremonia fue un fiasco: mando a decirle a Victoria y a Irina
algo insípido, “decile que la quiero mucho” o algo así.
Sin embargo, en otra parte del sueño le mandé decir a
Victoria algo que me resultó, en el sueño y en la vigilia, significativo:
“decile que la espero del otro lado”.
El tema “te espero del otro lado” para referirse al mundo
después de la muerte me ha resultado un simplismo vulgar. Cuando Vonnegut lo
planteó en Las sirenas de Titán me pareció que pareció que su apuesta a lo “no
tiene por qué ser complicado” se había pasado de la raya. Pero hace un tiempo
Fernanda A. me planteó la resonante imbecilidad de los existencialistas que se
creen superiores por suponer que luego de la muerte es la nada. “Si ninguna
hipótesis está comprobada, ¿por qué preferir la infeliz?”
Tal vez el fuerte de la idea “te espero del otro lado” está
menos en su complejidad que en el momento de la vida en que, al encarnársela,
cobra sentido. Estos días recordé a las divas italianas de los años 70 y antes
de entristecerme por haberlas perdido, me alegró la infantil certeza de que
volveré a verlas en el Cielo. Más aún, allá no las veré en blanco y negro en un
pequeño televisor, sino en persona, y tendrá tiempo para escucharlas cantar a
todas, serán mis amigas, mis vecinas, las amigas de mi mamá, mis mamás, mis profesoras,
las mujeres de mis jefes, mis tías, desconocidas que encuentro en un barco o en
un hotel de África, y serán mis amantes: me enredaré en historias de amor con
ellas, una y otra vez, amores escandalosos, de celos, pasión, reconciliaciones,
felicidad, separaciones que nos harán suicidarnos, momentos de tanta dicha que
tocaremos el Cielo del Cielo. Gozaré las miradas de esas mujeres, su
vulnerabilidad, su locura, sus magníficas tetas, su irritabilidad, sus narices
imponentes, su soberbia insoportable, su manera maravillosa de ser mujer, su
maldad, sus grandes peinados y sus grandes anteojos de sol, sus cinturas
graciosas y sus cuerpos generosos de curvas.
Con cada una de ellas seremos felices, una y otra vez, cada
vez dejando atrás las anteriores, igual que aquí en la Tierra, sintiendo que la
eternidad no nos alcanzará para ser tan felices, igual que aquí siento que no
me alcanzará la vida para vivir tanto cuanto tenemos para vivir con Victoria,
que contiene la suma de todas aquellas italianas.
La noche anterior había soñado que estaba en la playa, en el
agua, con el mar hasta el pecho. Jugábamos con dos amigos.
Soñé que me quedaba dormido. Y soñé que me despertaban las
olas que me ahogaban al taparme. No me angustiaba; jugaba con ellas, igual que
hago en las playas de la realidad.
Pero en mi sueño el agua no estaba fría ni tibia.
Con los sueños de anoche y anteanoche me sucede que no me
importa su interpretación.
Siento que son sueños parecidos a los cuadros de la pintura
abstracta, que no representan nada, sino que tratan sólo de sí mismos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario