Anoche pusimos por primera vez los libros sobre una mesa
para que la gente que va al parador nocturno se enterara de que ronda el
proyecto de una biblioteca. No tenemos aún el mueble (lo están fabricando Hansi y
los chicos de la escuela donde él da el taller de carpintería), pero no nos
pareció bien retener los libros hasta que tengamos donde guardarlos y así,
ansiosos, un poco atolondrados, los llevamos en las valijas con rueditas que
usamos para viajar, por los fondos de la
estación de ómnibus de Retiro, zona de urbanidad oscura, no la más amigable de
la ciudad.
Distribuimos los libros sobre una mesa que está en una
esquina del enorme comedor común en el que cenaban cerca de 180 personas. Al
comedor dan la cocina, un patiecito para fumar, los baños donde la gente se
baña, los consultorios donde atienden un psicólogo y dos trabajadoras sociales,
la administración y el área para dormir, que también es única.
Llevamos los 59 libros que nos dieron los amigos para que
compartiéramos. No nos los dieron porque les sobraban ni para establecer el
esquema de la caridad de “para yo estar arriba y vos abajo, te doy”, sino que
los compartiéramos, como entre dos personas se parte un pan en dos. Los otros
días me dijeron que compañero viene
de compartir el pan.
Anteanoche planificamos todo con Romina. Hicimos la lista de
los libros. Hablamos de cada uno, se nos hicieron familiares. Días antes habían
empezado a llegar, de la mano de Pablo, Lelia, Marcela, Victoria, Ángeles, Diego,
Néstor, Carolina, Edith, Alicia… Anoche fuimos dos. Necesitamos ser
más. Nos dimos cuenta tempranamente, porque antes de terminar de disponer los
libros ya teníamos alrededor de la mesa un tumulto de lectores. Nuestros
corazones nos galopaban adentro.
La mesa no es muy grande, pero había cientos de manos sobre
ella revolviendo libros, y uno de nosotros explicándoles que se los podían llevar por
quince días, y unos preguntando si teníamos “un thriller”, y otros si había
algo de terror o de suspenso, otro si había alguno de García Márquez, y yo
tratando de encontrar en una lista los libros que se llevaban para registrar
quién debería este de Umberto Eco, el de Rodolfo Walsh, el Diario de Ana Frank,
aquel de Salman Rushdie, y también querían saber si había libros de medicina, o
uno que me rompa la cabeza, o una Biblia
con las letras bien grandes. Alguien preguntó si le podíamos dar una ayuda,
un incentivo por leer, otro explicó que está haciendo un trabajo para una
materia porque está cursando Psicología y tiene que hacer una tesis. Las dos
horas que estuvimos un inventor cordobés nos fue describiendo cada uno de sus
inventos, en parte superpuesto al relato de un muchacho que en 15 minutos leyó
El súcubo y corrió a contarnos que él mismo había vivido rodeado de mujeres en
la que se encarnaba el demonio.
Mientras yo redactaba este informe un compañero escribió: “Pensábamos
que al terminar la jornada tendríamos que guardar los libros que sobraran.
Finalmente no tuvimos que guardar ninguno, porque se llevaron casi todos. Nos
fuimos con las manos vacías. Un peruano que se llama Milton y esta noche duerme
en el parador, se llevó dos tomos de un diccionario, y nos donó un libro de
WIlliam Shakespeare, Nunca sé muy bien cómo se escribe ese apellido. Qué interés
por la lectura, por Dios, estoy seguro de que si llevo a mi trabajo esos libros
tan lindos que llevamos, poco y nada de interés recibirían. En el parador, Gente
sucia, desprolija, con pocos dientes, hoy se llevó libros que van a leer donde
sea que estén. Se los devoraron, y nos devoraron a nosotros, como porciones de
pollo con cada saludo, con cada mirada, con cada pregunta. Hubo frases que me
sonaron de tanto intercambio; "los libros valen oro" —o sea que hoy
estábamos prestando oro, por 15 días, con el secreto reglamento de que en
realidad es un regalo. Una escena conmovedora: un señor muy grande, y con poca
esperanza me muestra el libro que se lleva, y yo en automático lo empiezo a
fichar, y leo su título en voz alta, y digo «Alcanzar la Paz», y no pude seguir
hablando más, porque sinceramente no pude seguir hablando, solo seguí
escribiendo”.
Nos sobrepasaron, nos extasiaron. Y no podemos aún sacar
conclusiones. Apenas podemos anotar momentos. Recuerdo a un compañero yendo a hablar
con un ciego para preguntarle si volvería al Parador, y así procurarles libros
en braille. Recuerdo a los trabajadores del lugar acercándose a chusmear los
libros. Recuerdo que me vino a saludar Boquita, un amigo de muchos años, que
ahora duerme acá.
El primer libro que prestamos fue Así habló Zarathustra.
Cuando nos íbamos ya la gente entraba en el área de dormir. Allí apagan la luz
apenas termina de entrar el último; uno había aprovechado el rato que estaban
encendidas para leer en la cama. Fue lo último que vimos, y pensamos que
quedaron muy pocos libros para prestar cuando volvamos el lunes a las 19.
Necesitamos más libros.
Vendría bien más gente que se prenda.
El derecho al conocimiento y a la Belleza también son Derechos Humanos. felicitaciones y gracias
ResponderEliminarRafa Tano