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jueves, 3 de julio de 2014

Segundo día de la Biblioteca de Retiro


Cuando llegamos había en los tres televisores del comedor un partido del Mundial de Fútbol. En los hogares de Argentina las familias comen delante del televisor; aquí se han provisto televisores enormes para repetir la escena. Quizás nadie haya pensado en la conveniencia de la replicación, tal vez surgió naturalmente, de la forma en que realmente se transmiten las tradiciones.
En una época escandalizaba que la televisión matara la lectura, pero algunos entendieron que había un momento para la televisión y otro para los libros. Aún con el partido en sus minutos más candentes (el equipo que perdía quedaba eliminado), la fe nos hizo distribuir los libros sobre la mesa, e inmediatamente volvió a producirse el milagro del tumulto.
Una vez que Umberto Eco dio una conferencia en el Centro Cultural San Martín, la cola para entrar se extendía por tres cuadras. Aquí, entre estos hombres que tienen la vida destartalada, casi todos afuera, muchos por dentro, ocurre la misma avidez por la palabra, el pensamiento, el espíritu. Replicación también de los sustantivos abstractos.

Soy cronista, no quiero perder detalle de lo que pasa para contárselo a otras personas, cuya realidad está muy lejos de la de este Parador.
Ya llegaré a la sutileza de captar los significados fundamentales, imperceptibles a primera vista; por ahora sólo registro las notas más obvias, las destacadas: me llama la atención un joven alemán, aparecen un brasileño que dice que le gusta “lo bueno, nada más” y se lleva algo de Kafka, y el hombre que vuelve a pedir libros de segundo año de Medicina —y le encontramos un La vida de un cirujano, que se lleva con una sonrisa de satisfacción. Hay gran cantidad de devoluciones. Un tipo despotrica contra los demás alojados: “acá son animales, ninguno sabe leer”, y explica que no se lleva ningún libro porque su hijo es encargado de una biblioteca y allí él lee todo lo que quiere. Se nos acerca alguien y busca trabar amistad bromeando, luego un pibe que dice dar clases de apoyo, un petizo que cuenta que él no se va a las 8 sino a las 4 de la mañana, porque trabaja de changarín en el Mercado Central, el hombre de los ojos enrojecidos que se lleva un libro sobre la vida de un santo y al rato regresa a preguntarme al oído si tengo un trabajo para él. Quiero contar del chico alto, que pregunta si “consiguieron un diccionario inglés-español”, le digo que no, pero mi compañero, que le pone a la biblioteca una onda imbatible, le ofrece, en cambio, un libro de cuentos de Charles Dickens, que está en español y en inglés. El chico se lo lleva contento y un par de horas más tarde, cuando casi todos han pasado al pabellón de las camas, lo veo solo en una mesa, leyendo y cada tanto escribiendo algo. Me llego hasta él. Ha estado anotando una lista de palabras en inglés y el significado en español de cada una. Me cuenta que descubrió el significado de las palabras comparando los textos.
    En la escuela me iba muy mal en todas las materias, menos en inglés.
    ¿De dónde sos?
    De Salta, señor. Y ya sigo viaje. Mañana me voy a Trelew. Ya tengo trabajo allá.
    ¿Vas a estudiar inglés?
    Sí. Quiero estudiar para guía de turismo, y el inglés me sirve.
Si no se fuera mañana, le traería mi diccionario de inglés español —lo traeré, de todos modos.
Nuestra compañera ha quedado sola con los libros; veo que el otro voluntario también anda por las mesas. Me contará que buscaba al tipo que la semana pasada pidió la Biblia con tanta insistencia y Ángeles, como si hubiera oído sus ruegos, mandó un ejemplar, magnífico, con una lupa además, porque el pedido era “que tenga letras grandes, así puedo leerla”.

Ahora nos quedamos con la Biblia, buscando su lector.









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