Escuché a un joven maduro en la radio asombrarse: "el año
pasado se tomaron más fotos que en todo el resto de la historia".
La afirmación implica: 1) un cálculo muy difícil, y por tanto
con un enorme margen de error, y 2) una rotunda sensación de que es certero.
Por otro lado, es muy fácil observar en instagram cómo la
colección de fotos de alguien se reduce a dos o tres fotos.
Llega a seis —quizás exagero— en el caso de los fotógrafos
vocacionales o profesionales.
Y lo que es más sorprendente, el número no se amplía
sustancialmente cuando se salta de los individuos al conjunto.
Estoy hablando, claro, de las fotos buscadas, elaboradas por
la mente que hay en el ojo, por la experiencia trabajada que da forma al
sentimiento y acaso el pensamiento del fotógrafo; las demás imágenes no entran
en esta reflexión.
No encuentro en esta situación necesariamente pobreza, ni
falta de talento ni, menos, de creatividad; sólo quiero llamar la atención
sobre la situación engañosa de "cuántas fotos se toman". Se toman
poquísimas fotos, para mal o para bien de la gente.
También quiero expresar mi perplejidad ante el fotógrafo Martín Zabala (está en Facebook y en
Instagram), que casi no repite fotos. Además de una calidad que nos saca de la
realidad —nos hace ver la mala calidad
visual de la realidad en que vivimos—, aporta una nueva foto en cada toma. Eso
asusta, resulta casi insoportable.
Otros fotógrafos que quisiera mencionar hoy son Carolina Camps, de una creatividad que
es el desborde de una inspiración tan profunda que parece una fuerza de la
naturaleza; Daniel Jayo, cuyo exceso
de personalidad crea fotos como martillazos, a la vez oscuras, incisivas y
chispeantes, y Leandro Teysseire,
cuyas imágenes salen de su pura intuición para deteneros ante la realidad,
obligarnos a mirarla otra vez y así descubrir colores, texturas, espíritus que
no habíamos notado, y ahora nos hacen sospechar que el mundo es mucho más rico
de lo que creíamos.
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