Hemos hecho un arreglo con Turkish Airlines desde la Revista Dang Dai: le prestamos la historia de la migración de mi familia china y ellos nos llevan a que sigamos tendiendo un puente entre la gente de acá y la de allá.
Hong Kong está en el sur de China.
Es un grupo de
islas y una península, la península de Kowloon, que pertenecen a la provincia
de Guangdong.
Los ingleses tomaron posesión del lugar en 1841. China se lo
cedió en comodato, y fue parte del Reino Unido hasta 1997.
Desde entonces volvió a la Madre Patria como Región
Administrativa Especial de Hong Kong de la República Popular China.
Su autonomía política es relativa, pero conserva la economía
capitalista, sistemas administrativo y judicial independientes, su propio
sistema de aduanas y de fronteras.
Su nombre en
chino es 香港. En pinyin, el idioma que usa
para pronunciar el chino, se dice Xiānggǎng. Significa: “Puerto Perfumado”.
En los años en que
el siglo XX llegaba a su mitad, un encadenamiento de tempestades políticas,
sociales y económicas sacudieron a Hong Kong y le dieron nueva forma.
En 1942 sufrió la
invasión japonesa, que la marcó con horror.
Muchos de sus
habitantes huyeron al continente.
Pocos años después
regresarían, junto con cientos de miles más, que se autoexiliaban ante la
llegada de la Revolución Socialista de Mao Zedong.
Hong Kong supo
recibirlos y en la década del 50 transformó la bomba demográfica en un
florecimiento económico que la convirtió en una potencia del Pacífico.
En la masa de
cantoneses que pasaron del continente a Hong Kong estaba Ng Liuko, un
comerciante que tenía una esposa y seis hijos.
Era una familia
entre miles de familias.
Fueron los
ancestros de las generaciones de hongkoneses que vendrían. Los padres de los
hongkoneses de hoy.
Personas conocidas
en Asia por su pujanza, su habilidad para los negocios, su capacidad de
adaptación, su buen humor y su entrega a todo lo bueno que tiene la vida.
Ng Liuko trabajó
desde el amanecer hasta muy tarde en la noche, día tras día, año tras año.
Progresó en su nuevo comercio, hizo estudiar a sus hijos, sacó su familia
adelante.
Él y los suyos
fructificaron en medio de la primavera de Hong Kong.
Apostaron fuerte y
sin miedo, y ganaron.
Con los años, el mismo
ímpetu llevaría a la familia a seguir buscando horizontes.
En 1954 el segundo
de sus hijos, un jovencito de apenas 17 años, con una valija de cuero y un
traje nuevo, se embarcó rumbo a Sudamérica, el otro lado del mundo.
En aquella época,
la travesía equivalía a un viaje a Saturno.
Era elegante y
esmirriado, con un aire intelectual. Y era, como todo hongkonés, completamente
suficiente.
Su nombre era Ng
Ping-Yip.
Era técnico textil
y se enroló sin hesitaciones en una misión de 30 hombres que iría a poner una
fábrica en el lugar más remoto de Hong Kong.
Hong Kong es
tropical. El calor es eterno y la humedad embarduna los cuerpos con una jalea
sempiterna.
Mi padre, Ng
Ping-Yip, llegó con el contingente de hongkoneses al frío del Puerto de Buenos
Aires un invierno en que Argentina ya estaba crispada por las luchas en torno a
Juan Perón.
Pasaron por el
Hotel de Inmigrantes y luego se encaminaron a su destino final, la ciudad de
San Nicolás.
Uno de los
compañeros de Ng Ping-Yip, ya muy viejito, recordaba la madrugada en que
llegaron.
“Yo estaba muerto
de frío. Nos dejaron junto a una ruta, en un descampado. Vi aparecer una bestia
colosal, roja, con un pescuezo hercúleo. Me miró a los ojos. Terminé de
aterrarme al ver cómo por su hocico gigante largaba chorros de humo como un
dragón”.
El humo era el
aliento que exhalaba un caballo, animal que sólo podía haber visto en el
hipódromo de Hong Kong al que aquel chico nunca había ido.
Estaba aquella
barra de muchachos en San Nicolás, ciudad emblemática de la Argentina partida
del siglo XIX. Había sido la bisagra entre Buenos Aires y Las Provincias
Unidas, y luego fue la sede del Acuerdo que parió la Nación.
Mucha historia
argentina, pero nadie había visto un chino en persona.
Y de repente, allí
estaban aquellos trabajadores chinos, unos chicos, todos iguales, todos chinos.
Lo más parecido a extraterrestres que tuvo San Nicolás.
Con el tiempo, el
hielo inicial se fue rompiendo.
Los nicoleños les
enseñaron a hablar español, los chinos se dejaron adoptar y se hicieron amigos.
En la fábrica
textil que montaron y luego pusieron en funcionamiento, ESTELA, los muchachos
se mezclaban con las operarias. Pronto ellas los invitaron a los picnics. Eran
los años de postguerra, la Era de la Juventud, cuando se bailaba el rock and
roll en todas partes.
Inevitablemente
nació el amor.
Para la época en
que se les terminaron los dos años de contrato, varios estaban de novio.
Entre ellos, Ng
Ping-Yip.
Algunos regresaron
a Hong Kong y dejaron el amor en San Nicolás. Otros, como él, eligieron
quedarse.
Algunos años
después Ng Ping-Yip se casó con la novia que conoció en uno de los picnics,
Celia María Lorenzo. La chica pertenecía a una familia multitudinaria de vascos
del campo, que acogieron al chinito como a un hijo.
El hongkonés tenía
a su extensa familia del otro lado del planeta, pero había encontrado lugar,
solito, en otra parentela de la que cada año nacían varios niños y cuyas
fiestas se alargaban sin límite.
De esa época feliz
nacieron dos hijos, Ana Luis y quien esto escribe.
Ng Ping-Yip,
originario de Hong Kong, se hizo un nicoleño hecho y derecho. Iba a cazar
perdices, comía asados en la casa del Dr. Brenna en una de las islas
Lechiguanas, jugaba al tenis en el Lawn-Tennis Club, llevaba los hijos a la
escuela.
Era el supervisor
del turno nocturno de la fábrica ESTELA.
En una inundación
del río Paraná ayudó a rescatar a su suegro, que se negaba a abandonar la casa.
Alquiló un
colectivo y llevó a toda la familia a otra ciudad, donde se casaba un cuñado.
Tomaba vacaciones
con su familia en la Villa General Belgrano, del Valle de Calamuchita, en
Córdoba.
Con su mujer vieron
en un enorme televisor en el living, la llegada del hombre a la Luna, las
peleas de Ringo Bonavena y los Sábados Circulares de Pipo Mancera.
Era hincha de River.
Le gustaba Di Palma. Escuchaba a Jorge Cafrune.
Tomaba mate con su
suegra, doña Luisa.
Le decían Pényu.
Sólo cuando me puse a aprender chino, de grande, supe que ese nombre, que en
realidad es péng you, significa
“amigo”.
Aquella vida llegó
un día a su fin.
Hongkonés al fin,
dispuesto siempre a pagar el precio necesario del progreso, puso rumbo a Nueva
York.
La pequeña valija
de cuero que había llegado de Hong Kong 20 años antes formaba parte de la pila
de bártulos de la mudanza desde San Nicolás a los Estados Unidos.
En un departamento
de la calle Mulberry, en el Barrio Chino del Lower Manhattan, esperaría a los
nicoleños el viejo Ng Liu-Ko, con su esposa y el resto de sus hijos.
La sangre
hongkonesa se reuniría, con la Estatua de la Libertad de fondo.
No fue hasta 40
años después que pude conocer Hong Kong.
Ya maduro como
periodista, establecí en Buenos Aires el proyecto Dang Dai, de comunicación
entre Argentina y China.
Es el primer medio
dedicado al intercambio cultural entre los dos países.
Y es la manera que
he encontrado de trabajar con mis manos, fuera de mí, los cabos que tengo
sueltos en mi interior.
El desarrollo del
proyecto Dang Dai hizo indispensable que yo conociera China y planifiqué un
viaje exploratorio, de dos meses por 14 ciudades, del extremo Sur al extremo
Noroeste, al extremo Este.
Y empecé por Hong
Kong.
El año pasado un
avión de Turkish Airlines me llevó de Buenos Aires a Estambul, y de Estambul a
Hong Kong.
Caminé por las
calles de la infancia de mi padre.
Contemplé, flotando
en las aguas, el reflejo de los rascacielos de vidrio y acero que él nunca vio.
Miré a los ojos a
la gente.
Su gente.
Mi gente.
Una parte de mí
estaba de regreso.
Gustavo Ng
Buenos Aires, septiembre de 2016