Casi nunca veo a mi
primo Alberto, pero los otros días vino porque me regalaron unos trajes y le
dije que se probara si alguno le quedaba bien. Su hermana Estelita aprovechó y
vino también.
Un traje le quedó
bastante bien, aunque el saco le apretaba si se lo abotonaba. Nos reímos con
Estelita de que estuviera gordo. Siempre fue flaquito, pero con los años le
vino una panza. Lo mismo se llevó el traje.
Estelita trajo una
montaña de medialunas, tomamos mate y charlamos de nuestra familia. Muy poco de
lo que queda, porque queda poco, y mucho recordando el pasado y los muertos.
Pasamos una linda
tarde, los tres primos. La misma sangre, el mismo apellido.
Luego se fueron,
cada uno a su casa. Estelita tenía que hacer la cena, Alberto vive lejos y al
otro día se levantaba temprano para trabajar.
Los acompañé hasta
la esquina, luego volví a mi departamento. Quedaban medialunas, sobre la mesa
estaba el termo y el mate. Me cebé uno más. Estaba ya muy tibio; mientras
pensaba que no debí tomarlo, miré los trajes. No se notaba que Alberto se había
llevado uno.
Uno no sabe cuán
solo está hasta que se va la gente. Luego
lo olvida apenas se pone a hacer algo. Siempre hay mucho que hacer. No alcanza la vida.
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