La persona con la que
estaba hablando le preguntó algo.
¿Estaba hablando
con un hombre o una mujer?
Esto es igual que
un sueño, pensó. Uno sabe que está con alguien, a veces claramente identifica
quién es, a veces no sabe nada de esa persona.
— ¿Por qué? —oía
que le estaba preguntando.
¿Por qué, qué?, pensó.
— ¿Por qué pusiste tu
corazón en todo lo que hiciste, Roxana?
— ¿No era lo que se
supone que debía hacer? ¿No pedía Jesús que amáramos, y que le dejáramos a Dios
lo demás?
— No fuiste
prudente.
— ¿Debía serlo? ¿Cómo
se entrega uno al amor, con prudencia?
— Las consecuencias
fueron muy malas, a veces.
— Eso es lo que
decidió Dios, ¿o no?
— ¿No tiraste sobre
los hombros de Dios aquello de lo que debías responsabilizarte vos?
— Cada vez que me
arrojé sabía que nos arrojábamos juntos.
— ¿Quiénes?
— Dios y yo.
— Nunca pensaste
mucho en Dios, y ahora hablás como si hubieses sido una mística perfecta.
— Lo digo ahora. No
pensaba en Dios en ese momento, sino que pensaba en la gracia. Si algo valía mi
arrojo, el acto era jubiloso. ¿Qué es Dios, sino el júbilo de amar, sin prestar
atención a las consecuencias?
— Hace un rata
estabas quejándote. Terminaste sola, te mataste.
— Es cierto. ¿Qué
puedo decir?
— Nada. Está bien. Esto
es el Cielo. Así es el Cielo.
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