Me crió mi abuela. Todo
el tiempo jugábamos. Me encantaban los juegos relacionados con nuestros cuerpos.
Las yemas de mis dedos se arrugaban cuando yo estaba mucho tiempo en el agua,
pero las suyas ya estaban siempre arrugadas, ella sonreía ante los hoyitos de
mis manos donde debía haber nudillos, me fascinaba la blancura de su pelo, su
gran nariz, nos divertía el serruchito en que terminaban mis dientes y los
enormes vidrios de sus anteojos.
Sus pulgares eran
muy arqueados, y en cambio los míos eran rectos.
“Así los tenía tu
abuelo, me decía, porque era herrero”. Me explicaba que eran necesarios los
pulgares rectos para martillar bien el hierro.
También: “su papá
había sido herrero, y su abuelo. En Galicia tenían una herrería desde antes de
que se hiciera el pueblo”.
Me casé muy joven.
Mi suegro tenía un Siam Di Tella. Era un auto magnífico, con unas chapas que conformaban
una carrocería de toneladas, todo entero de puros hierros carnosos como ramas,
con las varillas más finas gruesas como un dedo pulgar.
Un día mi suegro lo
estaba arreglando, se le zafó el gato y el coche se le cayó encima. Tenía una
gran distancia entre el motor y el suelo, pero mi suegro era enorme, y el motor
le aplastó el pecho y le hizo crujir las costillas.
Mi suegro estaba
muy orgulloso de ese auto. Era pura nobleza. Si lo empujabas diez metros,
tomaba una inercia que lo hacía andar una cuadra.
Esa nobleza se la
daban los hierros.
Mi abuelo y mi
suegro se llamaban Emilio.
Yo también, pero
ellos estaban machacados, tenían cicatrices graves, estaban todos marcados por accidentes
y quebrantos, y en cambio yo nunca dejé de jugar en un lugar seguro.
Ahora que han metido
hierro en mi cuerpo — el cuerpo que se iba a morir virgen, inmaculado,
intangible—, mi mente se parece a una tropilla de caballos aterrorizados por
una bestia sanguinaria, que bate sus alas sobre ellos en mitad de la noche
negra.
Es un hierro no muy
grande, al que han adherido los pedazos de un hueso mío con nueve tornillos.
Es pequeño, pero me
apunta al cuello, de abajo hacia arriba, como un cuchillo que quiere
degollarme.
Y me va a apuntar
hasta el día en que me muera.
Además, podría
calentarse donde haya ondas de determinada frecuencia, y podría atraer a los
rayos, y podría liberar algunos iones que modificarían la química de mi fisiología.
Si todo eso fuera
pura fantasía, no es fantasía que el hierro introduce cambios en la mecánica de
mi estructura ósea.
Ya no soy yo, con el hierro injertado con nueve clavos en mi pecho.
Soy una especie de
cyborg muy primitivo, un cyborg de la era del hierro, de cuando estaba la
herrería sola en un lugar de Galicia, sin casas cerca, con un nido de cigüeñas
en el techo.
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