En aquella época mi familia era cuantiosa. Los hermanos más
grandes de mi mamá aún no empezaban a tener nietos, los más jóvenes recién se
casaban y los del medio tenían niños chicos. Y eran quince hermanos.
Aquella Navidad los chicos éramos un tropel de cabras que
todo lo atropellaba, mientras mis tíos y tías gritaban hablando de política y
de autos, bebían, llevaban y traían fuentes de ensalada rusa, de vitel toné, de
cerdo trozado, con la música fuerte, con parientes políticos y amigos
incorporados, que sumaban a la multitud.
Aquella fiesta de Nochebuena se hizo en mi casa. Mi madre,
mi tía Chela y mi padre se pusieron la fiesta al hombro.
Fuimos muy felices.
Mi padre, a la sazón, chino. Pero la Navidad licuaba todo.
Allí estaba mi padre bailando la tarantela como un siciliano, rojo porque la
sidra le ponía la cara roja, a las carcajadas, enganchándose del brazo con mi
tío Horacio, rudo domador de caballos, con la vecina doña Esther, con mi abuela
Luisa.
A la media noche se dispuso el rito de la llegada de Papá
Noel. Se calló la música y se apagaron las luces. Los grandes crearon misterio,
los chicos nos fuimos acallando, más asustados que felices. Sólo alumbraban los
pestañeos incansables de las luces de colores del árbol de Navidad.
Todos nos apretamos en un patio al que daba una pared muy
alta.
“Miren ahí”, dijo mi padre y comenzó a alumbrar con la
linterna la parte alta de la pared. Una escalera apareció y poco después,
contra el cielo, ante nuestro terror y nuestra maravilla, se materializó
milagrosamente Papá Noel, con su traje rojo que brillaba, su abultada barba,
sus botas negras, su bolsa de regalos y una campanita.
Gritó algo mientras mi padre le alumbraba la cara, pero no
entendimos que decía.
Observé a mi tía Teresita y a mi prima Carmencita, que se
reían mucho. Los grandes estaban divertidísimos, mientras los chicos estábamos
azorados, sin darnos cuenta de lo parecido que era a César, el hermano de
nuestro vecino don Oscar, famoso borrachín a quien invariablemente se
encontraba en el Club Social Mitre, jugando al truco, siempre con una copita
llena, a media, vacía u otra vez llena de grapa.
En algún momento empezó a crecer un murmullo de los grandes
que hablaban en secreto y se escapaban algunas risas y gritos: Papá Noel se
disponía a bajar. Parecía haber un problema porque la escalera no llegaba hasta
el borde superior de la pared, sino que quedaba bastante abajo y Papá Noel
estaba haciendo unas maniobras penosas, apoyado de panza contra el filo de la
pared, tratando de alcanzar la escalera con la punta de su bota.
“Esperá Papá Noel”, gritó mi padre, candidato a héroe
silencioso, y trepó a la escalera para asistirlo. Así, lentamente, Papá Noel
fue bajando, abrazado a un chino, con la barba toda para un costado, el
cinturón a la altura del pecho y la cara chorreando de sudor, abrigado como
estaba en los 33 grados de la Navidad del sur.
Las mujeres lo sentaron en una silla, Papá Noel pidió “algo
de tomar”, le hicieron el chiste de llevarle Coca Cola mientras festejaban a
las risotadas, y comenzaron a llevarle bolsas, para que sacara de ellas regalos
y se los diera a quien correspondiera, según la etiqueta. Mis tías Irma y Chela
le iban alumbrando con la linterna y le susurraban el nombre que él gritaba.
Poco a poco todo el mundo se fue llenando de regalos y
apenas hubo terminado Papá Noel de repartir los regalos, ya sonada un pasodoble
a toda orquesta y ya volaban los platos con turrones y con frutas secas, y
sonaban los corchazos de las sidras.
Vi a Papá Noel en la mesa, encorvado, tomando algo con mi tío
Tito y otros apasionados por las carreras de autos, y me olvidé de él.
Sólo lo recordé más tarde, cuando lo encontré durmiendo,
derrumbado en un sillón del living.
Las luces del árbol de Navidad le iban cambiando de color la
cara.
Era asombrosamente parecido a Cesár, el hermano de don
Oscar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario