Ya es un clásico el escándalo que afecta a extranjeros y
conservadores argentinos por igual ante la costumbre de que los hombres
argentinos se saludan con un beso.
La costumbre, que se extendió en los años 80, un poco
como “destape” de la dictadura del 76, se montaba sobre la tradición de los besos
generalizados entre hombres y mujeres, entre mujeres, adultos y niños, sólo
exceptuando el trato muy formal, aunque incluso avanzó sobre ese segmento.
Los escandalizados de que los hombres empezaron a darse
besos en lugar de darse la mano, no observaron, sin embargo, que el beso no es
real.
No es realmente un beso, sólo se trata de un arrime de
cachetes derechos, sin contacto. Quizás todas las relaciones sociales serían
diferentes si hicieran contacto los labios de una, uno, con la piel de la cara
del otro, la otra.
Cuando esto pasa, excepcionalmente, por algún motivo
especial —alguien demasiado sensual, o muy entusiasta, o un extranjero o
alguien que no entiende el código hipócrita—, las personas quedan algo turbadas,
quizás un poco asqueadas, tanto como el extranjero o conservador que observa la
costumbre desde lejos.
Podría especularse sobre el trato social que propone y la
distancia social que establece este beso simulado, hipócrita; el beso pantomima,
la parodia de beso.
Podría hacerse el ejercicio de conjeturar qué va a
ocurrir a partir de la imposición de una distancia tal que los besos, incluso estas
caricaturas, farsas, remedos de besos queden desterrados.
¿Aparecerán besos reales como signos de la resistencia?
¿La prohibición de tocarse finalmente sincerará las cosas
y ya no hará faltar hacer como que se da un beso?
¿La gente sufrirá por no poder arrimar sus cachetes, y
esto tendrá consecuencias en la amistad, la familiaridad y la solidaridad?
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