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martes, 2 de junio de 2020

No me simpatizas


Mi amiga Margarita una vez se puso de novia con un primo suyo.
Esto pasó hace mucho tiempo.
Se habían divertido mucho juntos cuando eran chicos, pero luego la familia del primo se mudó a Córdoba y no se vieron más hasta los veintipico. Cuando se reencontraron, flashearon.
El pibe era una luz de energía, simpatiquísimo, se compraba a todos, tenía una onda bárbara.
Pero no pasó una semana, que le pegó a Margarita.
Margarita se puso un toque arriba de la situación; imitando a la Chilindrina, le dijo “no me simpatiiiiiiiiiiizas”, y no lo vio más. El tipo se volvió loco, pero ella había cancelado todo para siempre.

Hace un tiempo descubrí que los motores que mueven la vida de los chinos son la ambición por estar mejor y el miedo a la muerte. ¿Qué muerte? La pobreza hasta morirse de hambre.
Tal vez un eco del ronquido del segundo motor me llegó por mi padre chino. Lo cierto es que siempre tengo una especie de alerta, alguien que todo el tiempo me dice “no pierdas de vista el refugio”.
Y no lo hago, en toda situación considero la peor hipótesis, y me preparo para asumirla en el remoto caso de que ocurra.
Si me voy a navegar, por ejemplo, considero que el barco o la canoa, se puede hundir, y entonces evalúo qué sería lo mejor para hacer en ese caso.
Si considero mi vida como mi gran situación, mi refugio es la miseria. O sea, pienso qué me conviene hacer si cayera hasta una pobreza en la que moriría de hambre.
Defiendo este ejercicio. Creo que quien da por garantizadas todas las condiciones de su vida corre el riesgo enorme de ahogarse ante la zozobra de que le falten.
Pienso en morirme de hambre en un sentido literal, pero también figurado. Antes de llegar a morirme de hambre, hay una larga lista de comodidades en una escalera.
Hace muchos años solté el auto.
Trato de no depender de los “beneficios” que otorgan los bancos, las financiaciones en general, el sistema de salud.
Resisto todo consumismo. Consumo lo indispensable, si puedo, arreglo una prenda en lugar de comprar una nueva.
Resistí siempre a tener jefes que me dictaran cómo vivir, a cambio de poder hacer dinero y comprarme una vida holgada “normal”: casas, una quinta, inversiones, una empresa.
Mi modo de tener a la vista el refugio es vivir con lo básico.
Cuando era chico tenía recurrentemente la pesadilla de que me caía en la mitad de la calle; en ese momento aparecía un auto y cuando yo intentaba pararme y salir corriendo las piernas no me respondían o algo las atrapaba. En la larga digestión que hice de esa pesadilla a lo largo de mi vida, se me pegó una frase de la canción Pedro Navaja: “y zapatillas por si hay problemas, salir voláo”. Siempre tengo las zapatillas puestas.

Hace cinco años me cortaron el gas.
El gas era algo dado para mí. O sea, no es que me sacaron algo que era una variante, como una campera de las cuatro que tengo. No: me sacaron algo esencial. No era un beneficio incorporado como algo complementario, sino algo que ya estaba desde el principio.
Fue una gran lección.
Una primera lección, que me hizo pensar lo que estoy diciendo acá.
Tres años después, pasé una temporada en un lugar perdido del interior de China. Con la falta de gas había perdido la ducha, pero en aquel lugar perdí toda agua caliente en un clima gélido, perdí el baño, la comida fue limitada. No probé nada dulce en meses.
O sea, la vida me estaba regalando una ayuda a mi empeño por evitar reblandecerme. Como los cubanos y los israelíes, que una o varias veces al año, cumplen con dos o tres días de servicio militar.
Afirmé el regalo al llegar, y tomé la costumbre de terminar cada ducha, en invierno o verano, con unos minutos de agua helada, para no olvidarme de que el agua caliente es una comodidad contingente o superflua. Y también para no olvidarme de que hay mucha gente que todo lo que tiene es agua helada y mucha gente que ni siquiera tiene agua.

En este sentido, la cuarentena por la pandemia de COVID19 es como una Navidad. ¡Muchos regalos!
Sin gas, cocino en un horno microondas que le compré por pocos pesos a la abuela de una amiga que lo iba a tirar a la basura. Cocino en una olla de plástico, pero los otros días se rompió, y los negocios que las venden están cerrados.
Algo pasó con mi tarjeta de crédito, que no puedo comprar nada online. Incluso Netflix me canceló la cuenta por el problema con mi tarjeta de crédito.
Internet me deja a oscuras varias veces al día.
Y qué locura que Netflix sea un refugio, me digo. Hay alternativas, pero andan muy mal. Debería confiar sólo en los libros.

Mientras miro cómo avanza el caos en Estados Unidos, me pregunto si eso no afectará nuestro sistema financiero, nuestra economía, nuestra internet, nuestra vida cotidiana.

Me pregunto hasta dónde podemos recular en nuestro refugio.

Algo en mí está diciendo: “no me simpatiiiiiizas”.




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