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lunes, 15 de junio de 2020

Sumergidos


Nadie del grupo de periodistas había buceado antes. El instructor se concentró en la posibilidad de que el miedo nos tensara cuando hiciéramos el descenso. Le vi una sombra de preocupación en la cara. Habló con sus asistentes y luego nos dijo:
— Vamos a ir bajando de a uno. Uno de nosotros los va a acompañar. Agárrense de su brazo. Sólo el brazo, recuerden por favor. No lo agarren de otro lugar ni lo abracen. Van a estar bien. Procuren respirar normal. Si respiran normal van a tener el aire que necesitan. Si se asustan o se agitan se les puede interrumpir la entrada de aire, así que, por favor, respiren con normalidad.
Insistió con la respiración dos veces más, y entonces bajó con la primera periodista, una chica muy gorda, a quien le había costado mucho ponerse el traje de neoprene.
Minutos después uno de sus ayudantes bajó con el hombre grande, luego esperamos media hora hasta que volviera el instructor. Cuando llegó, llevó a bonita.
La siguiente vez me preguntó si me bancaba ir último, le dije que sí, y llevó al chico alto de La Nación y más tarde al fotógrafo del diario cordobés.
Dos horas después de que bajara la primera, fue mi turno.
Cuando nos sumergimos, sentí el repentino frío del agua congelada que entraba por los intersticios del traje. Tuve un escalofrío, pero no duró mucho. Me concentré en respirar con calma.
El instructor me llevaba del brazo. Bajamos unos 15 metros y nadamos contra el fondo. Las patas de ranas multiplicaban mi esfuerzo de modo increíble. La luz llegaba bien hasta allí aunque el agua estuviera turbia. Una multitud de placas blancuzcas la reflejaban en el fondo. Observé las placas: eran piedras. Entre ellas había un mundo de algas, y entre las algas nadaban peces.
El frío se me había pasado y el mundo que me rodeaba me resultó hermoso. La falta de gravedad, la densidad del agua, la luminosidad mágica, la lentitud, todo se me hizo familiar a los pocos minutos. Apareció un mero gigante, nadando a nuestra altura, viniendo en línea recta a cruzarse con nosotros. Iba tranquilo y oscuro, mirándonos. Cuando llegó cerca se desvió apenas hacia arriba. Con mi mano le toqué la panza y no me hizo caso. Sentí una paz enorme. Era como si me hubiera drogado.
Cuando llegamos a una plataforma donde estaban los demás, ya tenían un bote semirrígido para partir. Subieron todos y cuando iba a subir yo, el instructor me detuvo. En voz baja me preguntó al oído:
— Te dormiste cuando veníamos, ¿no?
Admití que sí.
Habló por un intercomunicador y le dijo algo al ayudante, el ayudante piloteó el bote alejándose en dirección a un peñón que se erguía negro en el horizonte de agua.
— Estuviste muy tranquilo. Quiero mostrarte algo, ¿te animás?
— Sí —le dije, y volvimos a sumergirnos.
Buceamos hasta una especie de valle. Llegamos un lugar en que la luz era más fuerte y todo era como una nube. En el fondo había una sucesión de largas fosas paralelas. Cerca de una angosta, de unos tres metros de ancho, me hizo señas para que nos metiéramos. Luego me dijo que esperaríamos allí. Mi interior estaba tan apaciguado como cuando era chico y pasaba las tardes con mi abuela. Al rato me quedé dormido.
El instructor me despertó apretándome levemente el brazo. Lo miré para saber qué pasaba y me señaló en una dirección. Algo de un tamaño descomunal se acercaba. Pensé que me había llevado al lugar por donde pasaba uno de los barcos que surcan el golfo llevando turistas para que observen a las ballenas. Luego descubrí que lo que se acercaba lentamente, pero no tan lentamente, era una ballena.
No tuve miedo, pero su tamaño era aterrador. Había algo muy diferente del mero. La ballena no era un ser automático. Sentí que tenía voluntad. Sentí que hacía las cosas porque tenía un por qué. No podría decir cómo, pero tuve la certeza de que nos había percibido.
Se fue, pero al rato volvió, y entonces vino otra, desde otro lugar. Y entonces ocurrió algo increíble: empezaron a pasar una y otra vez sobre nosotros. Cuando una estuvo cerca, descubrí que con su ojo nos miraba. Fue algo hermoso y estremecedor. Sentí que hicimos contacto. Su mirada revelaba entendimiento. Casi sentí que podíamos comunicarnos. Allí adentro de la fosa, en el fondo del mar, me puse a llorar.
Cuando volvimos a la plataforma, el instructor me preguntó si había visto cómo nos habían mirado.
— No estamos solos —me dijo.
 









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