El casamiento de Daniel y Laurita no solamente fue una de
las fiestas de casamiento más inolvidables que me tocaron, sino uno de los
momentos mayores de mi vida.
Llevaron un cargamento de tequila, algo así como un container
secuestrado cuando estaban por subirlo en un barco hacia China, y entonces cada
una de las decenas de mesas tenía canilla libre de botellas de tequila.
Diría que eso, para empezar.
En un momento, no diría que avanzaba la fiesta, porque
todavía era plena luz del día, estábamos abrazados a unos mariachis cantando a
viva voz con ellos, de repente un blanco gigante como un marine de civil, un
chiíta y otros teníamos camisetas de Boca y saltábamos cantando una canción de
la cancha; más tarde una multitud hacía una ronda alrededor de Ponchito y de
mí, porque habíamos descubierto que, él tapatío, yo argentino, nos parecíamos como
dos gotas de agua y nos topábamos las grandes panzas, al son de la música.
Episodios así, que no recuerdo, sino que puedo referirlos porque los vi en las
fotos.
Lo que sí recuerdo bien es que también a hora muy temprana,
miré abajo de una mesa, y había muchos zapatos.
Arriba de la mesa había muchas botellas de tequila y abajo,
muchos zapatos.
Entre los zapatos, estaban los míos. Cuando un perro apareció
de la nada y raudamente eligió un fino zapato dorado con un alto y fino tacón
aguja, y salió corriendo con el zapato en la boca, me reí a carcajadas, feliz
de que todo el mundo se sintiera tan cómodo que había arrojado los zapatos ahí
para irse a bailar en patas.
Quizás este pensamiento está nutrido por la cuarentena.
Tengo 60 años, me estoy enterando de que no voy a vivir eternamente, y me
entran unas ganas de dejar los zapatos ahí abajo de la mesa y olvidármelos, o
que se los lleve el perro.
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