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jueves, 3 de septiembre de 2020

Ángeles

La maestra tuvo que poner mucho empeño para que el discípulo aprendiera a abrir un instante de perfecta contemplación ante las demás personas.

Primero lo entrenó para que descubriera en cada persona un enigma, un misterio que nunca podía ser develado.

Luego, le enseñó a transformarse en la persona con la que trataba.

Finalmente, lo instruyó para que encontrara dentro de cada persona con la que hacía contacto, el cotidiano eterno.

Su abuela vivía eternamente en una mañana de sol. En su mente, el discípulo abría la ventana, se maravillaba ante un nuevo día y veía a su abuela colgando la ropa. Su abuela lo miraba cada vez con la misma sonrisa de un amor limpio.

A su amigo Juan siempre lo encontraba en su gomería, tomando mate y charlando con el Gallego González y el viejo Gareca.

Si caminaba hasta la esquina veía venir al barrendero, cuyo nombre no sabía, con su mameluco anaranjado, que respondería a su saludo.

En cualquier momento que la necesitara, podría llamar por teléfono a Verónica y ella lo atendería. Estaría en su taller de veladores. Mientras trabajaba, podía hablar con él sin otro límite que cansarse de hablar.

Así, descubrió que cada persona era también un ángel. Y no es que eso lo hiciera sentirse menos solo —porque entonces supo que él era la única criatura mundana—, pero ganó una dimensión parecida al Cielo.


 

 

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