Si muriera hoy y pudiera elegir el epitafio en mi tumba, diría:
Escribió un libro, con el que le tocó el alma a cuatro o cinco personas.
Tuvo una hija maravillosa.
Eso fue todo.
Ligeras anotaciones que hace Gustavo Ng de asuntos que piensa o encuentra escritos en libros mientras va en colectivo y luego comenta con tal o cual persona.
Si muriera hoy y pudiera elegir el epitafio en mi tumba, diría:
Escribió un libro, con el que le tocó el alma a cuatro o cinco personas.
Tuvo una hija maravillosa.
Eso fue todo.
Pensar las circunstancias en que se desarrollan nuestra vida es una manera de ganar poder de decisión sobre nuestras vidas.
La pandemia de COVID19 es la gran circunstancia actual.
Quiero compartir algunas impresiones de un artículo del antropólogo canadiense Wade Davis que tuvo mucha repercusión, especialmente en Estados Unidos. Seguramente muchos de ustedes lo habrán leído.
Discrepo con casi todos los fundamentos ideológicos de este hombre, pero coincido en la construcción de gran parte de los datos que presenta.
Lo que Wade observa de la pandemia es el modo en que revela “el desmoronamiento de América” (Estados Unidos). Ese es el título de su trabajo, publicado en agosto del año pasado en la revista Rolling Stones.
Observa que el COVID-19 ataca “los cimientos culturales de nuestras vidas, la caja de herramientas de la comunidad y la conectividad que es para el ser humano lo que las garras y los dientes representan para el tigre.”
Anticipa que “la importancia histórica de COVID no radica en lo que implica para nuestra vida diaria”, porque “la gente se adaptará, como siempre lo hemos hecho. La fluidez de la memoria y la capacidad de olvidar es quizás el rasgo más inquietante de nuestra especie. Como lo confirma la historia, nos permite aceptar cualquier grado de degradación social, moral o ambiental.”
En cambio, habla del “impacto absolutamente devastador que la pandemia ha tenido en la reputación y el prestigio internacional de los Estados Unidos de América.”
“COVID ha reducido a jirones la ilusión del excepcionalismo estadounidense”, dice y revela que “los estadounidenses se encontraron miembros de un estado fallido”.
Ofrece este fuerte argumento: “Por primera vez, la comunidad internacional se sintió obligada a enviar ayuda humanitaria a Washington. Durante más de dos siglos, informó el Irish Times , ‘Estados Unidos ha provocado una amplia gama de sentimientos en el resto del mundo: amor y odio, miedo y esperanza, envidia y desprecio, asombro e ira. Pero hay una emoción que nunca se ha dirigido hacia Estados Unidos hasta ahora: lástima’. Mientras los médicos y enfermeras estadounidenses esperaban ansiosamente el transporte aéreo de emergencia de suministros básicos desde China”.
A partir de esta afirmación, hace un repaso del ascenso que había tenido el imperio norteamericano durante el siglo XX.
“A raíz de la guerra, con Europa y Japón en cenizas, Estados Unidos con solo el 6% de la población mundial representaba la mitad de la economía mundial, incluida la producción del 93% de todos los automóviles. Tal dominio económico dio origen a una clase media vibrante, un movimiento sindical que permitió que un solo sostén de familia con educación limitada tuviera una casa y un automóvil, mantuviera una familia y enviara a sus hijos a buenas escuelas. No era de ninguna manera un mundo perfecto, pero la abundancia permitía una tregua entre el capital y el trabajo, una reciprocidad de oportunidades en una época de rápido crecimiento y disminución de la desigualdad de ingresos”.
Desde aquel momento que considera de esplendor, comenzó la decadencia que revela hoy la pandemia. Una de las bases del ocaso es que desde aquel momento Estados Unidos mantuvo su belicosidad a escala planetaria.
“Las tropas estadounidenses están desplegadas en 150 países. Desde la década de 1970, China no ha ido a la guerra ni una sola vez; Estados Unidos no ha pasado un día en paz. El presidente Jimmy Carter señaló recientemente que en sus 242 años de historia, Estados Unidos ha disfrutado de solo 16 años de paz, lo que la convierte, como escribió, en "la nación más belicosa de la historia del mundo". Desde 2001, Estados Unidos ha gastado más de $ 6 billones en operaciones militares y guerras”.
Y “mientras Estados Unidos vigilaba el mundo, la violencia volvió a casa. El día D, 6 de junio de 1944, la cifra de muertos aliados fue de 4.414; en 2019, la violencia doméstica con armas de fuego había matado a tantos hombres y mujeres estadounidenses a fines de abril. Para junio de ese año, las armas en manos de estadounidenses comunes habían causado más bajas que las que sufrieron los aliados en Normandía en el primer mes de una campaña que consumió la fuerza militar de cinco naciones.”
Además de su construcción como Nación guerrera, Wade encuentra que el hundimiento de los Estados Unidos como imperio y como nación líder del mundo está profundamente relacionado con la apoteosis del individualismo.
“Más que cualquier otro país, los Estados Unidos en la era de la posguerra enaltecían al individuo a expensas de la comunidad y la familia”, asegura, y explica que “lo que se ganó en términos de movilidad y libertad personal se produjo a expensas del propósito común.”
El desbalanceado peso del individualismo explica la ausencia de compensaciones en la distribución de los bienes. “En la raíz de esta transformación y declive se encuentra un abismo cada vez mayor entre los estadounidenses que tienen y los que tienen poco o nada. Las disparidades económicas existen en todas las naciones, creando una tensión que puede ser tan perturbadora como injustas las desigualdades. En cualquier contexto, sin embargo, las fuerzas negativas que desgarran una sociedad se mitigan o incluso se silencian si hay otros elementos que refuerzan la solidaridad social: la fe religiosa, la fuerza y la comodidad de la familia, el orgullo de la tradición, la fidelidad a la tierra, un espíritu de lugar.”
“El culto estadounidense al individuo”, agrega, “niega no solo la comunidad, sino la idea misma de sociedad. Nadie le debe nada a nadie. Todos deben estar preparados para luchar por todo: educación, refugio, comida, atención médica. Lo que toda democracia próspera y exitosa considera derechos fundamentales: atención médica universal, acceso equitativo a una educación pública de calidad, una red de seguridad social para los débiles, los ancianos y los enfermos, Estados Unidos lo descarta como indulgencias socialistas, como si fueran tantos signos de debilidad.”
Wade sostiene que hoy “se demuestra que todas las viejas certezas son mentiras”, que “la promesa de una buena vida para una familia trabajadora se hace añicos” y “las fábricas cierran y los líderes corporativos, cada día más ricos, envían trabajos al extranjero”. En estas circunstancias, “el contrato social se rompe irrevocablemente. Durante dos generaciones, Estados Unidos ha celebrado la globalización con una intensidad icónica, cuando, como cualquier trabajador o trabajadora puede ver, no es más que capital al acecho en busca de fuentes de trabajo cada vez más baratas.”
Ilustra la injusticia social que socava a la sociedad norteamericana de este modo: “el salario base de los que están en la cima suele ser 400 veces mayor que el de su personal asalariado, y muchos ganan órdenes de magnitud más en opciones sobre acciones y beneficios. La élite del uno por ciento de los estadounidenses controla 30 billones de dólares en activos, mientras que la mitad inferior tiene más deudas que activos. Los tres estadounidenses más ricos tienen más dinero que los 160 millones más pobres de sus compatriotas. Una quinta parte de los hogares estadounidenses tiene un patrimonio neto cero o negativo, una cifra que se eleva al 37 por ciento para las familias negras.”
El antropólogo concluye que COVID-19 “no humilló a Estados Unidos; simplemente reveló lo que había sido abandonado durante mucho tiempo.”
Hasce esta descripción: “A medida que se desarrollaba la crisis, con un estadounidense muriendo cada minuto de cada día, un país que una vez produjo aviones de combate por horas no pudo lograr producir las máscaras de papel o hisopos de algodón esenciales para rastrear la enfermedad. La nación que derrotó a la viruela y la poliomielitis, y lideró el mundo durante generaciones en innovación y descubrimientos médicos, se redujo al hazmerreír cuando el bufón de un presidente abogó por el uso de desinfectantes domésticos como tratamiento para una enfermedad que intelectualmente no podía comenzar. comprender.”
Completa el vergonzoso cuadro refiriendo que “con menos del cuatro por ciento de la población mundial, Estados Unidos pronto representó más de una quinta parte de las muertes por COVID. El porcentaje de víctimas estadounidenses de la enfermedad que murieron fue seis veces el promedio mundial.”
Así, se llega a un estado que parece difícil de revertir, en el que “Trump es menos la causa del declive de Estados Unidos que un producto de su descenso. Mientras se miran al espejo y perciben solo el mito de su excepcionalismo, los estadounidenses siguen siendo casi extrañamente incapaces de ver lo que realmente ha sido de su país.”
Escuché que muchas personas que se enfermaron de covid19 quedan con la secuela de cierta confusión.
En mi caso, la sensación viene con las palabras “perdí el alma”.
En la enajenación de la fiebre soñé que estaba con otra persona, vagamente conocida. Estábamos en la habitación del sanatorio, en la realidad, pero yo no encontraba dónde teníamos existencia: ni con mis amigos, ni en las cosas que hago, los ámbitos en que me muevo, en Instagram, ni en mi blog, en los cuadernos en donde escribo todo, en una página web, ni en Twitter ni Facebook.
Ese vacío me producía un miedo infinito. Me preguntaba dónde existimos.
Mi racionalidad intentó tranquilizarme diciéndome que estábamos confirmados en el mundo real, pero inmediatamente pensé que el mundo real es la existencia en todas esas instancias.
Inmediatamente después de la pesadilla, la otra persona ha desaparecido.
1. Temas de fondo
Necesitamos pensar temas de fondo, quizás esa es una nave sobre la que vino montada la pandemia.
El tema de la mujer, el odio social, la mentira
generalizada de los medios por lo que conocemos toda la realidad, la pobreza
que no para de crecer, los temas del medio ambiente, los grandes poderes
económicos que disponen de cada aspecto de nuestras vidas, el mundo en el que
van a vivir nuestros hijos.
Son temas de siempre, pero cada vez necesitamos más que
algo nos los ponga frente a frente.
La pandemia nos puso la muerte enfrente. En las semanas previas
a que me contagiara y enfermara pensé mucho en la trampa en que hemos caído con
nuestra medicina por el tema de la eutanasia. La medicina sólo tiene la opción
de mantener vivo un cuerpo, sea como sea, lo cual llega a ser de una perversión
insoportable y deja sola a la persona que sabe que tendrá una muerte horrible ante
la decisión de suicidarse.
No había manera de que yo muriera, pero la infección de
mis pulmones y días de fiebre sin parar me pusieron frente al tema.
2. El sistema de salud
El sistema de salud funciona, pero no se lo puede dejar solo. Recomiendo que repases todo lo que pasaría, paso por paso, si tuvieras síntomas. Yo me confié por completo y por eso fui a parar al hospital.
3. Roommates
En mi habitación tuve bastante suerte con los roommates.
José era un correntino fuerte como un boxeador. Estuvo
una semana con el único síntoma de no sentir olor ni sabor. No lo mandaban a la
casa porque estaba llena de gente. Sin síntomas, tenía la energía intacta y
tenía muchas ganas de charlar. Lo primero que me dijo fue “qué bueno que se
puede hablar con vos, porque el que estaba antes no respondía”. Yo no le había
respondido nada, todavía.
Desbordaba de ganas de que fuéramos amigos. Era de River,
pero cuando vimos el partido de Boca, hinchaba para Boca para que yo fuera su
amigo.
Amaba mucho la televisión, que tenía encendida todo el
día. Así me enteré de que hay un canal argentino que pasa todo el día un
programa en que mujeres supersexies y homosexuales bailan en medio de una
pantalla de psicodelia electrónica, intercalado con juegos como el de la modelo
que más rápido desenrosca un tornillo de un caño y las familias hacen que un
perro atraviese un pasillo en el estudio de televisión entre gritos
enloquecedores.
Una vez que el programa me despertó con sus alaridos y
música, vi que José había puesto sus pies sobre mi cama. Quería mucho que
fuéramos amigos.
Luego llegó el ingeniero del Estado. Era un hombre muy viejo.
Sólo le quedaba un cuarto del pulmón derecho y un tercio del izquierdo; sin
embargo, se recuperó muy bien y se fue.
No usaba celular.
Era realmente tenue. Cuando le iban a tomar la fiebre, no
le encontraban la temperatura. Incluso a veces, de noche, no le encontraban la
axila. Y, por lo menos una vez, no le encontraron el cuerpo.
Finalmente vino Gimli, el de El Señor de los Anillos. Un
tipo muy petiso y muy morrudo que, como José, rebalsaba energía. En ningún
momento de los cuatro días que compartimos el cuarto dejó de hablar por teléfono,
día y noche.
A veces hablaba con su mujer. La frase que más decís era “pero
mirá que sos dura, ¿eh?”
Será la frase que más recordaré de esta internación.
Con todas las demás personas hablaba en grupo.
A veces, para gritar más libremente, se iba a hablar a la
ventana. Muchas veces lo hacían callar de otras habitaciones a la que daba la
ventana.
4. Un largo adiós
Nada me iba a pasar.
Pero había escuchado algunas historias de hombres de mi
condición física y edad que se enfermaron y que terminaban muy mal.
Llegué con la idea de que estaría algunas horas, pero las
horas se hicieron días, y la fiebre no bajaba, y luego comenzó a aumentar, y
entonces aparecieron otros síntomas.
Fue emergiéndome la pesadilla de la puerta de salida que
en un momento estaba al alcance de mi mano, pero entonces se aleja, cada vez
más.
No temí la muerte; en cambio me desesperó no cumplir con
promesas de que nunca le fallaría a algunas personas. Había hecho de esas
promesas mi vida.
No es que esas personas realmente me necesitaran, no son
niños, no están desvalidos, pero es que no fallarles era el principal motivo
por el que estoy vivo.
Me enfrenté con desesperación, aunque quizás también con cierto
alivio, a que un día ya no seré necesario.
Me enfrenté a comenzar, de algún modo, un largo adiós.
5. Apoyos
No me dio de alta la medicina.
No conseguí yo solito salir adelante.
Fueron los amigos los que me rescataron del secuestro de
la enfermedad.
Quedé agradecido profundamente con cada uno que me deseó
el bien.
Uno está vivo sólo si está con otros.
Todo cariño es una bendición, especialmente con el
tratamiento de esta enfermedad tan contagiosa que el aislamiento es extremo.
Incluso las enfermeras evitaban entrar en la habitación salvo que fuera muy
necesario.
Los medios electrónicos representan una gran ventaja en
este escenario, aunque nadie supondrá que suplantan. Sólo compensan en parte la
necesidad humana que tiene el humano de escuchar voces, mirar a los ojos,
sentirse tocado por personas que lo quieren.
Registré las siguientes formas de apoyo, que presento un
poco con la esperanza de que sirvan para quien tenga ganas de tirarle una onda
a quien esté en la situación que estuve.
Apoyo emocional. “Ojalá te pongas bien. Todos acá, la
Tere, Cachito, la tía Zoraida, te mandan muchos saludos y que te recuperes
pronto".
Fue indispensable.
Cadenas de amigos que tiran una onda y cadenas de
oración.
También me dio mucha confianza. Uno tiene la seguridad de
que si algo mala pasara, se armaría una red para buscar una solución.
Pedido de información. Pedido de partes médicos,
exigencia de detalles, demanda de precisión nombres de medicamentos, causas,
pronóstico. Esto es de personas involucradas y responsables, que están diciendo
"voy a evaluar y voy a consultar, y voy a hacer un seguimiento de cómo te
están ateniendo".
Silencio. Para no molestar. Agradecí el silencio de los
que no están cerca, necesité que algunos cercanos me hablaran.
Frases de fuerza motivacional tipo pasacalles, “¡vamos
campeón!“, “¡Falta menos! ¡Vos podés!”, etc.
Algunos pedidos de informe exclusivo. "Te pregunté
cómo estabas y me mandaste el informe público". Siempre hay celos. También
links a lecturas, recomendación de películas, poemas, con reclamo de verlos.
Difícil.
Instrucciones espiritualistas, en general orientalistas,
basados en la energía. Por ejemplo, indicación de “visualizar” cosas del
lenguaje interno de las disciplinas. Prometí que cuando superara todo trataría
de aprender, pero sumergido en la fiebre, no era fácil.
Receptividad. Gente que escuchó lo que tenía para decir.
Personas que me hicieron lugar, intentaron comprenderme, le dieron dimensión a lo que me estaba sucediendo.
Personas que me contuvieron.
Escucharon lo que dije pero también escucharon el tono, y
sobre todo lo que no dije pero quise decir.
Yo decía equivocado, no tenía la mente clara, pero no me
contradijeron, ni me dijeron qué me pasaba, sino que recibieron lo que
desesperadamente yo necesitaba que otro recibiera.
Se dieron cuenta de lo que me estaba pasando.
Estas personas son las que me salvaron.
En ellas uno pude volcar la angustia que tenía contenida
en un embalse negro, que me estaba matando.
Y posiblemente esta sea la manera de poder tomar todo lo
que me pasó con esta enfermedad, que enfrenta con cosas muy feas, y hacer con
ello una nueva posición en la vida.
6. Nada más que la vida
Durante prácticamente toda su historia, la humanidad se preservó de tiranos que gobernaron sobre masas básicamente teniendo líderes guerreros, que demostraban su liderazgo encabezando las batallas. No había manera de que los guerreros sobrevivieran muchos años.
Tal vez esto sucedió generalizadamente, y quizás sigue
sucediendo. Un chico de 15 años, cuyo padre hermanos y tíos entran y salen de
la cárcel, arriesgan todo el tiempo la vida con la policía o con cualquier guardia
de seguridad, o gente de otras bandas enemigas. Ese chico ya está jugado a la
muerte. Puede ser en una familia de Brasil, en el ámbito de la droga en
Rosario, México o de Cali.
Ni qué decir que chicos de 10 años ya están refregándose contra
la muerte en cualquier guerra en África.
Esto nos causa horror, porque hemos desarrollado, superdesarrollado
una ilusión bastante tonta de la vida. Muy funcional al capitalismo, a
propósito.
La vida, como algo bueno en sí, como algo puro, como algo
que debe ser preservado a cualquier costo.
Toda manera de hablar de frente el tema de morir resulta temerario,
necio, negativo.
Es una especie de angelización. La misma actitud
artificiosamente infantil con que se concibe a la naturaleza como una mascota
—acariciemos a los leones porque son buenos, las especies se cuidan entre sí,
dejemos al bebé junto al bullterrier.
La pandemia vino montada sobre la nave que nos conduce a
pensar temas de fondo.
Los días de enfermedad ya pasaron, pero no.
No es “ya está, estás sano, ya está, episodio superado”.
Prefiero que no.
Prefiero saber qué pasó, no haber vivido el riesgo que
viví en vano.
Es bueno aprender.
Hacerse el harakiri es como rasgarse las vestiduras, pero en vez de las vestiduras, uno se rasga las tripas.
Los dos gestos tienen mucho de exageración escénica.
Podría pensarse en la alternativa de identificar una misión en la vida, inventar que uno ha sido enviado al mundo para cumplir una gesta, o una cruzada, inclusive una épica, si uno desfruta del dramatismo de clavarse una espada y revolvérsela, y una vez que la cumplió, devolverle el cuerpo a la naturaleza de donde provino.
Sería una especie de eutanasia, si se da el caso de que el cuerpo sigue vivo, después de que uno haya finalizado su misión.
Aunque podría ser que en la hora de la muerte, aún no la haya acabado, y entonces no habría absolutamente nada del dramatismo del harakiri y el rasgarse las vestiduras.
Mi mamá cuidaba como a un bebé de 93 años a su hermana, una mujer inmensa que casi había perdido la consciencia y pasaba la vida en una cama.
Cuando la hermana murió, mi mamá se quedó sin saber qué hacer.
Le hablé de unas monjas que yo había conocido, enfermeras revolucionarias que tenían una casa en Pichanal, Salta, para atender a la gente wichí de un barrio que la pasaba muy mal.
Le pregunté si no quería ir con ellas.
Mi mamá me preguntó mucho, se entusiasmó, pero ya no pudo salir de su vida.
Ella tenía más o menos la edad que tengo ahora, 65 años.
Me pregunto qué haría yo si estuviera en esa situación.
1. La Navidad entre los Ng
Nuestro apellido es 伍.
Al ser transcripto al alfabeto latino ganó dos modos: Ng, en cantonés, y Wu, en mandarín.
Cuando en Argentina digo que mi apellido es Ng, las personas quedan descolocadas y naturalmente tienden a pensar que es tan excepcional, que los Ng no superaremos los 20; sin embargo, en China me dijeron que superamos los 50 millones.
Imagínense, una Argentina entera de Ng.
Proviniendo de cantoneses, me tocó el Ng. En cambio a Zhenguan, le tocó Wu.
Yo nací en Argentina, pero Wu Zhenguan nació en Guilin, capital de la Región Autónoma de Guangxi.
Guilin está dentro de uno de los paisajes más hermosos del planeta, allí donde las montañas son altas, redondeadas, cubiertas de un grueso manto vegetal y están siempre un poco veladas por la niebla tibia del trópico. Los cursos de agua corren en todas direcciones, nutriendo arrozales de verde intenso. De allí llegó Wu Zhenguan, a quien rápidamente le pusieron de nombre Juan, y de quien me hice amigo.
— Tenemos el mismo apellido, ¡somos primos! —bromeó él, buscando que fuéramos más amigos de lo que éramos.
Con los años, muchas de nuestras conversaciones me sirven para captar la interculturalidad entre China y Argentina. Estos días tuvimos este diálogo:
Gustavo Ng: Juan! Qué hacés? Cómo pasaste Navidad?
Wu Zhenguan: Hola primo.
Gustavo Ng: Mi papá me preguntó si tu mamá estaba en Argentina.
Wu Zhenguan: Na. Ni puede venir.
Gustavo Ng: Ustedes festejaron Navidad?
Wu Zhenguan: Si.
Gustavo Ng: Cómo festejaron? Sólo vos y tu esposa?
Wu Zhenguan: Con los cuñados. Y los hijos de ellos.
Gustavo Ng: Ah, estilo argentino!
Wu Zhenguan: Si
Gustavo Ng: Había arbolito?
Wu Zhenguan: Si. Más simple.
Gustavo Ng: ¿Qué cocinaron?
Wu Zhenguan: Asados
Gustavo Ng: ¿Hubo regalos?
Wu Zhenguan: No. Jugaban Playstation
Gustavo Ng: Pan dulce, turrón, sidra?
Wu Zhenguan: Esas no
Gustavo Ng: Hay que incorporar la costumbre de los regalos, primo!
Wu Zhenguan: Jaja. Para el año que viene.
Gustavo Ng: ¿Sólo asado o comida china?
Wu Zhenguan: Asados. Estilo chino.
Gustavo Ng: ¿Cómo es el asado estilo chino?
Wu Zhenguan: Muchos condimentos.
Gustavo Ng: Qué cortes de carne?
Wu Zhenguan: Brochetes. Chiquitas. Con ajos ajis. Pollos. Alas. Tofu. Y un poco asado de cerdo.
Gustavo Ng: Tofu asado?
Wu Zhenguan: Si. Es más rico que carne.
Gustavo Ng: Brindaron a medianoche?
Wu Zhenguan: Nadie toma. Pero con gaseosa si.
2. El sol sale en Mar del Plata
La mayor parte de los chinos viven en la franja este de China, que representa menos de un tercio de la superficie de país. Desde esa franja hacia el oeste, comienzan los territorios desiertos. Como la pampa argentina, el vacío está poblado de ánimas y leyendas. De la misma manera en que los malones fantasmas levantan polvaredas en nuestros horizontes circulares, en algún lugar insospechado de la provincia de Xinjiang se erigen torres titánicas y murallas gigantes de barro, que pertenecieron a reinos ancestrales cuyos descendientes se han mezclado hasta perderse entre la población actual.
Una de las ciudades de ese oeste remoto es Lanzhou. Está asentada a lo largo de un valle y sus habitantes cultivaron durante siglos las montañas que lo cierran, hasta agotarlas. Entonces, se hicieron eternas las terrazas de cultivo secas como el escenario que contiene a Lanzhou. Era como anfiteatro, con las gradas esperando a que fueran a sentarse los dioses que contemplarían el espectáculo de la vida humana en la ciudad.
Todo el tiempo el viento soplaba el polvo de las terrazas exánimes sobre las casas, los parques, los templos, los mercados y las escuelas de Lanzhou. Cuando la conocí, pasaban todo el tiempo camiones hidrantes regando el aire con nubes de rocío. Eso está cambiando aceleradamente desde hace cuatro años, cuando el Gobierno mandó a los soldados a plantar pinos en aquellas terrazas eternas. Muy pronto se habrá conseguido el milagro de que Lanzhou esté envuelta en un pinar que le dará frescura y aire limpio, como Bariloche o como Ushuaia. Será otra de las leyendas del oeste.
Cuando fui por primera vez, me recibieron en su casa Feng Zheng y su esposa, dos personas encantadoras. Llegué a ellos por su hijo, Polo, que vivía en Argentina y éramos amigos.
De manera que Polo, un chico universitario, había llegado a Argentina no sólo desde China, el país más lejano del planeta para los argentinos, sino desde Lanzhou, que los mismos chinos consideran un lugar tan lejano que pertenece a la zona en que la realidad se confunde con la fábula.
No está sólo. Sus tíos migraron a Mar del Plata. Pusieron un supermercado, les fue bien, pusieron otro, les fue mejor, construyeron cabañas para alquilar a los turistas.
Polo y sus tíos pasaron juntos la víspera del Año Nuevo. Juntos y tan lejos de Lanzhou. Cuando fue la ahora de la salida del sol, fueron a la playa a recibirlo.
Juntos, vieron el primer amanecer del nuevo año.
En Lanzhou, los padres de Polo, en el atardecer de un día de invierno, recibieron esta maravillosa foto al minuto de ser tomada.
A propósito, Polo es un fotógrafo formidable.