De chico viví con la familia china de mi padre en un pequeño barrio de Nueva York, Little Italy. Los edificios de ladrillos con las escaleras de incendio, el vapor que sale de las alcantarillas en invierno, los parques con sus bancos y sus ardillas, los inmigrantes latinoamericanos, los chinos, los negros y los neoyorquinos bien vestidos, las tiendas enormes, el tráfico enloquecido, fueron mi lugar natural. Volví a la Argentina para estudiar en la universidad y durante mucho tiempo, me fue negada la visa para entrar a mi ciudad, a mi casa, a estar con mi padre.
Tras construir una vida entera afuera, pude regresar, en
diciembre de 2013.
Fue una Navidad, que pasé con mi padre, ya cercano a los
80 años, y con su nueva esposa.
#\#>>> Lunes 16, 6.48
La franja anaranjada
Cuando era chico y veía la franja anaranjada en el cielo del atardecer me preguntaba si existiría un lugar donde todo fuera anaranjado. También me preguntaba si existiría un lugar donde comenzara el arco iris.
Papá Noel, El Zorro, Kwai Chang Caine, los Reyes Magos,
la Revolución, etcétera, etcétera. Patrañas.
Sin embargo en este momento, en el avión a 10 kilómetros
de altura, entre un mar de pasajeros dormidos, acabo de ver por la ventanilla
que las nubes están anaranjadas, la chapa del avión se tiñó de anaranjado, el
aire es anaranjado.
Estoy dentro de la franja anaranjada. Lo que veo por la
apretada ventanilla es tan hermoso que unas lágrimas de ácido me corren por el
interior.
#\#>>> Jueves 19, 9.41
El lugar de mi viejo
Mi viejo tiene un local en el Chinatown de Manhattan. Antes era una casa de regalos, uno de esos bazares de los chinos en que se abigarra una variedad infinita de adornos, artefactos, herramientas, alhajas, trastos, juguetes y una multitud de cacharros misteriosos que nadie puede adivinar para qué fueron fabricados. Ni quién podría comprarlos.
De hecho, la cantidad inextinguible de chirimbolos, su variedad inagotable y su aplicación tan enigmática, quizá expliquen por qué los bazares chinos se parecen cada vez más, mientras uno avanza hacia sus fondos, a las cuevas donde los piratas de hace siglos han dejado el caos de sus botines. Al final, se llega a una zona en que casi no penetra la luz y donde brillan unas últimas joyas que perdieron una tarde, jugando, las niñas de la noche de los tiempos.
Pero con decisión moderna, mi viejo dejó atrás aquel
pasado legendario y montó una agencia de lotería. Los timberos entran y se
sientan a mirar una pantalla en la que van apareciendo números. Cada cuatro
minutos suena un trompetazo y los números se hinchan, saltan, cambian de color
indicando que ha terminado la jugada. Los timberos arrojan las boletas del
fracaso al piso y unos pocos han ganado unas monedas que corren a reinvertir en
la próxima jugada. La lotería arroja un nuevo resultado ¡cada cuatro minutos!
Mi viejo llega al local caminando lentamente por las
calles con hielo, desde el estacionamiento donde deja su auto. Pasamos por una
iglesia ortodoxa griega, por un depósito de comida y una ferretería. De la
ferretería sale un amigo con el que mi viejo charla a los gritos durante un
rato. Cuando han terminado mi padre me traduce: él le ha contado que soy su
hijo y que he llegado desde Argentina, y el tipo le ha contado que en
Argentina, cuando hay crisis, saquean los supermercados de los chinos.
Finalmente llegamos a su lugar en el mundo, la agencia de lotería.
En la vereda están los paquetes de diarios que mi viejo
venderá. Él abre la persiana metálica y las puertas, me pide que entre los
diarios, los entro, les corta el cincho, me pide que los acomode en un
exhibidor.
Tiene dos empleadas chinas, una simpática y una reservada. Llegan minutos después de mi viejo, la más simpática con cafés. Le agradezco el mío, trato de charlar un poco, pero no entiende inglés.
Luego nos ponemos a charlar un rato con mi viejo.
Me dice que no puede dejar el negocio porque no sabría
qué hacer. «Me quedaría en mi casa mirando todo el día la televisión».
#\#>>> Viernes 20, 9.18
El que es dos
Yo tenía 10 años en 1973. La calle Mott en la que vivíamos entonces era parte de un barrio mugriento. En los primeros tiempos sufrí la separación de mis amigos de San Nicolás, pero al fin me hice al nuevo lugar, en el que los comerciantes chinos atestaban las calles de pescados y verduras y donde los inmigrantes, pobres y ladinos, daban vuelta los grandes tachos de basura para sentarse encima a fumar marihuana.
Eran los hermanos mayores de mis compañeros de escuela. No hace mucho me enteré que a la vuelta de mi casa vivía Martin Scorsese. Y que fue, incluso, a la misma escuela que yo, donde las monjas irlandesas nos corregían a cintazos. El color de sus películas siempre me había resultado familiar.
Uno de los mitos que nutren mi intimidad y que me trajo a
Nueva York es que esta es mi ciudad y me prohibieron entrar a ella.
Es el mito de no poder regresar a un lugar donde yo mismo
me he quedado, hace muchos años.
Síndrome de inmigrante que no puede regresar a casa, no
porque no tenga recursos, sino porque un guardia no lo deja entrar. Ese guardia
ha sido encarnado, en mi caso, por un oscuro empleado de un consulado que me
negaba la visa.
Tal vez la prohibición era de fondo. Cuando se dividieron
las aguas, ¿fue mi padre el que me dijo que no me quería con él o mi madre, que
con su lógica maternal impidió una relación directa con mi padre?
Con ese mito en el cielo, vi el derrumbe de las Torres
Gemelas desde dos lugares diferentes, el Tercer Mundo y Nueva York.
Viví aquello entre los dos lugares, sin poder compartirlo
con nadie.
Ahora, finalmente en Nueva York en cuerpo y alma, las cosas se dieron de manera tal que termino caminando por la zona del fantasma de las Torres la mañana de la víspera de la Navidad.
El frío es inclemente. Parece tener vida propia para
lastimar a los que andan a la intemperie. Entro en un local que funciona de
antesala del parque memorial. Aquí dan las entradas para el lugar y además hay
una tienda donde se vende el merchandising del 911. Un merchandising de la catástrofe.
Cargado de diseño y arte, hay un libro sobre las mujeres
en el Ground Zero, uno de Don De Lillo titulado Falling Man, otros de pinturas
inspiradas en el desastre y uno, finalmente, sobre los retratos de los perros
héroes del rescate pintados por Ron Burns, un artista inspirado.
Hay todo un sector dedicado a esos perros, con perros de
peluche y correas de perros.
Otro sector está dedicado a las topadoras y camiones (precio: 10 dólares) marca CAT que trabajaron con los escombros.
Uno más dedicado a la policía, la NYPD, donde hay tazas
para tomar los cereales (16,95 dólares), pelotas de béisbol y otros objetos.
Hay imitaciones de las hojas de un árbol que sobrevivió (a 35 dólares cada
una). Hay videos de National Geographic y de History Channel. Para los más
chicos hay sets de autitos, uno de la policía, uno de los bomberos, una
ambulancia, cada uno de ellos a 24,95 dólares.
Salgo de la tienda.
Las calles están vacías, arrasadas por el frío.
#\#>>> Vienes 20, 17.36
Una ciudad nuestra
Tengo frente a mí Sotheby’s, un lugar que nunca había visto mientras vivía en la ciudad. Lo conocía, como muchos, como locación de tantas películas.
Cualquiera va a un restaurante de Little Italy y se
encuentra a Robert De Niro, o a un espectáculo en Broadway y sale al escenario
Billy Crystal. Lo que conocés de toda tu vida y es parte de tu
visión del mundo, acá se materializa.
Muchas personas, lugares, costumbres, momentos, Woody
Allen, los senderos y bancos del Central Park, Times Square, las banderas
norteamericanas en todas partes, el edificio Empire State, el puente de
Brooklyn, la Estatua de la Libertad, Chinatown, el Harlem, el subte, los
porteros señorialmente vestidos en los frentes de los grandes hoteles que abren
las puertas de las limusinas, el Rockefeller Center, los taxis amarillos; todas
esas cosas de un mundo que soñamos que existe, y resultan que aquí, de pronto,
se vuelven reales.
Así es cómo Nueva York nos resulta familiar a los
argentinos.
Es la franja anaranjada.
#\#>>> Sábado 21, 8.30
Todo el mundo está caliente
Nueva York sobrecarga de energía a quienes la habitan. La intensidad es muy grande y todo el mundo está caliente, sobre todo por consumir o por tener sexo.
Esta es la capital mundial del consumo. En una Biblia
tercermundista, cuando el Demonio tentaba a Cristo ofreciéndole ser el Rey del
Mundo, le mostraba una imagen de Nueva York. La polución visual es
desenfrenada. Y desata en el más austero los diablillos del hiperconsumismo.
Tenía, de niño, en esta ciudad pequeños paraísos: comer panchos o pretzels en los puestos de cualquier calle. Pensaba que iba a ponerme al día con los paraísos que me perdí todos estos años de ausencia, pero encuentro ahora que la oferta es mucho mayor de la que puedo encarar.
No me alcanzan los días para probar todo lo que se vende en
la calle, ni me alcanzan las valijas para llevar todo lo que podría comprar, ni
los días para visitar tanto que hay para visitar.
En fin, el deseo se electrifica y la oferta es infinita,
ante lo que la gente reacciona comprando desenfrenadamente.
Alguien puede haber llegado a Nueva York luego de un
pasado de carencia en otro país y se tomará revancha, en cuanto pueda,
comprándolo todo, con avidez desesperada.
Se consumen con desesperación el sexo, las hamburguesas y
la sofisticación.
#\#>>> Sábado 21, 12.26
Humans of New York
La última vez que vine a Nueva York fue en diciembre del año 2000. La vez anterior había sido en 1985. Entre el 85, de mi infancia, y el 2000 de mi regreso, el cambio fue de 180 grados: encontré una ciudad completamente limpia, lustrosa, civilizada, con toda la gente amabilísima.
Ahora, en esta navidad del 2013, encuentro una ciudad
apenas mantenida en un buen nivel. No es la ciudad fabulosa, recién emergida
del Garbage State de fines de milenio que había pasado a convertirse en la
Shiny Apple State; pero tampoco decayó.
Eso sí, la presencia de los chinos se ha expandido. Si antes estaban autoconfinados a Chinatown, ahora da la impresión de que el barrio se hubiese desbordado, y una masa de chinos se desparramó por toda la ciudad.
En el mejor colegio secundario de Nueva York, los
asiáticos, con mayoría de chinos, representan el 85% de la matrícula.
Se ha afirmado la condición de Metrópolis de Nueva York, con muy pocos anglosajones, de modo similar a lo que sucede en Londres. Los anglosajones, antiguos dueños de casa, son muy difíciles de encontrar. Casi extranjeros en su propia ciudad, son cada vez menos, y muy fáciles de distinguir.
#\#>>> Sábado 21, 13.05
Las direcciones cardinales
Yo tuve dos amigos entrañables en Nueva York, Andrés y Bill.
Andrés, apenas subía al auto se desesperaba, porque ya
estaba tenso por el miedo a perderse. Antes de salir estudiaba el mapa, lo
remarcaba con líneas de diferentes colores, destacaba puntos de referencia,
incluso en un papel aparte anotaba cosas con apretada letra, las calles por las
que debía ir, aquellas en las que debía doblar, la cantidad de kilómetros por
una autopista hasta tal salida, y así, indefinidamente.
Con tanto pavor de perderse, lo que acababa sucediéndole era
que se perdía. Y cuando se perdía, su desasosiego no tenía fondo. Todas las
fatalidades le ocurrirían: llegaría a barrios dominados por bandas de atacantes
que le desarmarían el auto con él adentro y luego lo violarían y se lo comerían
crudo.
Bill era exactamente lo contrario. Si alguien comenzaba a agobiarlo con sobreinformación para que llegara bien a un sitio, acababa interrumpiéndolo y le preguntaba en cuál de las cuatro direcciones cardinales quedaba el lugar al que se dirigía.
Una vez que sabía eso, Bill doblaba el mapa, se lo metía
en el bolsillo y listo, se mandaba. Sabía que a lo mejor se perdía un poco, se
metía en un callejón sin salida, en un parque industrial, en un lío de entradas
y salidas de una autopista, pero bueno, siempre tenía claro adónde iba. En todo
caso, retrocedía un poco, le iba buscando la vuelta, y llegaba.
#\#>>> Sábado 21, 17.56
Comunidad
Estos días en Nueva York fui sometido al ensayo del sentido comunitario, que atribuí al síndrome de la inmigración y a la vida social de los chinos.
Mi padre encuentra todas las mañanas, apilados en la vereda, los paquetes de diarios que venderá ese día. Le pregunté si nunca se los habían robado y me contó que una vez sí, y que descubrió quién era en la grabación de las cámaras de seguridad. Había sido un joven medio retardado y mi padre se lo dijo a su madre. El chico, asustado, no volvió a pisar la vereda.
Mi padre se reía de la anécdota.
También me cuenta que hace poco, los ferreteros de la
misma manzana, paisanos suyos, nacidos en el mismo pueblo de Guangdong,
llegaron con la novedad de horribles inundaciones en Córdoba: estaban
preocupados por los hijos de mi padre que vivían en la Argentina.
Mi padre tuvo que explicarles entonces que vivíamos a 800
kilómetros., de la zona inundada.
Cuando pasamos junto a un parque donde los chinos están practicando
taichi, algunos lo saludan de lejos.
Joaquín, el portero dominicano del edificio de al lado,
va al negocio de mi viejo a charlar un rato todas las tardes.
Mi viejo me habla de una congresista portorriqueña, a
quien conocía muy buen.
Y me cuenta que antes de casarse con Alice, su actual
mujer china, ya era amigo de toda la familia de ella.
Observo que conoce la vida de los grises personajes que se
pasan las horas en su negocio jugando a la lotería. Aún cuando lo siguiera
durante todo un día, sería difícil descubrir la cantidad de amigos que tiene en
esa mezcla de comunidad y barrio.
#\#>>> Domingo 22, 12.40
Sobre una pila de diarios
A cada instante entran y salen del negocio de mi viejo los hombres que compran billetes de lotería. Cuando están dentro, se sientan a mirar la pantalla.
Son unos tipos que andan con ropa barata y raída, de
anteojos viejos y dientes marrones, y una expresión eterna de hastío y
ofuscación. Resulta desconcertante decir que están jugando; nada más alejado
del juego que esta escena.
No juegan, sólo se amargan porque no ganan.
No pierden lo suficiente para irse y no volver, pero
cuando ganan, el premio no les sirve más que para solventar una parte de la
próxima jugada.
Están encadenados al futuro inminente.
Una tarde escuché un grito fuerte. Alguien había ganado más
de seis mil dólares y cuando me di vuelta y lo miré, no encontré en su cara una
sonrisa de felicidad, sino de revancha. Le dije algo para celebrar el momento y
no me prestó atención.
Juegan de a dos o tres dólares. No hablan entre ellos, no
miran más que la pantalla y sus boletas, que al final de cada jugada arrojan al
suelo. No les importa nada, olvidados de sí mismos, de sus amigos, de sus
familias, de su trabajo. Han dejado su vida en algún otro lugar. Se han
olvidado de que tienen una vida.
Son tipos eternos, están en un estado de transitoriedad
permanente. Dentro de 300 años se los podría hallar aquí dentro, en este lugar
parecido a una estación de trenes de Yakarta o Manila atrapada en el tiempo.
Seguirán con la misma mirada distraída e inquieta, sin disfrutar, sentados en
las mismas sillas que mi viejo compró quizás en los 80 o en los 70. Mirando,
con fijeza de alienados, las pantallas donde danzan los números.
Y mi viejo estará entonces, detrás del mostrador histórico, cobrando y pagando premios, con su gorra, sus anteojos de marco de carey, callando con los callados, intercambiando con alguno dos palabras rituales. Palabras en cantonés, filipino, indonesio o alguna lengua de un país desconocido para los occidentales, que creen que sus mapas son exhaustivos. El mundo tiene muchos más rincones de los que registran la televisión y las infografías, y en las tardes de la eternidad mi padre ha tenido tiempo de aprender sus insospechados idiomas.
Hacía trece años que yo no veía a mi padre. No tenía visa para entrar a los Estados Unidos, y no convencía a mi viejo de que viajara a encontrarme en un país donde podíamos entrar ambos, México, Cuba, Inglaterra. El no saldría de Nueva York, del negocio, ni se movería de su lugar detrás del mostrador.
Conseguí venir finalmente, a pasar la Navidad con él, su esposa
y su nuevo hijo. Mientras espero que llegue la Navidad, estoy sentado arriba de
una pila de diarios acumulados sobre un cajón, al lado de él, detrás del
mostrador.
Día tras día pasan las horas detrás del mostrador.
Le pregunté qué estaba organizando para el festejo de la Nochebuena.
— Nada —me dijo. — Nosotros no festejamos.
And so
this is Christmas. Esta es mi Navidad con mi viejo. Los dos sentados
lado a lado detrás del mostrador. Con nuestras anchas caras de luna llena
achatada en los polos, nuestras largas y erizadas cejas proyectadas como
espinas y nuestra expresión de acritud eterna.
Dos días después de Navidad regresaré a Buenos Aires. Mi viejo
quedará acá. Por el resto de los tiempos, parece.
#\#>>>
Domingo 22, 15.24
Humans
of New York 2
Me resulta irresistible observar a la gente. Podría encontrarle un sentido a mi vida si sólo anduviera en el subte y por las calles de Nueva York observando a la gente. Los caucásicos no me interesan en particular, pero no puedo dejar de observar a los chinos y a los afros, porque me parece que empujan los límites del patrón fisonómico humano con sus impresionantes rasgos extremados.
#\#>>> Lunes 23, 13.31
Ground Zero y el Edificio 4
Estuve aquel día, en Buenos Aires, cuando un muchacho norteamericano, Kurt Sonnenfeld, entregó en la Biblioteca Nacional videos que, aseguraba él, demostraban que las Torres Gemelas no habían caído por los aviones que las impactaron.
Sonnenfeld dijo que había sido camarógrafo del FBI y que como tal, había sido asignado a la tarea de registrar en video todo lo que quedaba de los edificios caídos. Sus aseveraciones tenían la estrategia del complot: un delirio con sospechas eficaces imposibles de confirmar o desmentir.
Entre las pruebas que presentó había un video de una
cadena mundial de noticias en el que una cronista hacía una lista de los
edificios aledaños que habían caído, entre ellos el Edificio 4, pero he aquí
que el Edificio 4, que efectivamente se derrumbaría, estaba aún en pie detrás
de la cronista. Sonnenfeld aseguraba que había un plan que incluía la caída del
Edificio 4, y que alguien que conocía el plan le dio a la cadena de noticias la
información de la caída, sólo que cometió el error de darle como hecho algo que
aún debía suceder.
En fin, desde hace varios días vengo viendo un edificio hermosísimo, por la forma en que refleja el cielo y los edificios de alrededor. Hoy estuve muy cerca de él y me di a la tarea de rodearlo haciendo un radio de dos o tres cuadras, con varios grados bajo cero y un viento de metal afilado.
En un momento en que intenté acercarme, dos policías me detuvieron.
Me preguntaron adónde “creía que iba”, les contesté que quería ver el edificio
y les pregunté si sabían cuál era su nombre. “Edificio 4”, me dijo uno de los
policías, con voz nasal, detrás de sus anteojos negros.
#\#>>> Lunes 23, 14.07
Nueva York no se desvanece
Desde hace un par de días la fascinación por Nueva York empezó a dejarle lugar al conocimiento.
Es el movimiento que va de la mística a la realidad, de
la magia a la ciencia.
En el caso particular de Nueva York la mística tiene que ver con la calentura de fondo; cuando a alguien caliente le gusta algo, eso se vuelve, más que bueno, más que placentero, místico.
Disfruto mucho ese proceso. Hoy ya recuperé el conocimiento
de la ciudad hasta el punto donde había dejado a los 23 años y comencé a
conocerla incluso más.
La metamorfosis de lo fascinante en lo normal conlleva la
invisibilización. Se pierde esa noción maravillosa de que se está ante algo
único.
Sin embargo, hay lugares que son tan interesantes que
impiden esa naturalización. Nueva York es uno de ellos. Es una especie de
meditación mirar a la gente de esta ciudad, el subterráneo, la arquitectura, la
luz, el humo blanco saliendo de todas partes.
#\#>>> Lunes 23, 14.36
Quiero ver todo, no quiero perderme nada, y ese afán reviste de maravilla cualquier cosa que tengo ante mí, «¿viste los árboles de esta ciudad?», “¿te diste cuenta el refinamiento estético que tiene todo?”, “¿probaste el gusto único que tiene la pizza de Nueva York?”
Las cosas se vuelven mágicas cuando las mirás mucho.
Empezás a verles rasgos que no existen, o quizás les empezás a inventar
atributos.
Por ejemplo, veo que las caucásicas no cambiaron, y en cambio
las chinas, sin perder del todo el sufrido aspecto de inmigrantes, se han
vuelto muy hermosas, refinadísimas, elegantes, y lo mismo ha sucedido con las
afroamericanas.
#\#>>> Lunes 23, 17.25
Los inmigrantes
Mi padre habla asombrosamente bien el español. Es el chino que mejor habla español entre todos los chinos que conozco. Sin embargo, cuando habla inglés habla con acento chino, no con acento español.
#\#>>> Lunes 23, 17.28
Para muchos inmigrantes, parte de su adaptación a los Estados Unidos consiste en transformarse en protagonistas del consumo desenfrenado. Pero no por eso quedan integrados al nuevo país. Nunca se pierde la etiqueta de origen en la Metrópolis.
Algunos inmigrantes pueden pasarse la vida hablando el idioma
inglés nada más que lo indispensable, casi sin mezclarse con los nativos y los
miembros de otras minorías y robusteciendo los lazos comunitarios con las
personas de su mismo origen.
Muchos inmigrantes compran todo lo que pueden y lo
atesoran. Han aprendido en sus vidas, o han heredado el aprendizaje de sus ancestros,
la lección de la atrocidad del hambre.
En Estados Unidos (donde nada les borra ningún trauma),
las tiendas están llenas y se puede comprar todo. Siempre es el momento y el
lugar para hacerse de una reserva por si reaparece el espanto inesperado de una
nueva miseria.
Las casas de estos inmigrantes no son territorio
norteamericano, sino del país de origen. Sus casas son barcos, y allí acumulan todo
lo que pueden.
Cuando un paisano llega desde su tierra natal, lo reciben
con regocijo. Lo meten dentro del barco y lo empiezan a alimentar con lo más
rico que tienen, en un gesto de franca generosidad, en recuerdo de la pobreza
angustiante con que ellos mismos llegaron.
Integran al desventurado a la comunidad alimentándolo.
Alguien le arrebatará la bolsa con alimento viejo que
trae, la comida que iba comiendo de a pequeñas raciones, y la tirará al agua,
mientras abarrota al nuevo con el alimento que tienen acumulado en el bote. Es
necesario que se considere al recién llegado como un famélico, enfermo, lleno
de pulgas, desdichado.
#\#>>> Lunes 23, 22.53
La Nochebuena pasada
No se festeja la Nochebuena en casa de mi viejo. Y no he podido descubrir en él ningún rastro de las nutridas nochebuenas que pasábamos en Argentina cuando yo era chico y él una persona joven.
Eran festejos multitudinarios, que reunían a los doce hermanos de mi madre y sus padres, maridos y esposas, hijos, suegras, yernos, tíos, primos, novios, vecinos y amigos de todos ellos, en una cena de varios cerdos asados, fuentones de ensaladas, bolsas de pan, baldes de clericó, y más tarde bolsas de nueces, miles de platos de mazapán, turrones y confites, una fila de metros de pan dulces, un mundo de copas en que se derramaba la sidra, una galaxia de velas, adornos de muérdago, árboles, coronas, un Papá Noel de carne y hueso que bajaba de algún techo luego de un apagón y al que una linterna alumbraba luego de que todos escucharan su potente ¡jo, jo, jo! en la oscuridad, y seguía hasta que conseguía bajar por una escalera de pintor oportunamente apoyada sobre una pared, bañado de sudor y cargando una bolsa descomunal, y se disponía, con todo el mundo alrededor, a desplegar con paciencia el elaborado ritual de ir sacando de la bolsa, que misteriosamente se había multiplicado por cuatro o cinco, regalo por regalo, cientos de regalos, para todos, los más pequeños y los más viejos, leyendo la etiqueta e invariablemente preguntando «¿dónde está el niño Héctor?» (el dentista amigo de la tía Esthercita, a quien se sospechaba más que amigo) o «esto es para la niña Rosita, ¿dónde está?», y cuando la niña Rosita llegaba hasta Papá Noel, arrastrando sus 88 años, «¿no hiciste renegar a tus padres, Rosita? ¿Pasaste de grado?», y desaparecido Papá Noel tras un nuevo apagón, la noche de farra con los chicos agotándosele las pilas y destartalando los juguetes nuevos, los borrachines brindando todo el tiempo, unos hablando de fútbol, otros discutiendo de política, los perros felices con lo que iban rescatando del descuido y los bailarines saltando al ritmo de la tarantela. Mi padre era protagonista de todo aquello y sin embargo ahora, chino en Nueva York, en su casa la Nochebuena es tan ignorada como el día nacional de Eslovenia.
No sé por qué. Estoy un poco azorado. Sé que no son
religiosos, pero la Nochebuena es algo que va más allá de la religión. Evidentemente,
la familia china de mi viejo es inmune al marketing de las navidades. No entra
Santa Claus en la bodega profunda de la barca.
#\#>>> Martes 24, 12.56
Central Park vacío
Camino por un Central Park despoblado. Supongo que la mayoría de los neoyorquinos deben estar preparando la Nochebuena. Las pocas personas que encuentro son turistas o están haciendo footing. Una mujer corre llevando el cochecito con su bebé. Los corredores, se sabe, son incorregibles.
#\#>>> Martes 24, 23.56
La misa de Francisco
La Nochebuena, en fin, fue como cualquier noche en casa de mi viejo. La explicación de mi padre me causó mucho respeto porque era frontal y honesta.
Sin embargo, me perseguía aquello de todos los años que mi viejo
vivió en Argentina, época en que la Nochebuena era la fiesta más importante de
la familia que lo había adoptado.
Ayer, el 23, cuando llegábamos a su casa en Brooklyn me prometió “mañana vamos a ir a ver las casas decoradas con luces”. Es una tradición de su nuevo barrio. Las casas enormes como barcos de fiesta, quedan tapadas bajo nubes de luces. Parecen adornadas de fuegos artificiales.
Alice nos sirvió la cena, sopa de pescado, carne saltada
con verduras y arroz, y charlamos asuntos del día, temas que habríamos de
olvidar para siempre en algunas horas. Como todas las noches, alabé su comida,
comentamos el pronóstico meteorológico, ella contó que había encontrado una
oferta de una marca de ropa muy buena.
Luego mi viejo y yo fuimos al living donde está el
televisor. Mi viejo puso un canal hispano. Seguimos comentando temas cotidianos.
Él miraba la tele y yo contestaba mensajes por correo electrónico, revisaba las
noticias, recorría facebook y las demás cosas que se hacen con el celular.
En algún momento hablamos de que en los celulares se podían
escuchar antiguas grabaciones de Los Chalchaleros. Mi viejo era seguidor de Los
Chalchaleros. Yo le pregunté, para sacarme una duda, si le gustaba mucho
Cafrune, porque recordé que había un disco de Cafrune en casa cuando yo era muy
chico y me pasaba el tiempo escuchándolo. Mi viejo me habló de Hernán Figueroa
Reyes, un folclorista que aparecía en televisión en Sábados Circulares y me
enteré en ese momento que lo había conocido. Se habían hecho amigos y se veían
cada vez que Hernán Figueroa Reyes iba a San Nicolás.
En la televisión pasaban algo que era un bochorno. Me
quedé dormido con el celular en la mano.
Al rato me desperté y todo seguía igual. Mi viejo sentado
en el mismo sillón, en la misma posición, el hispano de la tele, macho y
caballero, seguía gritando.
Le dije a mi viejo que estaba cansado, que me iba a
dormir.
Me dijo que en un rato iban a dar la Misa de Gallo del
Papa argentino.
“Estos argentinos se aparecen por todos lados”, comenté, me
paré y me fui a dormir.
Mi viejo se quedó allí.
Al otro día me contó qué había dicho el Papa. Lo había
dejado muy conforme. Estaba entusiasmado.
Mi viejo, en fin, había hecho lo que pudo. Y no fue poco,
después de todo: había recibido la Nochebuena con otro argentino, a la sazón,
el tipo más importante del Cristianismo.
#\#>>>Jueves
26, 18.22
Humans
of New York 3
Nueva York me hace pensar en la relación entre la mística y la fascinación.
¿Toda instancia mística produce fascinación?
Recurrentemente he debido reflexionar sobre la
fascinación que me causa la gente de esta ciudad.
Creo que la gran variedad de fisonomías produce altos contrastes
que excitan mi observación.
Y recuerdo, repentinamente, que en su viaje a Nueva York de
mediados de los 90, mi tía Irma se sacó una gran cantidad de fotos que tenían
esta particularidad: en cada foto, generalmente detrás de ella, entraba en
cuadro algún afrodescendiente.
En su ciudad del interior de Argentina nunca hubo negros africanos
y a ella la tenían fascinada.
#\#>>>Jueves 26, 22.50
Todo es parte de un plan
Desde el momento en que uno decide «este viaje es importante» pueden empezar a aparecer coincidencias que resultan significativas. Los acontecimientos se erigen como cifras. Paso junto a un lugar al que han concurrido varios carros de bomberos, se me ocurre fotografiarlos, dado que son típicos del paisaje de la ciudad, y me quedo fijo en el número de uno de los carros. Se me ocurre que debería jugar ese número a la lotería.
Se trata de un juego parecido al de los sueños que, en la
vigilia, nos sigue demandando una explicación, o que hagamos algo al respecto.
O tal vez sea que en un lugar místico muchos elementos adquieren
un poder mágico.
Este viaje mío a Nueva York estuvo precedido por una
carrera de obstáculos, en la que se dieron algunas coincidencias.
Primero, antes de llegar a Nueva York hice un viaje en
barco y mi padre, quien es la persona que motiva este viaje, llegó a Argentina,
para armar parte de la familia que ahora lo visita, luego de un viaje en barco.
Segundo, para salvar uno de los obstáculos tuve que
caminar hasta la Dirección de Migraciones, que funciona en lo que fue el viejo
Hotel de Inmigrantes. Ese fue el primer lugar que vio mi padre cuando desembarcó en el
puerto de Buenos Aires.
Tercero, sin un camino preciso en dirección Noroeste,
como lo hacía mi amigo Bill, en el momento en que pienso en estas coincidencias,
levanto la vista y me encuentro sin haberlo buscado, en la esquina de la Vieja
Catedral de San Patricio, la iglesia frente a la cual yo vivía en Nueva York,
pegada a la escuela de mi infancia.
#\#>>> Viernes 27, 8.16
La despedida
Hoy me despedí de mi viejo.
Estos días, viéndolo manejar, pensé «qué bien conoce Brooklyn»,
pero luego sospeché que esa opinión estaba distorsionada porque lo comparaba
conmigo, que sólo iba de la estación de tren Flushing Avenue al restaurante que
él tenía hace muchos años, y él, en cambio, hace 40 años que vive aquí.
Podía ser que mi viejo sólo conociera los caminos
necesarios para ir de un lado a otro, recorridos indispensables para reproducir
una vida cuyo mapa no contiene más referencias que el trabajo, la casa y la
casa de los parientes. No formaron parte de su vida los viajes, ni el placer,
ni el esparcimiento, ni ninguna otra cosa fuera de trabajar y cumplir con las obligaciones
familiares. Cada vez que le he preguntado por qué no practicaba tenis, como
había hecho los años que vivió en Argentina, por qué no iba a la ópera, que
tanto ama, por qué no fue al crucero que hizo su esposa por el Caribe, o por
qué no llevaba a su hijo menor a un partido de los New York Knicks,
indefectiblemente me ha contestado: «tengo mucho trabajo». Lo dice con cierta ofuscación
porque yo debería saber eso.
Ha envejecido, en su porfía de trabajar como si más allá
de su rutina el mundo fuera peligroso. Esta mañana salió para su estación de
trenes de Yakarta o Manila, como todos los días. Me desperté antes que él, y
esperé dentro de mi cuarto. Cuando escuché que estaba en la planta baja, bajé
también.
Era aún de noche.
Su esposa y su hijo menor dormían. Lo encontré preparando su jugo verde. «Mirá, así se hace», me enseñó. Fue procesando en una juguera trozos de pepino, pimiento verde, zanahoria, apio, pepino amargo chino y una lima. Dijo que era buenísimo para la salud. Luego me reiteró que no debía tomar Coca Cola porque hace mal a los riñones, y que debía reemplazar la sal con limón. Entones dijo «Bué, vamos». Nos abrigamos y salimos.
El frío era nuevo y afilado. Caminamos dos cuadras hasta donde
estacionaba su camioneta. Le dije que ahora que yo finalmente tenía la visa
para entrar en los Estados Unidos, se había abierto un camino para volver a
vernos y le agradecí por recibirme en la casa de su familia.
Nos dimos un abrazo breve, subió y arrancó.
Lo miré alejarse hasta que giró, dos cuadras más
adelante, para meterse en la calle por la que entra todos los días del año en
su camino al trabajo.
Nueva York,
Diciembre 2013 / Enero 2014
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