Mi padre, un chino, y mi madre, una argentina, se enamoraron
en los años 50, construyeron una familia, tuvieron dos hijos, hicieron una vida
juntos. Luego de 13 años de matrimonio, se separaron. Desde entonces, mi madre
vivió en una ciudad del interior de Argentina y mi padre en el Barrio Chino de
Nueva York.
En diciembre del año 2015, 42 años después, mi madre murió. Unas
semanas más tarde viajé a Nueva York a darle personalmente la noticia a mi
padre.
Este es un relato de esos días.
Día 1
Estos
días vivimos solos, mi padre y yo. Cada mañana a las seis, cuando bajo a la
cocina él está terminando de hacer el jugo de pepino, apio, pimiento verde
(todo debe ser verde, dice mi padre con fe), manzana ácida y un zucchini muy
amargo. Luego de beber el vaso de medio litro que mi padre me manda tomar, me
queda una sensación rara, como si hubiera bebido el jugo de una criatura
extraterrestre.
Él
tiene la certeza sorda de que ese brebaje es lo que preserva su salud de hierro
a los 80 años. “El médico me sacó todas las pastillas”, dice.
Nos lo
bebemos y salimos hacia su trabajo, por la autopista 278, y luego cruzando el
Manhattan Bridge hasta Chinatown.
Me
gusta agarrar por cualquier camino en el Central Park, porque vaya por donde
vaya, siempre encuentro algo que me alegra haber encontrado.
Hoy,
sin embargo, extrañamente fracasamos, el parque y yo.
Cuando
llevaba mucho más de una hora de un camino soso, empecé a pensar que había dado
con uno de los pocos recorridos que se pueden hacer evitando los incontables
puntos llenos de vitalidad del Central Park. Un parque formidable, un lugar que
una y otra vez me ha hecho pensar que una visita perfecta a Nueva York sería un
par de semanas de primavera u otoño, pasando aquí todas las tardes.
Cuestión
que el paseo de hoy extrañamente era un bodrio, hasta que di con el lugar donde
estoy ahora: de casualidad encontré el memorial de John Lennon.
No sé
si será exactamente el punto donde lo mataron a balazos, pero en el piso hay
una especie de blanco de tiro. Es un círculo, que no está hecho de bandas
concéntricas, pero sí es blanco y negro, y tiene un centro. En el centro está
escrita, en mosaicos de piedras, la palabra IMAGINE. Es como si le hubiesen puesto
un tiro al corazón de todo lo que Lennon trajo a este mundo.
Uno se
siente ante una especie de crucifijo.
El
blanco está en un área a la que han llamado Strawberry Fields.
Un
sexalescente de pelo largo y bandana interpreta con una guitarra una playlist
de temas de The Beatles. Otro anda dando vueltas, hablando con los turistas que
llegan constantemente.
No sé
qué les dice. Quizá se presenta como guía.
Alrededor
de la palabra IMAGINE hay flores. Todos los que llegan tienen el acto reflejo
de tomarle fotos al blanco de tiro.
Primero
una chica y luego otra, se tiran al piso y se sacan selfies en contrapicado
para que se lea IMAGINE.
¿Por
qué asesinaron a Lennon, realmente? Fue absurdo que lo mataran. Era tan joven,
y era una persona hermosa, era tan buen amigo, y tantos lo queríamos. Es
insoportable, es desesperante que lo hayan matado.
El simpático que recibe a los que van llegando le saca una foto
a un grupo de personas que hablan en español. Luego llega una familia de indios
o paquistaníes.
Algunos vienen y abren el mapa del Central Park. Casi todos toman
fotos con el celular, algunos pocos sacan una camarita digital de su funda.
Cada mañana llegamos con mi padre al negocio de lotería que
tiene en el Barrio Chino. Cada vez menos los negocios de la zona están en manos
de jóvenes. Los jóvenes chinos de segunda o tercera generación se van: ya son
norteamericanos. Va quedando la gente grande.
Como otros chinos clavados en sus negocios, mi padre es una
especie de institución. A la gente le gusta ir a charlar un rato con él. A los
chinos, pero también a los latinoamericanos, cuando se dan cuenta de que habla
español.
Uno de los clientes es un pibe correntino. Todas las tardes llega
desde su trabajo, lejos, porque es mecánico en el norte del Bronx, a la
canchita que está a media cuadra del negocio, a jugar un rato al fútbol. Cuando
termina, pasa a visitar a mi padre. No hablan de nada. El correntino es
callado, sólo sonríe cuando mi padre bromea con él. «Tenés que jugar a la
lotería de Corrientes, chamigo, así ganás un cuchillo. Acá ganás plata, nomás”.
El correntino juega unos dólares, pierde y se va.
Una tarde fui a verlo jugar al fútbol. Me paré detrás del alambrado
y me quedé un rato. Los norteamericanos no tienen forma de jugar bien. Sus
cuerpos no entienden el tipo de equilibrio con que se juega al fútbol.
Entre ellos, el correntino destacaba. Era muy bueno, pero no
tenía con quién jugar.
Estaba solo.
Un muchacho de unos 30 años le toma una foto a su padre, que
posa parado en el blanco de John Lennon.
Una pareja de chinos de unos 40 años pasa cerca, mira de costado
con seriedad, y aunque el hombre lleva una enorme cámara de fotos, siguen de
largo. Cuando estuve en China comprobé, azorado, que la gente de cualquier edad
carece del registro del rock and roll.
Llegan una chica y un chico de menos de 20 años, ella con una
remera floreada con las palabras NEW YORK CITY, el pelo teñido de verde y una
corona de flores; él, vestido como The Beatles en la época de A Hard Day’s
Night, con la gorra de cuero negra y el peacoat negro como el del Corto Maltés.
El chico se llama Alberto, es de Brooklyn, y también de
México. Es fan de Lennon. Tiene dos biografías de Lennon en su morral. Me las
muestra. A veces viene a tocar temas de The Beatles.
El simpático que orienta a los turistas, ahora le da de
comer a una ardilla. También andan entre la gente con mucha confianza las
palomas, los gorriones y unos pájaros parecidos a los zorzales. Todos esos
pájaros neoyorquinos andan en buscan de comida. A veces la encuentran, a veces
no. En cambio, no sé qué harían todas las personas que vienen si no tuvieran
celulares o cámaras de fotos. Las fotos son las que le dan forma al momento,
como la comunión a la misa católica.
Mis padres se mudaron a esta ciudad en 1972. Yo tenía nueve años
y mi hermana siete. Vivimos aquí un tiempo, hasta que ellos se separaron y mi
madre regresó a la Argentina con sus hijos.
Estos días entré en la Catedral de San Patricio. Los
turistas formaban un suculento flujo circular como un río henchido que emitía
incesantemente flashes en todas direcciones, y en el centro había una misa.
Aborrecí la multitud, pero necesitaba hacer una pausa en una iglesia. Me senté
en un lugar oscuro, sin atractivos visuales, dedicado a algún santo poco
popular.
Esta catedral es la principal de los católicos de Nueva
York, pero hay otra catedral dedicada a San Patricio, a la que se conoce como
Saint Patrick’s Old Cathedral. Vivíamos frente a ella, en 1972, en la calle
Mott. Allí mi madre nos hizo tomar la primera comunión a mi hermana y a mí.
Cuando estuve la semana pasada en la catedral de la Quinta Avenida
sentí que era la primera vez que entraba a una iglesia sin mi madre. En verdad,
he estado entrando solo a diversas iglesias del mundo en los últimos 40 años.
Sin embargo, pensar que nunca más entraré a la iglesia con mi madre, tomándose de
mi brazo, me desconcierta.
Día 2
Llega un contingente. Todos tienen una credencial anaranjada
colgada del cuello. Todos muy blancos, casi todos muy gordos. La guía les
ordena que no pisen el círculo del blanco de tiro.
Vine a comprarle unas botas a mi sobrina y aparecí acá por segundo
día consecutivo. ¿Cuántos días vendría a este lugar si me quedara una temporada
larga en Nueva York? ¿Cada cuánto vendría si viviera aquí?
Hace un rato le mostré a mi papá las fotos que tomé a la mañana
en el Museum of Chinese in America. Le conté que me entrevisté con la directora
y que cuando le dije que mi familia es originaria del pueblo de Taishan, ella
comentó que de ahí vinieron los primeros chinos que se asentaron en Nueva York.
Cosa rara, mi papá miraba las fotos con ansiedad y las preguntas le salían
atropelladas.
«¿Querés que vayamos mañana?”, le propuse, pero se negó rotundamente.
El museo ya tiene 36 años, y está solo a cinco cuadras de su negocio, lugar
donde él pasa la vida.
El pillín simpático con los turistas, que al final de la
jornada se reveló nada simpático conmigo, porque me imaginó como un rival pájaro
en busca de comida, hoy no está.
Sí está en el mismo banco de ayer, con la misma campera y el
pelo igual, pero con otra bandana, el sexalescente de la guitarra. Canta With a
Little Help from my Friends.
Una chica muy bonita, de grandes anteojos negros y vestida con
colores negros y grises y ese estilo sobrio y fino de muchas personas de esta
ciudad, se sienta junto al músico.
No canta, ni saca fotos, sólo permanece un rato y luego se
va.
Mi amigo Ricardo Mazalán me contó que cuando mataron a una
señora muy querida en el Valle Dupar, a sus funerales masivos llegaron cuatro
indias guajiras de la edad de la matriarca. Él las descubrió, desapercibidas en
la multitud. Supo entonces de qué pueblo venían y que habían caminado por las
montañas durante dos días. Permanecieron sentadas juntas durante algunas horas,
en silencio. No hablaron con nadie. Luego se levantaron y se marcharon.
Volverían a caminar otros dos días hasta sus casas.
“Hicieron impecablemente lo que creían que estaba bien hacer”,
me dijo Ricardo.
Llegan cuatro ciclistas, dos muchachos y dos chicas. Tienen una
juventud que empieza a madurar. Lucen espléndidos por su ropa, las expresiones
de suficiencia en sus caras, su estado físico y su energía. Tal vez sean
escandinavos. En Nueva York se hace fácil entretenerse adivinando el origen de
las personas. En este momento veo un sinonorteamericano, tres musulmanes, varios
latinos y europeos. Vi pasar europeos del Este, indios, japoneses, varios
afroamericanos, y nadie de África.
Otra chica, casi una adolescente, está al lado del músico, que
ahora toca Eleanor Rigby.
Un chico lleva a su hermanita en un cochecito. Intenta
atropellar con el cochecito a una paloma. La hermana llora.
Ahora es el inicio de la primavera. Si viniese cada tarde percibiría
cómo día a día las plantas y los pequeños animales empiezan a ser movidos por
una fuerza interior, las personas van liberándose, los colores cambian y la luz
y el aire ganan densidad. Sería una inmejorable estrategia para vivir el ciclo
de las estaciones en el Central Park.
Todos los que llegan se detienen mucho tiempo frente a la palabra
IMAGINE, como si fuera una larga frase difícil de comprender. “Si uno mira
bien, con las mismas letras de IMAGINE también se escribe la palabra ENIGMA”,
habría de descubrir Fernando Gioia al ver las fotos de estos días.
El músico está a un costado (ahora toca A Day in the Life). Un
muchacho se sentó junto a la chica. Los dos tienen la mirada perdida y una
actitud algo meditabunda.
Como si en este momento estuvieran enterrando a John Lennon.
Algunos visitantes, en cambio, hablan a los gritos, están contentos,
ríen sin conflictos.
No guardan luto.
No tienen problemas en pisar el blanco, sólo no pisan la flores
ni la palabra.
El correntino es joven, pero casi no hay jóvenes entre los clientes
del negocio de mi padre. Los pocos que van, hacen como el correntino, entran y
salen. Los que se quedan jugando son hombres grandes. La permanencia se explica
en parte porque apuestan en una lotería que tiene una jugada cada cuatro minutos.
No debe descartarse, sin embargo, que muchos se plantan allí
porque no tienen nada que hacer, o porque su mujer los echa de la casa, o
porque viven solos, y esta no es la mejor ciudad para estar encerrado solo en
un departamento, con los pelos del último gato que murió ya hace tiempo.
Entre los pasajeros está el indonesio, que era marinero y
conocía Buenos Aires, Rosario y Bahía Blanca, el que habla a los gritos y mi
padre hace callar (“tiene una bocina en la boca”) y el que sabe unas palabras
en español porque vivió en Cuba.
A veces entran el que se lleva la basura para revisar si hay
alguna boleta ganadora descartada por un apostador distraído, el retardado que
siempre parece andar en pijama y la señora fina, que nunca sabe cómo jugar.
La composición de la clientela es la que uno se encontraría en
un aeropuerto del Sudeste Asiático, Hong Kong o cualquier otro de esos que se
llaman hub porque todas las rutas aéreas pasan por allí.
Además de los chinos, al negocio de mi padre, van filipinos,
tailandeses, malayos, vietnamitas. Mi padre les habla a todos en el idioma de
cada uno, en lo que descubro una habilidad ancestral de los cantoneses, gente
que ha comerciado con todo el Asia desde hace milenios.
Mi padre se queja de que algunos clientes le usen el negocio
para dormir, y a veces los sacude, pero ellos, al rato, vuelven a la siesta.
También se queja de que le usen el baño, pero ya lo han convertido en un baño
público. Y tiran las boletas en el piso, y dejan en cualquier lugar los vasos
de café con que llegan desde la calle.
El negocio, vuelvo a pensar, es una mezcla de vieja estación
de trenes de Bangladesh con un club de bochas de un pueblo de la provincia de
Buenos Aires.
El tiempo flota. Una jugada cada cuatro minutos allí dentro
es el tic tac de la eternidad.
Ahora, estoy sentado frente a los que se paran para leer IMAGINE
del derecho. Aunque estoy un poco retirado, saldré en una cantidad de fotos.
El aire del invierno no termina de irse, y resiste, como un león
que ha dominado largo tiempo un territorio, ignora al joven que lo ha vencido,
y permanece imperturbable.
Por eso mismo, algunas personas llegan ligeras de ropas, decididas
a poner el cuerpo por la primavera debida; y otros, más realistas, vienen
envueltos en tapados, con guantes, bufanda y gorro.
Suena en la guitarra algo desafinada, Strawberry Fields
Forever.
Un matrimonio con una niña se sienta en los bancos de
alrededor. Se quedan mucho tiempo. La niña se levanta, camina hasta el centro
del círculo, le saca una foto a la palabra. Los padres tienen mi edad. Me
pregunto qué le habrán contado de Lennon.
¿Le habrán dicho que sienten ese lugar más propio que el resto
del parque? ¿Que sienten a Lennon como a un amigo?
A unos metros hay un puesto donde un paquistaní vende la
legendaria remera que usó Lennon en la foto en blanco y negro, con las palabras
NEW YORK CITY.
Cualquiera querría tener hijos a quienes les hubiera
enseñado las canciones de Lennon, para llevarle esa remera.
Leo lo que escribí ayer en un cuaderno: “Ciudad desaniñada, Nueva
York. El profesionalismo y un sentido de la responsabilidad paternal histérico
han podado la ciudad de chicos. Cuando te encontrás uno, es como un pájaro que
irrumpe en la casa, con el escándalo y la emergencia que se siente, cuando se da
contra los vidrios y revolotea en las cortinas”.
Una señora con un perro en brazos pone una tarjetita junto a
la palabra IMAGINE y se dispone a sacarle una foto.
Llegan dos chiquitos medio salvajes y empiezan a jugar con las
flores. La señora tiene una intolerancia súbita, y los reta. Los chiquitos no
le hacen caso.
Estos días fui al MOMA. Varias pinturas de la muestra de 1880
a 1940 me conectaron directamente con mi niñez. Las vi desde muy chico, en
viejos libros de pintura que estaban en San Nicolás, y que me acompañaron
varias anginas y un sarampión. De alguna manera me formaron. Son imágenes que
aún se cocinan en el fondo de mi intimidad. Las he mirado y vuelto a mirar
miles de veces, y las he visto con todas las partes de mi ojo, incluso aquellas
que miran mientras duermo.
I and the village, de Marc Chagall es tan enorme como supe que
era cuando lo recorría en aquel libro a los cuatro años, tal vez antes. Ahora
el caballo rezume la ternura de Chagall, pero entonces me asustaba porque temía
que me llevara, con su mirada, a un estado en el que nunca más podría
distinguir el sueño de la realidad.
Ese miedo era más fácil de manejar con El gitano durmiente, de
Henri Rousseau, y con las obras de De Chirico. Con Dance II, de Matisse, puedo
entender ahora que las pinturas no necesitan buscar la cualidad onírica para
trastornarme. Basta que estén hechas con honestidad para que sean una brecha por
la que entra otra realidad, con sus leyes y su ánimo.
Ante los cuadros que en mi infancia veía en papel
ilustración, mi consciencia quedó suspendida, fascinada por la nitidez de los
colores, y porque eran demasiado perfectos.
El contraste con los colores de las reproducciones me
convence de que es posible que existan tonos perfectos, y por tanto, de que los
hombres pueden hacer algo perfecto, y quedar para siempre dentro de otras
personas, modificándole su sentido del mundo y dándoles vida.
Mi padre es el chino que mejor habla español de todos los chinos
que conozco, pero lo cierto es que llegó al idioma español de grande.
Mi hipótesis del entendimiento con él sin intermediaciones ni
ruidos (en realidad, como si el lenguaje no existiera) era infantil y errada.
Nunca había pensado que no nos comprendíamos
automáticamente. Sin embargo, muchas veces aparecía el silencio de mi padre
ante una pregunta mía. Esos baches dieron pie a la fantasía. Nunca pensé lo más
sencillo, que eso sucedía porque no entendía qué le estaba preguntando.
Imaginaba otras razones, por ejemplo, una tradición china que dictamina transmitir
ciertos saberes sólo a los descendientes que hablan chino.
Por otra parte, cada vez que no entendía lo que decía mi padre,
me ponía a inventar cosas que él no había dicho. Es así que mi padre terminó
teniéndome miedo, porque soy un fantasioso incurable, que comete una
transgresión peor que no responsabilizarse por los efectos de sus mentiras:
convence a los demás de que sus historias son verdaderas, diciéndose a sí mismo
que a su gente le gusta creer que dice la verdad, porque así puede vivir las
historias maravillosas que les cuenta.
Más aún, sabe que los demás disfrutan del riesgo de creer una
mentira, como si caminara por una cornisa, a cuyos lados está el abismo de no
poder distinguir entre realidad y ficción.
Aunque siento los pies congelados, quiero quedarme en el
parque, en este lugar que habré hecho mío, como se hacen propios algunos
rincones de las ciudades en que se vive un tiempo. Pero el negocio de las botas
está por cerrar y no quiero que mi sobrina se quede sin las botas que tanto desea.
Debo irme.
Día 3
No puedo creer que esté de nuevo acá. ¿Será que vine para esto
a Nueva York? Hoy pasé porque fui al Museo Metropolitano de Arte, y me dije que
estaba a un paso de aquí.
Al viejo Carlitos Suez le gustan las películas de juicios.
“Para mí son todo un género”, me dijo un día en su eterno videoclub, tan eterno
como el negocio de mi padre y como las librerías de los sirios de Macondo.
A mí me pasa lo mismo, me resultan un género las historias de
quienes se embarcan en una misión con un objetivo muy preciso, aunque de fondo
resulta que existe también otro designio, que es secreto.
Alguien, los dioses, el Destino, el azar, seducen al
protagonista engañándolo con una aventura irresistible, para que secretamente cumpla
con otro propósito.
El relato de Historia de los dos que soñaron de Borges y
algunas historias que cuenta Carlos Castaneda pertenecen a este otro género.
Hemingway, incluso, llegó a justificarlo como una estratagema narrativa: “uno
puede omitir –decía en París era una fiesta- cualquier parte de un relato a
condición de saber muy bien lo que está omitiendo, y de que la parte omitida
comunica más fuerza al relato, y le da al lector la sensación de que hay más de
lo que se le ha dicho.”
Ayer y antes de ayer vine cuando la tarde caía, el frío se
liberaba y se adueñaba del parque y la gente se iba a cenar.
Hoy, en cambio, llegué al mediodía, y el memorial de Lennon
era una fiesta. En ningún momento hay menos de quince o veinte personas rodeando
el blanco.
Ya saben quién musicaliza. En este momento va con And I love
her. Es un músico horrible.
No observo que hoy ocurra algo diferente a los días
anteriores. Salvo, como dije, la multitud.
Estoy sentado en el mismo banco. Los bancos del Central Park
están dedicados; este tiene una chapa que dice:
IN HONOR OF
THOMAS D.
MCDOUGAL
&
LORNA LEE MCDOUGAL
Sería interesante averiguar, para esta historia, quiénes
fueron esas personas.
Me pregunto si acaso Yoko Ono hizo poner en un banco una de
estas pequeñas placas de metal con el nombre “John”, o quizás con los lentes
que él dibujaba como firma.
En mi cuaderno encuentro que escribí en el segundo día en que
llegué a Nueva York, la semana pasada:
“Perdido en algún lugar de la red de subterráneos cerca de las
3 de la madrugada, le pregunté a una chica si el tren en el que íbamos, solos,
pararía en la estación de la calle 96.
‘Yes! Yes!’, me contestó con una sonrisa entusiasta y
servicial. Tenía el pelo teñido de mostaza oscura y los ojos muy irritados. Era
asiática. Me fui a sentar a su lado y le dije:
‘Sos japonesa, ¿no?’
‘Yes! Yes!’
Su vocabulario era de mucha simpatía, aunque no muy variado.
‘Hace muchos años trabajé para el diario Yomiuri’.
‘Yes?’
No sólo tenía los ojos irritados, sino extraños, hinchados,
un poco deformados. Y sus iris eran de un amarillo luminoso, que hubieran
envidiado los pintores psicodélicos.
Le seguí hablando, arrancándole varios ‘Yes! Yes!’ porque quería
seguir mirándola para entender qué le había pasado. Poco después descubrí que
se había operado los ojos para agrandárselos. Y estaba gritándole ‘Yes! Yes!’ a
un completo extraño en un tren que se dirigía a cualquier lugar, a oscuras,
dentro de un túnel bajo la tierra de una ciudad que quedaba del otro lado del
mundo de su casa.”
Finalmente, suena Imagine. Mañana ya no vendré. Volveré a
Buenos Aires a escribir sobre el viaje que hice a China para conocer la casa
donde nació mi padre.
«¿Cómo la estás pasando?”, me preguntan los que me quieren.
Repetidamente he contestado: “vine a tratar de hacer impecablemente algo que
creo que está bien».
¿Y qué misión es esa? Vine a decirle en persona a mi padre: “Mamá
ha muerto”.
A propósito, ella había nacido en octubre de 1940, unos
pocos días después de que nació John Lennon.
A mi hermana y a mí nos queda nuestro padre. Como dos niños,
tenemos miedo de perderlo. Nuestra relación con él es más fuerte ahora.
Detrás mío hay un cartel bobo que tiene el mapa del sector donde
estoy, incluyendo Strawberry Fields, y advertencias de que está prohibida la
música amplificada, los instrumentos musicales, andar en bicicleta, rollers o
skate y “deportes o actividades recreativas organizadas”.
Muchos le sacan fotos al cartel. ¿Qué harán con esas fotos? La
compulsión fotográfica es un tic que comanda a todos.
The girl that’s
driving me mad is going away, desafina nuestro músico tributador. Lennon
y mi mamá eran los dos dragones. Eran parecidos. Los dos valerosos, llenos de
orgullo. Vivieron en Nueva York en la misma época.
Cuando él andaba por el Central Park, yo andaba también, de
la mano de mi mamá. Fueron dos chicos de 32 años en aquella ciudad mugrienta,
pero pertenecían a mundos diferentes, a generaciones diferentes. Yo estaba más
cerca de Lennon que ella, compenetrado con su música y sus opiniones.
Ahora estamos los tres juntos acá.
No tengo muchos recuerdos de mis padres juntos y felice en
Nueva York. Mi padre se enterró en el trabajo como un inmigrante que debe pagar
una deuda enorme, y mi madre no comprendía aquella abnegación.
Cuando llegamos, la familia de mi padre la esperaba con un puesto
de trabajo en una fábrica, y ella aceptó por deferencia, pero rechazaría el
puesto apenas consiguiera trabajar como enfermera, que era la profesión que
amaba.
Sus vidas tomaron rumbos distintos en esta ciudad.
Ahora que ella ha muerto, estoy solo con mi padre. Una amiga
que conoce mi mente y mi corazón mejor que yo, me dijo que había demasiada
tensión entre él y yo, cuando nos encontramos. “Necesitan alguien que medie”.
Estos días hemos sido como dos estatuas frente a frente, solas
en un paisaje enorme, cada una en una montaña. Si se movieran, las dos estatuas
se pelearían, o se abrazarían, o saldrían corriendo en direcciones opuestas.
Diez días solo con mi padre. Su esposa está de viaje y
Jason, su otro hijo, está en la universidad.
Algo une a las estatuas. Están hechas del mismo material. Tal
vez sean iguales.
Algo las une, pero no pueden estar juntas. Sólo tienen algo que
resolver, pero no saben cómo hacerlo. Están allí paradas, sin saber bien qué
hacer.
El músico canta
ahora: How do I feel by the end of the day? Are you sad because you’re on your
own?
Estos días hablamos fuerte, con mi padre, como dos hombres. Evitamos
una intimidad de temperatura insoportable. Los hombres somos muy maricones.
Tenemos el amor adentro, que nos quema, y nos hemos fabricado unas corazas
fuertes. No nos miramos a los ojos, no
nos tocamos.
Pero él recordó que cuando vivíamos en el campo una vez vimos
un enjambre de abejas y empezamos a hacer barullo para que bajara, y así
capturarlo y ponerlo en una colmena de mi abuelo.
Él batía una lata y a mí me había dado una latita.
“Vos le pegabas contento. Contento de trabajar, y de que trabajáramos
juntos. Te gustaba que trabajar fuera divertido, y además conseguimos que el
enjambre bajara, y entonces estabas completamente feliz, porque además habíamos
tenido éxito”.
Necesito correr hacia la música. En el frío escucho I didn’t mean to hurt you, I’m
sorry that I made you cry.
En unos minutos me iré de aquí. Nada me apura hoy, porque ya
tuve suficiente.
Mi papá cumplirá 81 años en tres meses. “Esos viejos”, dice de
quienes tienen su edad y van a pasar la tarde jugando juegos de mesa en el club
de nuestra familia.
No se siente viejo, está criando otro hijo, de 18 años,
tiene muchos por delante. Pero mi mamá murió y él ya tiene 80 años.
Y John Lennon está muerto.
Ha llegado un grupo grande de adolescentes franceses y se han
puesto a cantar en coro. No saben cantar, pero conocen la letra de Imagine de
memoria y se entregan por completo al momento, y el cielo entero se cae.
Está muy bien. Muy bien.
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