Mabel y yo estuvimos 28 años casados.
Cuando cumplimos 25 años, hice un examen de nuestro matrimonio.
Ya no estábamos enamorados.
Ya casi no teníamos sexo.
Cada uno tenía su dinero.
Cada uno tenía su grupo de amigos.
Nos interesaban cosas muy diferentes de la vida.
Veíamos la realidad de un modo muy distinto.
Y entonces, ¿por qué seguíamos juntos?
Porque nos llevábamos bien en el cotidiano.
Cocinábamos y comíamos juntos, estábamos cómodos durmiendo en la misma cama, nos hacíamos compañía, no nos peleábamos, nos poníamos de acuerdo fácilmente en las cosas prácticas, nos resultaba muy fácil llevarnos bien, ninguno quería cambiar al otro , nos aceptábamos como éramos.
Sin embargo yo estaba vacío por dentro.
Comprendí que a ella las cosas más mías no le provocaban nada. Es como si ella atravesara un río y saliera seca.
Yo necesitaba que lo más propio de mí le causara alguna cosa, para que yo no me muriera en vida.
Como estábamos, yo podía seguir toda la vida, toda la vida con cariño y un buen llevar, pero no se me disolvía la necesidad de que mis cosas la hicieran vivir —para que así mis cosas se encendieran y dieran fruto y le hicieran bien a otros.
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