Mi amiga Silvina y su compañero Pedro usaron sus ahorros para comprarse una casita pequeña pequeña en un lugar bastante lejos de Buenos Aires.
Hay que tomar el tren, viajar 40 minutos y después esperar el colectivo, que medio pasa cuando quiere y que llega hasta unas cinco cuadras de la casita. No es tan fácil llegar.
No es tan fácil llegar, pero allá está la casita esperándolos, paradita, amarilla, pequeña.
En medio de un terrenito donde Silvina plantó un fresno, un álamo, una planta de mandarina y un limonero.
El fresno se fue para arriba como un campeón, y al álamo, que es un álamo plateado, se le cayeron las hojas, pero el tronco está saludable.
También crece con vigor juvenil el arbolito de mandarina, al que no le importó en absoluto una inundación.
En cambio, el exceso de agua parece haber afectado al limonero, que no murió pero tampoco cambia. Quedó como en un estado de latencia.
Cada vez que va a la casa, Silvina pasa mucho tiempo con sus árboles.
Se compró algunas herramientas de jardín, mira en su celular algunos consejos que ofrecen otros amantes de los árboles como se ha descubierto ella, está juntando bosta de caballo con la que prepara abono.
Al fresno lo curó de pulgones. Al limonero le dedica un amor especial (parece que algo significa el limonero para ella).
Son todos arbolitos chicos. Arbolitos niños. Pero el álamo se hará enorme. Crecerá hasta la altura de un edificio de dos o tres pisos. Y el fresno también será un árbol grande, y el árbol de mandarina y el limonero se llenarán de flores blancas en la primavera.
El limonero, tan cachuzo como está ahora, un día aparecerá decorado con una muchedumbre de limones de oro que brillarán como soles, y Silvina los mirará y llorará de amor.
Porque todo esto pasará.
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