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martes, 23 de agosto de 2011

Escuchame



Roxana nunca pudo hacer que Osvaldo dejara de roncar. Era una chica que se malhumoraba fácilmente, pero también era muy alegre y chispeante, y sabía llevar la vida grácilmente. Osvaldo era un tipo pesadón y la dejaba hacer, y mucho más debía someterse a sus ocurrencias para que dejara de roncar, porque entendía cuánto la molestaba y él no podía solucionarlo. Entrenaba una forma de respiración, se dejaba reemplazar la almohada, obedecía el cambio de postura en la cama (varios, muchos), se dejaba poner un dispositivo sobre la nariz, una “revolucionaria prótesis intraoral”, tomó té de salvia, aguantó una abstinencia de alcohol más de veinte días, incluso hizo dieta; observó cómo Roxana ponía una llave debajo de la almohada y una mitad de cebolla sobre la mesita de luz, se quedó quieto cuando le metió en la nariz un chorro de agua con sal y bicarbonato de sodio, se dejó untar sobre las aletas de la nariz, el cuello y la nuca aceite de oliva con ruda, se resignó a que Roxana le cruzara la espalda con tela adhesiva para fijar contra su columna vertebral una pelota de ping-pong. Todas estas recetas aparecieron en consultas a médicos, amigos, libros de recetas caseras. Al hablarse de extirpación de amígdalas y de reducción quirúrgica del paladar y la garganta, llegó la solución: cuando Osvaldo empezaba a roncar Roxana se iba al sillón del living —y si estaba cansada o con mucho carácter, lo mandaba a él, que dormía enrollado como un polizón porque el sofá era medio chico.
Luego de un tiempo de vivir juntos, se separaron. No por los ronquidos, claro… Aunque nunca se sabe realmente. Quizás los ronquidos eran síntoma y también origen de algo que ponía fecha de vencimiento a la relación.
Entre las veces que se vieron separados, un día salió el tema de los ronquidos. Bromearon un poco al principio, pero luego, sin que mediara una razón evidente, empezaron a considerar el tema con la misma seriedad que en la época en que estaban juntos, tal vez más. Se preguntaron si no haber dispuesto otra cama fue un modo de admitir que estaban viviendo una relación provisoria. Hablaron de la vitalidad de Roxana y de hasta qué punto sostenía el personaje de “la que siempre busca demasiadas y creativas soluciones” porque así nutría un vacío que la espantaba. Pensaron cómo él era el centro de gravedad de su propia vida, institucionalizándose con rasgos que eran para los demás problemas que de algún modo terminaban aceptando.
— Me parece —dijo Osvaldo finalmente— que yo te roncaba a vos.
— El juego que teníamos…
— No, no me refiero a que funcionáramos como una molestia y alguien que busca una solución y todo eso. Digo que yo te quería decir algo.
— ¿Con el ronquido?
— Sí, eso, no roncando, sino con el ronquido.
— No sé cuál es la diferencia.
— Pero lo dijiste, dijiste el “ronquido”.
— Sí, pero no quise decir algo específico. Ronquido, roncar, es lo mismo.
— Bueno, yo te quería decir algo con el ronquido.
— No te entiendo, Gordo.
— Con el sonido que hacía.
— Como “un concierto de ronquidos”.
— Sí. Eso. Si los que roncaran juntos fueran músicos… viste que cuando dormís, lo mismo escuchás… Si fueran músicos y uno de ellos le da por entonar con el ronquido, porque de cantar dormido a roncar no hay tanta distancia, ¿no?, si uno ronca entonado, los otros lo escuchan aunque no se despierten, y por ahí a otro le da por entonar, también, y armarían una música.
— Una polifonía de ronquidos —dice Roxana con los ojos sonrientes y brillantes de los que Osvaldo nunca pudo sustraer la mirada.
— Sí.
— Pero vos no entonabas.
— No, ya sé. Pero me parece que te quería decir algo.
— ¿Qué me querías decir?
— Qué sé yo. Cada vez te querría decir algo diferente.
— Gordo: roncabas con un sonido de serrucho que era un espanto.
— Sí, sí, ya sé. Pero también te quería decir algo. A veces me despertaba en el impulso de hacer un ronquido, que yo escuchaba, y era que te quería decir algo con el ronquido, pero como me despertaba, me interrumpía y ya no recordaba qué te quería decir.
— ¿Roncabas en un intento de hablar, de pronunciar palabras?
— No...
— ¿Si te ponía un traductor de ronquido a castellano, me enteraba de qué decías?
— No, no. Lo que tenía para decir te lo decía; no había otra manera de decirlo que en ronquido.
— ¡Habías inventado el idioma ronquido, que no tiene traducción! Pero ¿qué me querías decir?
— No sé. Un día te querría decir una cosa, otro otra.
— ¿Estás seguro? ¿No me querrías decir siempre lo mismo?
— No sé.
— …
— A lo mejor sí.
— ¿Qué era, Osvaldo?
— No sé, Roxi. No lo puedo decir, así, con palabras.


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