Estimado Hernán:
Te escribo para
hacerte una consulta, atendiendo a los conocimientos de ornitología con que me
has asombrado en nuestras clases de yoga.
Vivo solo en un
mínimo departamento en el centro de Buenos Aires, que me compraron mis padres
cuando me vine a estudiar a esta ciudad.
Eso fue en 1981.
Ahora tengo 55 años.
El departamento
consta de un solo ambiente, que basta y sobra para la vida que llevo; vivo de
escribir y paso la mayor parte del día aquí dentro, trabajando en mi
computadora. Tal vez me gustaría tener un balcón, pero sólo hay una ventana con
un angosto alféizar, sobre el que he dispuesto algunas macetas de plantas que
se cuidan por sí mismas. No soy una persona extremadamente cuidadosa.
1
Hace tres años un
casal de palomas torcazas llegó a ese ínfimo alféizar de la ventana y
comenzaron a tener una conducta amorosa. El macho cortejaba a la hembra, esta
parecía dejarlo hacer no apasionada pero conforme, y en los días que siguieron,
mientras se apareaban a cada rato, comenzaron a construir un nido.
Llamaron mi
atención. Debo confesarte que me alegraban las horas. Secretamente me asombraba
que mi lugar fuera elegido como espacio para la construcción de un hogar. A mi
edad y luego de haberme dado por vencido en el propósito de formar una familia,
me he asumido estéril y resignado a vivir en un departamento que es a la vez eremita,
nave y bulín. Produzco textos en silencio y en la oscuridad —textos que no sé muy
bien adónde van a parar, porque he conseguido escaso éxito como escritor.
En definitiva, estoy
muy lejos de generar esa energía bulliciosa, cargada de imprevistos, alegrías y
preocupaciones que es la vida en familia.
De modo que el
hecho de que aquellos animalitos, aún tan pequeños, con los que no podía
establecer ninguna comunicación, hubieran elegido mi lugar, me dejó un tanto
absorto y con una alegría cándida.
Me di en observar al
casal de reojo mientras trabajaba.
A cada ratito
llegaban con una ramita. Pensé que eran como pequeños autómatas, actuando sólo
las decisiones que mandaba su instinto. Quizás en el espacio donde está el
edificio, antes de que se construyera la ciudad, había árboles, y las palomas anidaban
allí siglo tras siglo. Su instinto les manda anidar en el sitio.
En fin, la verdad
es que deseé que hicieran el nido, que pusieran huevos, que nacieran pichones y
los criaran.
La vida me alegra.
Quizás nada me alegre tan profundamente
No me abalancé a
intervenir para favorecer la decisión de las torcazas. Sin embargo, dejé de
usar el colgador de ropa y mantuve la persiana abierta siempre a cierta altura.
Aún así, sin ninguna razón aparente, repentinamente el casal abandonó la
construcción del nido y no volvió a la ventana.
Y mi vida volvió a
su normalidad.
2
En la primavera
siguiente regresaron, con el mismo plan. Y yo sentí lo mismo que el año
anterior. Quizás por algún sentimiento de culpa por no haber sido
suficientemente buen anfitrión, esta vez les compré una cajita, la ajusté entre
dos macetas y coloqué dentro un colchón de la viruta de madera que se usa para
empacar objetos frágiles.
Era un nido ideal y
las torcazas lo adoptaron de inmediato. La hembra puso dos huevos perfectos y
se abocó a empollarlos sin contradicciones.
Todo anduvo bien
los primeros días. La hembra no abandonaba el nido en ningún momento, yo me
abstuve de colgar ropa que la asustara al moverse y volví a dejar la persiana
estancada.
Una noche sonaron
truenos y escuché el golpeteo de gotas sobre la persiana. Un aire fresco
irrumpió dentro del departamento con el olor a lluvia, metálico y renovador. Los
truenos se hicieron violentos y la lluvia creció en ímpetu, hasta que
enloqueció. Llovía a baldazos. A la mañana siguiente la paloma no estaba y la
caja tenía agua hasta tapar los huevos.
Todo se había
echado a perder. Los huevos necesitan permanentemente el calor del cuerpo de la
madre y allí en el agua fría, los embriones ya estaban muertos.
Otra cosa que debo
confesarte, querido amigo Hernán, es la angustia que siento cada vez que rompo
un huevo para cocinar, porque temo encontrar un feto. La idea de que muera una
vida que está naciendo me causa un horror más allá de mí. No sé por qué siento
esto. No soy vegetariano ni antiabortista ni nada de eso, es como una especie
de trauma que no puedo explicar.
Con bronca, tiré el
agua, tiré los huevos, tiré el nido, tiré la maldita caja. Me indignó ser tan
tonto que no preví que aquello podía suceder.
Al año siguiente me
duraba la bronca y cuando llegaron las palomas, las eché.
3
Se fueron asustadas
—parecieran animales definidas por el susto—, pero al parecer no ofendidas,
porque este año volvieron, y empezaron con todo exactamente como la primera
vez.
Me agarraron
paciente y sabio y les dispuse una red de alambre como base para que hicieran el
nido. Ellas comprendieron y lo tejieron de modo consistente, que retendría el
calor de la madre y dejaría escurrir el agua, si llegaba a llover.
La hembra puso tres
huevos y los empolló con ese sacrificio que los varones jamás podríamos
sostener.
Al principio estuve
respetuoso, pero llegó un día en el que iba a espiar el nido a cada rato. Por
alguna circunstancia, en esa época yo estaba más solo de lo normal. En general,
mi tarea me obliga a la soledad, pero siempre tengo alguna invitación o algún
mensaje que me demoro en contestar, de modo que siento que hay personas del
otro lado de la línea. Esta vez no y las palomas torcazas eran mi única compañía.
Además, no me pedían nada, no tenía que hablar con ellas ni había
complicaciones de ningún tipo que tensaran la relación.
Nuevamente liberé
el área de la ventana. Mis hijos están grandes, yo ya no haré nido, que lo
hagan ellas.
Estuve pendiente de
la empolladura o del, para decirlo impropia pero exactamente, embarazo de la
paloma. Ella me hacía compañía en mi vida como los chicos de Gran Hermano a las
ancianas que viven solas.
Y he aquí que, aunque
con el macho desaparecido, el embarazo fue llevado a término y tres pichones
nacieron el día de mi cumpleaños.
Los pichones eran
unas criaturas feísimas, como unos gusanos muy gruesos, oscuros y un poco
recubiertos por una pelusa amarilla muy desagradable. No pude distinguir su
forma.
A la tarde salí a
hacer unas compras y al volver a la noche apenas me asomé a mirar presentí
antes que ver, que algo andaba muy mal. La paloma no estaba. Instantáneamente
supe que los pichones no aguantarían el frío sin su madre encima.
Pensé que la madre quizás
volvería, pero pasaron los minutos, y al fin una hora, y otra, y no volvió.
A esa altura los
hijitos ya debían estar muertos.
Si hubiesen sido
más grandes, los habría criado, como crié muchos cuando era niño, pero estos eran
demasiado pequeños.
Me sentí mal
físicamente. Como si hubiese fumado demasiado. Bajé la persiana de un golpe. No
quería saber más nada de aquello. Dormí mal, despertándome a cada rato tenso
como un nudo apretado.
Cuando a la mañana
levanté la persiana, estaba el nido pero no estaban ni la madre ni los
pichones.
4
Tres días después
volvió a aparecer el macho, con su arrullo para llamar a una hembra al nido del
alféizar. Me cayó muy antipático; abrí la persiana hasta arriba, retomé el
control del lugar.
¿Puede tu
conocimiento, estimado Hernán, explicar qué fue lo que sucedió?
Y además, ¿puede la ornitología echar luz sobre mi
obsesión con los pichones y la crianza, este sentir que el amor de criar
justifica la vida?
De mi abuelo se decía
que era portentoso para que las gallinas pusieran mares de huevos, las chanchas
parieran permanentemente lechadas multitudinarias, las yeguas y las vacas
tuvieran siempre dos crías, todas robustas y espléndidas.
Su esposa, mi
abuela, tuvo 15 hijos.
Mi madre alimentó
en su vejez gatos, cada vez más, tantos que invadieron su casa de un modo
siniestro.
Todas las personas
de mi familia tienen esta locura.
Quizás el amor es
un artilugio creado por la vida para perpetuarse.
Claramente la vida
no tiene escrúpulos, carece de un signo ético. Su pulsión no es la bondad, ni
el bien de los demás, sino el de continuar.
Para eso se vale
tanto del amor como de la devoración de unas criaturas por otras, o sea, se
vale del amor tanto como de la muerte.
EPÍLOGO
El último episodio con
las palomas que relaté ocurrió horas antes de que yo hiciera un largo viaje.
Los días que estuve
afuera pensé mucho. ¿Qué había provocado aquel desastre? ¿Habría sido un ave
rapaz, de las que se alimentan de palomas? Nunca había visto ninguna cerca de
mi ventana.
Podría haber sido
una rata. Hace muchos años que no veo ratas en mi edificio, pero cerca del nido
vacío había unos corpúsculos negros que podrían ser heces de rata.
¿Podría haber sido
una pelea entre palomas, por el nido mismo?
¿O podría haber
sido algún otro pájaro?
Como para confirmar
mi intuición, en los días siguientes a mi regreso observé una mañana, que parado
frente al nido con esa quietud irreal de los pájaros, había un benteveo. Su
enorme y fuerte pico me recordó que se alimentan de insectos, y recordé que los
pichones me habían parecido gusanos. También me vino a la memoria que una vez crié
un pichón de benteveo con trocitos de carne cruda.
¿El crimen de los
pichones podría haber sido obra de un benteveo, Hernán?
Como fuera, poco
después la paloma había vuelto a anidar.
La normalidad
parecía retomar su rutina, hasta que escuché unos aletazos violentos y al
acercarme vi dos palomas peleando sobre el nido. Claramente eran dos hembras
que se lo disputaban. La pelea se extendió por dos o tres días, al cabo de los
cuales los dos huevos iniciales se habían convertido en cuatro.
Cuando una de las
hembras quedó en el nido, habiendo echado a la otra, arrojó uno de los huevos
fuera.
Tantas cosas
habrían pasado, en tres o cuatro primaveras. ¿Qué habría que esperar ahora?
Pues lo que sucedió
fue quizás lo más sorprendente: la hembra se clavó allí hasta que dio a luz dos
pichones.
Y ahora mismo los
está criando. Crecen vigorosamente, se vuelven muy grandes día a día. Ya
empiezan a tener forma reconocible de palomas.
Ayer atestigüé una
escena digna de un documental: volvió a aparecer el benteveo. Se lanzó contra
el nido y la paloma erigió sus plumas como un puercoespín y defendió a los
pichones con bravura.
Más tarde llegó mi
hija. Le conté todo esto. Un largo relato, que quizás escuchó.
Al fin me dijo:
— ¿Por qué no le
preguntás a ese muchacho con el que vas a yoga, el que sabe de pájaros?
Es una chica muy
lista.
Luego se fue a la
casa de su novio, y yo me puse a escribirte.