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domingo, 27 de diciembre de 2020

Ciclistas

Hace un rato hice 10 kilómetros en bicicleta, que para muchos es livianito, pero para mí es medio una hazaña.

El tema es que a mitad del camino de regreso, estaba llegando a un esquina en Palermo donde se habían concentrado diez mil ciclistas domingueros, que son como la gente que nunca anda en colectivo, y toma un colectivo en el día de las elecciones: no saben dónde ponerse, molestan, no conocen los códigos; diez mil ciclistas que entorpecían la bicisenda y además un embotellamientos de autos, y cuando fui a evitar todo eso pasándole por un costado, sentí una ráfaga de viento que pasó a mi derecha, rozándome el brazo.

Era una rubia que venía atrás mío, había visto la situación antes que yo e hizo lo que yo haría, pero mucho más veloz y decididamente.

Me largué atrás de ella, como hacen algunos autos que se cuelan detrás de una ambulancia que se hace lugar a fuerza de sirena en el tránsito, y cinco cuadras más adelante, después de atravesar otros embotellamientos, la alcancé.

En ese trayecto fui viendo que era rapidísima y audaz. Se metía por lugares imposibles y hacía maniobras demasiado intrépidas y con habilidad extrema, aunque nunca arriesgando estúpidamente.

Tenía un estilo de una fluidez maravillosa que me contagió. En una subida pronunciada la pasé y sentí que se había molestado. Poco más adelante aprovechó un semáforo y otra vez se me adelantó, pasando tan cerca que pude sentir el aire de su pelo.

A las tres cuadras volví a darle alcance. Yo ya no tenía aire y me dolían las piernas. La observé de reojo. Era una chica alta, atlética. Era tan hermosa que me sentí un estúpido.

Se dio vuelta y me miró. Yo miré para otro lado, como si no me diera cuenta de que me miraba.

Hicimos varias cuadras a unos metros, ella adelante, yo atrás. Pensé en la asombrosa casualidad de que hiciéramos exactamente el mismo recorrido.

En una plaza, otra vez había una congestión de ciclistas y yo me metí dentro de la plaza, para atravesarla volando en medio de bancos, gente haciendo picnic, chicos jugando a la pelota y señoras con perritos, y dejé atrás a la chica. Al estilo de ella yo le había agregado más temeridad.

Cuando ella volvió a pasarme y se metió en un carril central de avenida del Libertador, supe que también había adoptado la temeridad, como si dijera “¿vamos a usar ese recurso? Ok”.

Competimos y jugamos dos kilómetros más. Dos o tres veces nos miramos a los ojos.

Finalmente, no sé de dónde saqué fuerzas para hacer un sprint imposible desde Santa Fe hasta Córdoba por Uriburu para alcanzarla justo 60 metros antes de mi casa.

Quería verla por última vez. ¿Tendría valor para decirle algo?

El semáforo estaba en rojo, pasaban muchos autos. Me paré a su lado. No nos miramos, pero casi nos estábamos tocando, casi respirábamos al unísono, sentíamos el corazón del otro, acelerado. Casi nos olíamos. Estábamos tan juntos como pueden estar un hombre y una mujer.

Entonces el semáforo se puso en verde, volví a picar con todas mis fuerzas y una vez que crucé avenida Córdoba, me subí a la vereda y llegando a mi edificio clavé los frenos e hice una derrapada de cinco metros.

En el momento en que me bajé de un salto y metí la llave en la cerradura, vi su reflejo en el vidrio de la puerta. Pasó despacio, con la cabeza vuelta hacia mí.





sábado, 26 de diciembre de 2020

La verde Navidad del 20

Primer mensaje 

Mensaje de hoy a mi prima Miriam, que vive en Coruxo, Galicia:

Hola Miriam, me pregunto si las costumbres de Navidad son las mismas en Galicia y en Argentina. 

La familia Lorenzo de este lado del mar tiene la tradición de reunirse dos veces, la noche del 24 y en el almuerzo del 25. 

Para el 24, montamos un arbolito de Navidad y un Pesebre. 

La cena es de gala; algunos visten algo rojo, en el menú hay ensalada rusa y chancho, de entrada hay vitel toné y luego de la cena viene la mesa navideña, con turrones, frutas secas y pan dulce. 

A la medianoche se brinda con sidra y todos se saludan con besos y abrazos como en la misa cuando el cura dice "Daos la paz entre vosotros" (en la misa, el cura habla el castellano de España).

Algunos forajidos tiran petardos y fuegos artificiales, otros se quejan de que asustan a las mascotas y a los autistas.

Para entonces, deben aparecer mágicamente los regalos al pie del arbolito: fue Papá Noel.

Cuando había muchos chicos en la familia, llegaba Papá Noel en persona y repartía regalos que llevaba en una bolsa. 

Al día siguiente los niños se empecinan en romper los juguetes y al mediodía se come como si se anunciara el desabastecimiento total en el año entrante. 


Segundo mensaje 

Mensaje a Gaby respondiendo a “qué hiciste en Navidad”:

Fue una Navidad muy pandémica.

Hicimos reuniones virtuales con mis hijos y su madre, como si cada uno estuviera en una nave espacial en un rincón perdido del cosmos, y luego otra con mi padre y mi hermana, también desde nuestras naves.

A medianoche, un distópico brindis desolado con mi amigo Pablo, que el día anterior me había estado trabajando una muela, en ese agujero negro de la Plaza Houssay, embarbijados los dos hablando de lo que hablamos todo el tiempo, política y Boca.

Y comentando de otro amigo, que estaba viviendo horas de angustia porque es de los de riesgo y estaba con los síntomas.


También recordé a los muertos. Me pareció importante, este año.

La Navidad no sobrevivió a mi madre.

Y no se armó Navidad en la casa de la madre de mis hijos desde que nos separamos, cuando los chicos eran chicos. 

Mis hijos son personas sin Navidad en su pasado.

Su madre no cree en la Navidad.

Este año les pedí para mí, que me sentí frágil por los meses de encierro, que hiciéramos una reunión virtual de media hora.

Mi hija Irina, que ha empezado a tomar todo en sus manos, convenció a su madre de que hicieran un arbolito de Navidad para esa reunión.

Colgaron en sus ramas todos los nombres de las personas que sintieron cercanas a ellas, sus hermanos y a mí.

Vivos y muertos.

Humanos y mascotas.

Yo nunca había visto a todos los nombres juntos.

Vi las fotos del árbol en el celular y lo apagué, y fui hasta la ventana y me quedé mirando las nubes, no sé cuánto tiempo, con el celular apretado dentro de mi mano.

Era un árbol de Navidad perfecto, con las raíces y el tronco central en una madre gigante como es Marina y en su hija. El árbol siempre son las mujeres.


En realidad, todos habíamos quedado en presentar un arbolito.

Fer, desde la casa rodante en la que vive en Edimburgo, mostró su guitarra transformada en arbolito con luces.

Santi y yo nos olvidamos.

Al día siguiente les anuncié que finalmente tenía mi arbolito, que había surgido de un modo muy diferente. 

Durante el encierro, se me dio por crearme la compañía de plantas. Vivo en un lugar tan pequeño que no puedo tener más que las plantas que puedan vivir en macetitas. Una amiga me contó que en Tailandia la gente se tomó la costumbre de arrojar las semillas de las frutas que come por las ventanillas del auto cuando anda por los campos, para reforestar. Me gustó la ocurrencia, y entonces sembré semillas de mandarina en un frasco con tierra. No tenía ninguna esperanza de que surgiera nada, y nada pasó durante varios meses, pero un día las semillas empezaron a brotar, hasta que surgió un ramo de plantitas muy verdes.

Comprendí que ese era mi árbol de Navidad, surgido de la esperanza, la desesperanza, la soledad y la compañía. 


Tercer mensaje

Describo mi árbol de Navidad a mis hijos

Son unas plantitas de unos de semillas de mandarina que escupí en un frasco. 

El paño verde que se ve atrás es una corbata que me dieron antes de la pandemia, un día en que me disfracé de Perón. Las que organizaron la fiesta eran unas bravas Evitas feministas y a todos los Perones nos pusieron corbata verde.

Ahora tengo el desafío de convertir las plantitas en árboles. 





sábado, 19 de diciembre de 2020

Antes de la presentación del libro Horóscopo Chino 2021


Llegó la hora de presentar el libro del horóscopo de los chinos del año que viene. Estuve meses dedicado a escribirlo. Finalmente, saldrá a la luz.


Quiero presentarlo a mis amigos con quienes cocino mi vida, en un lugar especial. 

La cuarentena obliga a una presentación virtual; quiero salir desde una isla del Delta de Tigre, no desde el departamento en que pasé enclaustrado todos los meses de la pandemia.


Nueve meses escondido en la caja en la que vivo, un microambiente en un edificio como un palomar, en el barrio de Once.

No sufrí el encierro, casi que tuve más comodidad que molestias, como si toda mi vida me hubiera preparado para el momento.

Al fin me vine a la casa de Camilo en una isla junto al río Caraguatá. 



Es un lugar sumergido en la naturaleza. El aire está lleno del canto de los pájaros, corre una brisa que los árboles refrescan y cargan de aromas, el sol domina las horas, las estrellas relucen en el cielo profundo de la noche. El agua corre incesantemente, llevándose los pensamientos vanos, las preocupaciones viciosas, las tensiones surgidas de la mala vida en la ciudad.

En fin, una fiesta.


En el muelle me espera la perra que es mi amiga. Hace nueve meses que no nos vemos, y ahora está loca de felicidad. Trae uno tras otro, palos para que se los tire y me los devuelva. No para de saltar, ríe, me mira feliz.

Preparo la vida de los próximos días: consigo leña, cargo agua, habilito la electricidad y el gas, acomodo mis cosas. Al fin, pesco un patí, lo hago a la parrilla y ceno solo, igual que en la caja dentro del palomar, pero libre. 

Además, al día siguiente llegarán Eugenia, la china y Francesca.



Euge tiene un registro "mundo". Pasa de discutir Giles Deleuze en un aula de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires a entrenar un equipo femenino de adolescentes qom en un paraje perdido del monte chaqueño, sin moverse, siempre parada en sí misma.

Francesca, piamontesa, se ha hecho argentina en pocos años. Conoce todo lo que sucede aquí desde adentro. Canturrea cumbias y temas del Cuarteto de Nos.

La China tiene un fuego interior como la llama azul de un soplete. Cualquier comentario la enciende, salta de la silla y arma un standup con despliegue coreográfico que deja a los demás medio hipnotizados.


Charlamos incansablemente, y cuando nos agotamos, Euge y Francesca siguen. Sus voces y sus risitas son como una música del bosque a las cuatro de la mañana, en el desayuno, en el muelle donde miramos la puesta del sol en la otra orilla.

A la noche Euge demuestra su extraordinaria pericia para hacer un asado mixto carnívoro-vegetariano. Al día siguiente lleva su charla musical con Francesca río arriba en el kayak.

Nos quedamos tomando mate con La China. Le cuento que en estos días aparece mi libro del horóscopo.

Nos une un costado esotérico. Ella, como buen Chancho, ha llevado el tarot muy lejos, hasta desarrollar un sistema propio, que llama Brujulario. Sabe, por otra parte, que no le compito: no soy vidente, sólo juego con el horóscopo chino para darle sustento a mi apellido cantonés.

Me pregunta qué onda el nuevo libro y le explico que, aunque es un juego, pongo todo el alma en el asunto.

— Durante tres meses no hice otra cosa que escribir el libro —le cuento.


Las chicas aman a la perra.

— Te acompaña cuando estás solo acá, ¿no? —me pregunta Euge, y hablamos de cómo son los días en soledad en esta isla.

La China señala mis alpargatas destrozadas.

— Sos como un salvaje que escribe sobre filosofía china —dice, y nos reímos.


Pasamos varios días juntos. Nos divertimos, tomamos vino, nos contamos nuestras miserias, hacemos silencio. Dormimos acurrucados dentro de la casa, con el viento afuera.

Nuestras vidas van emergiendo en este escenario de paz inapelable. Los episodios aparecen como los camalotes que trae el río y el agua se los lleva, flotando en la tranquilidad. De algún modo nos vaciamos. 

Es la purificación del muelle.


Un día se va La China, al siguiente se van Eugenia y Francesca.

Entonces, se hace un estallido de silencio en la isla. El sol enceguece los árboles y el río. Pero a medida que comienza a descender, vuelve el ruido del viento en la copa de las casuarinas, reaparecen las voces de los pájaros, se levanta el lejano murmullo de las ranas croando, los insectos recomienzan sus ruidos desde las plantas y los zumbidos de sus vuelos.

Además, dentro de pocos días vendrá mi hija.


Irina aparece con su amiga Belén. Son amigas desde chicas. Mi corazón me habla de "las nenas" y le recuerdo que han cumplido 25 años.

Iri está exultante. Hemos venido a las islas desde que era tan chiquita que no tiene memoria. Esta es una feliz casa nuestra.

Belén se alegra con ella. La sigue.

Iri saluda a la perra, mira el agua, sus ojos se van apaciguando hermosamente. Todo este mundo va entrando en su alma y ella recupera un estado de pureza. Sé cuánto necesita esto. Lo que aquí encuentra en el entorno es lo que tiene en el fondo de sí, escondido. Ella es esto. Su nombre, Irina, significa "la que trae la paz".

Se adueña inmediatamente de la realidad, dispone, marca el programa. Desempaca, recorre los alrededores, inspecciona los detalles, hace mate.

Algo en mí puede entregarse por completo al descanso. Algo en mí puede irse ya, flotando tranquilamente.

La perra la reconoce como dueña, igual que hace conmigo; ella le da órdenes, la perra disfruta obedeciéndola.

— ¿Hacemos el pollo a la parrilla? —propone con resolución.

La ayudamos con Belén.

Más tarde me descubre bañándome en el río y me saca una foto, y yo la descubro teniendo con Belén una conversación de la orilla, y les saco una foto.

Conmigo habla de su interés en explorar la lingüística en los animales. Sabe que la marginarán por eso en la carrera de Letras, hasta estigmatizarla, pero su vocación es firme.

Me explica el inevitable futuro en que el hombre podrá distender su desesperación por ser el centro de la Creación, y entonces estará habilitado para considerar que los demás seres también se comunican de maneras tan complejas como nosotros, y que existe la comunicación entre las especies.

Me llena de orgullo su forma de pensar..

En otro momento charlamos los tres sobre el protagonismo de las mujeres en las luchas sociales de hoy. Las dos tienen posturas fundamentadas y adultas. Las dos se hacen cargo de sus vidas plenamente.

— Quédense —las invito—, total, ¿qué tienen que hacer? 

Iri se disculpa y, cordialmente, me explica que las dos tienen actividades mañana.

Me parece muy bien. Las dejo que preparen sus cosas para volver. Luego vamos juntos al muelle a esperar que pase la lancha colectiva.

Tras un buen rato escuchamos el claqueo característico del motor de la lancha, antes de verla aparecer. Irina me pregunta cuándo me volveré a mi departamento, le digo que pronto, y quiere saber si nos veremos antes de Navidad. Le digo que no creo. Me devuelve un gesto de "tendríamos que ver eso".

Llega la lancha hasta el muelle, se ponen los barbijos, nos abrazamos, suben de un salto.

Mientras la lancha se aleja, nos saludamos hasta que nos perdemos de vista.


Me siento en una reposera en el enorme parque junto al río, para leer un libro. No lo abro. 

A un costado, la perra se ha echado muy cerca, tocándome la pierna, con el hocico aplastado contra el piso.

Formidables personas, los perros.


Miro la hora. En un rato, empezaré a disponer todo para la presentación del libro. Muchos amigos muy queridos estarán ahí, conectados a través de sus computadoras o sus teléfonos.


jueves, 10 de diciembre de 2020

Una piedra

“No usaste el chupete, casi”, me dice mi padre, 84, yo 60.

Agrega que no tuve osito de peluche —“objeto transferencial”, se le decía.

Durante la cuarentena encontré una piedra bonita, semitransparente con vetas rosadas, que compré para mi hija Irina en Turquía, Argentina o China.

La puse en un frasco con agua donde cultivé una planta de papa como se cría a un animal.

La planta salió muy bien, incluso dio flores blancas que irradiaron una deliciosa luz bajo el sol.

Cuando murió, quedamos la piedra y yo.

La dejé en la pileta del baño. Cuando me iba a lavar las manos o la cara, la encontraba, y la saludaba.

Al tomar consciencia de que habíamos empezado a relacionarnos, le conté a una amiga que tiene ideas paralelas sobre el mundo.

Una amiga Cabra.

Le mandé la foto de la piedra porque recordaba que ella considera que las piedras tienen poder porque están vivas. Y considera que están vivas porque son parte de un planeta vivo.

Me sugirió que la pusiera debajo de la almohada y que nada más no me resistiera a “lo que ella te dé”.

Luego me dijo, en uno de sus típicos pensamientos excéntricos: “a lo mejor te ayuda con la espalda”. Sucede que la mitad de la cuarentena la pasé atormentado por un lumbago.

No soy militante de la razón cientificista, al contrario. Eso no significa que crea cualquier cosa, pero estoy abierto a otras descripciones de la realidad. El punto de vista de mi amiga me siembra muchos pensamientos.

Al darme cuenta de esto, comprendí que yo había convertido a la piedra en un “objeto transferencial” para poder estar con mi amiga, en esta larga cuarentena en que no podemos vernos.

Dormir juntos con ella nos hacía muy felices.

Ahora me despierto con la piedra en la mano —se ha calentado, incluso tiene más temperatura que yo, igual que aquella chica— y siento que estamos tomados de la mano con mi amiga Cabra.

Y tengo la sensación de que el dolor de espalda se me está empezando a pasar.




miércoles, 9 de diciembre de 2020

Retrato de Lau




Con una amiga tarotista tomamos unas cervezas en las escalinatas de la gigantesca Facultad de Ingeniería en San Telmo. Un edificio tan grande, con unas columnas tan impresionantes, que uno se siente en las futuras ruinas del año 5.000 d.C. Es un poco como estar fuera de esta época y fuera de Buenos Aires. Las sombras que proyecta el edificio de piedra gris eran creadas por la luminosidad de otra Luna.

Ese escenario nos provocó que habláramos eternamente. Repasamos muertes, nos contamos historias que alguna vez sucederán, recordamos personas que atraviesan la ficción.

Volví a medianoche y me puse a trabajar en una nota sobre el desprendimiento de China del resto del planeta. Me quedé dormido arriba del teclado. 

Estaba exhausto. 

En un momento, sin despertarme del todo, arrastré mi cuerpo hasta la cama y me tumbé como una piedra en el fondo de un lago. 

Pero entonces, se me apareció dentro de la cabeza la solución que estoy buscando hace un tiempo para hacer el retrato de una prima muy querida. 

No sé cómo hice para levantarme, y me puse a pintar. 

Pinté hasta las ocho de la mañana.

La luz del verano ya había entrado por la ventana e iluminaba como un niño cada rincón del departamento.



martes, 8 de diciembre de 2020

Con John Lennon y mi mamá en el Central Park

(Capítulo de "Mariposa de Otoño" - Camilo Sánchez me dice que quedan algunos ejemplares) 




Día 1

Estos días vivimos solos, mi padre y yo. Cada mañana a las seis, cuando bajo a la cocina él está terminando de hacer el jugo de pepino, apio, pimiento verde (todo debe ser verde, dice mi padre con fe), manzana ácida y un zucchini muy amargo.

Luego de beber el vaso de medio litro que mi padre me manda tomar, me queda una sensación rara, como si hubiera bebido el jugo de una criatura extraterrestre.

Él tiene la certeza sorda de que ese brebaje es lo que preserva su salud de hierro a los 80 años. “El médico me sacó todas las pastillas”, dice.

Nos lo bebemos y salimos hacia su trabajo, por la autopista 278, y luego cruzando el Manhattan Bridge hasta Chinatown.


Me gusta agarrar por cualquier camino en el Central Park, porque vaya por donde vaya, siempre encuentro algo que me alegra haber encontrado. Hoy, sin embargo, extrañamente fracasamos, el parque y yo. 

Cuando llevaba mucho más de una hora de un camino soso, empecé a pensar que había dado con uno de los pocos recorridos que se pueden hacer evitando los incontables puntos llenos de vitalidad del Central Park. Un parque formidable, un lugar que una y otra vez me ha hecho pensar que una visita perfecta a Nueva York sería un par de semanas de primavera u otoño, pasando aquí todas las tardes.

Cuestión que el paseo de hoy extrañamente era un bodrio, hasta que di con el lugar donde estoy ahora: de casualidad encontré el memorial de John Lennon.

No sé si será exactamente el punto donde lo mataron a balazos, pero en el piso hay una especie de blanco de tiro. Es un círculo, que no está hecho de bandas concéntricas, pero sí es blanco y negro, y tiene un centro. En el centro está escrita, en mosaicos de piedras, la palabra IMAGINE. Es como si le hubiesen puesto un tiro al corazón de todo lo que Lennon trajo a este mundo.

Uno se siente ante una especie de crucifijo. 

El blanco está en un área a la que han llamado Strawberry Fields.

Un sexalescente de pelo largo y bandana interpreta con una guitarra una playlist de temas de The Beatles. Otro anda dando vueltas, hablando con los turistas que llegan constantemente. No sé qué les dice. Quizá se presenta como guía.

Alrededor de la palabra IMAGINE hay flores. Todos los que llegan tienen el acto reflejo de tomarle fotos al blanco de tiro.

Primero una chica y luego otra, se tiran al piso y se sacan selfies en contrapicado para que se lea IMAGINE.

¿Por qué asesinaron a Lennon, realmente? Fue absurdo que lo mataran. Era tan joven, y era una persona hermosa, era tan buen amigo, y tantos lo queríamos. Es insoportable, es desesperante que lo hayan matado.

El simpático que recibe a los que van llegando le saca una foto a un grupo de personas que hablan en español. Luego llega una familia de indios o paquistaníes. Algunos vienen y abren el mapa del Central Park. Casi todos toman fotos con el celular, algunos pocos sacan una camarita digital de su funda.


Cada mañana llegamos con mi padre al negocio de lotería que tiene en el Barrio Chino. Cada vez menos los negocios de la zona están en manos de jóvenes. Los jóvenes chinos de segunda o tercera generación se van: ya son norteamericanos. Va quedando la gente grande.

Como otros chinos clavados en sus negocios, mi padre es una especie de institución. A la gente le gusta ir a charlar un rato con él. A los chinos, pero también a los latinoamericanos, cuando se dan cuenta de que habla español.

Uno de los clientes es un pibe correntino. Todas las tardes llega desde su trabajo, lejos, porque es mecánico en el norte del Bronx, a la canchita que está a media cuadra del negocio, a jugar un rato al fútbol. Cuando termina, pasa a visitar a mi padre. No hablan de nada. El correntino es callado, sólo sonríe cuando mi padre bromea con él. «Tenés que jugar a la lotería de Corrientes, chamigo, así ganás un cuchillo. Acá ganás plata, nomás”. El correntino juega unos dólares, pierde y se va.

Una tarde fui a verlo jugar al fútbol. Me paré detrás del alambrado y me quedé un rato. Los norteamericanos no tienen forma de jugar bien. Sus cuerpos no entienden el tipo de equilibrio con que se juega al fútbol. Entre ellos, el correntino destacaba. Era muy bueno, pero no tenía con quién jugar. Estaba solo.


Un muchacho de unos 30 años le toma una foto a su padre, que posa parado en el blanco de John Lennon.

Una pareja de chinos de unos 40 años pasa cerca, mira de costado con seriedad, y aunque el hombre lleva una enorme cámara de fotos, siguen de largo. Cuando estuve en China comprobé, azorado, que la gente de cualquier edad carece del registro del rock and roll.

Llegan una chica y un chico de menos de 20 años, ella con una remera floreada con las palabras NEW YORK CITY, el pelo teñido de verde y una corona de flores; él, vestido como The Beatles en la época de A Hard Day’s Night, con la gorra de cuero negra y el peacoat negro como el del Corto Maltés.

El chico se llama Alberto, es de Brooklyn, y también de México. Es fan de Lennon. Tiene dos biografías de Lennon en su morral. Me las muestra. A veces viene a tocar temas de The Beatles.

El simpático que orienta a los turistas, ahora le da de comer a una ardilla. También andan entre la gente con mucha confianza las palomas, los gorriones y unos pájaros parecidos a los zorzales. Todos esos pájaros neoyorquinos andan en buscan de comida. A veces la encuentran, a veces no. En cambio, no sé qué harían todas las personas que vienen si no tuvieran celulares o cámaras de fotos. Las fotos son las que le dan forma al momento, como la comunión a la misa católica.

Mis padres se mudaron a esta ciudad en 1972. Yo tenía nueve años y mi hermana siete. Vivimos aquí un tiempo, hasta que ellos se separaron y mi madre regresó a la Argentina con sus hijos.

Estos días entré en la Catedral de San Patricio. Los turistas formaban un suculento flujo circular como un río henchido que emitía incesantemente flashes en todas direcciones, y en el centro había una misa. Aborrecí la multitud, pero necesitaba hacer una pausa en una iglesia. Me senté en un lugar oscuro, sin atractivos visuales, dedicado a algún santo poco popular.

Esta catedral es la principal de los católicos de Nueva York, pero hay otra catedral dedicada a San Patricio, a la que se conoce como Saint Patrick’s Old Cathedral. Vivíamos frente a ella, en 1972, en la calle Mott. Allí mi madre nos hizo tomar la primera comunión a mi hermana y a mí.

Cuando estuve la semana pasada en la catedral de la Quinta Avenida sentí que era la primera vez que entraba a una iglesia sin mi madre. En verdad, he estado entrando solo a diversas iglesias del mundo en los últimos 40 años. Sin embargo, pensar que nunca más entraré a la iglesia con mi madre, tomándose de mi brazo, me desconcierta.


Día 2


Llega un contingente. Todos tienen una credencial anaranjada colgada del cuello. Todos muy blancos, casi todos muy gordos. La guía les ordena que no pisen el círculo del blanco de tiro.

Vine a comprarle unas botas a mi sobrina y aparecí acá por segundo día consecutivo. ¿Cuántos días vendría a este lugar si me quedara una temporada larga en Nueva York? ¿Cada cuánto vendría si viviera aquí?

Hace un rato le mostré a mi papá las fotos que tomé a la mañana en el Museum of Chinese in America. Le conté que me entrevisté con la directora y que cuando le dije que mi familia es originaria del pueblo de Taishan, ella comentó que de ahí vinieron los primeros chinos que se asentaron en Nueva York. Cosa rara, mi papá miraba las fotos con ansiedad y las preguntas le salían atropelladas. «¿Querés que vayamos mañana?”, le propuse, pero se negó rotundamente. El museo ya tiene 36 años, y está solo a cinco cuadras de su negocio, lugar donde él pasa la vida.


El pillín simpático con los turistas, que al final de la jornada se reveló nada simpático conmigo, porque me imaginó como un rival pájaro en busca de comida, hoy no está. 

Sí está en el mismo banco de ayer, con la misma campera y el pelo igual, pero con otra bandana, el sexalescente de la guitarra. 

Canta With a Little Help from my Friends.

Una chica muy bonita, de grandes anteojos negros y vestida con colores negros y grises y ese estilo sobrio y fino de muchas personas de esta ciudad, se sienta junto al músico. No canta, ni saca fotos, sólo permanece un rato y luego se va.


Mi amigo Ricardo Mazalán me contó que cuando mataron a una señora muy querida en el Valle Dupar, a sus funerales masivos llegaron cuatro indias guajiras de la edad de la matriarca. Él las descubrió, desapercibidas en la multitud. Supo entonces de qué pueblo venían y que habían caminado por las montañas durante dos días. Permanecieron sentadas juntas durante algunas horas, en silencio. No hablaron con nadie. Luego se levantaron y se marcharon. Volverían a caminar otros dos días hasta sus casas. “Hicieron impecablemente lo que creían que estaba bien hacer”, me dijo Ricardo.


Llegan cuatro ciclistas, dos muchachos y dos chicas. Tienen una juventud que empieza a madurar. Lucen espléndidos por su ropa, las expresiones de suficiencia en sus caras, su estado físico y su energía. Tal vez sean escandinavos. En Nueva York se hace fácil entretenerse adivinando el origen de las personas. En este momento veo un sinonorteamericano, tres musulmanes, varios latinos y europeos. Vi pasar europeos del Este, indios, japoneses, varios afroamericanos, y nadie de África.

Otra chica, casi una adolescente, está al lado del músico, que ahora toca Eleanor Rigby.

Un chico lleva a su hermanita en un cochecito. Intenta atropellar con el cochecito a una paloma. La hermana llora. 


Ahora es el inicio de la primavera. Si viniese cada tarde percibiría cómo día a día las plantas y los pequeños animales empiezan a ser movidos por una fuerza interior, las personas van liberándose, los colores cambian y la luz y el aire ganan densidad. Sería una inmejorable estrategia para vivir el ciclo de las estaciones en el Central Park.


Todos los que llegan se detienen mucho tiempo frente a la palabra IMAGINE, como si fuera una larga frase difícil de comprender.

“Si uno mira bien, con las mismas letras de IMAGINE también se escribe la palabra ENIGMA”, habría de descubrir Fernando Gioia al ver las fotos de estos días.


El músico está a un costado (ahora toca A Day in the Life).

Un muchacho se sentó junto a la chica. Los dos tienen la mirada perdida y una actitud algo meditabunda. Como si en este momento estuvieran enterrando a John Lennon.

Algunos visitantes, en cambio, hablan a los gritos, están contentos, ríen sin conflictos. No guardan luto. No tienen problemas en pisar el blanco, sólo no pisan las flores ni la palabra.


El correntino es joven, pero casi no hay jóvenes entre los clientes del negocio de mi padre. Los pocos que van, hacen como el correntino, entran y salen. Los que se quedan jugando son hombres grandes. La permanencia se explica en parte porque apuestan en una lotería que tiene una jugada cada seis minutos.

No debe descartarse, sin embargo, que muchos se plantan allí porque no tienen nada que hacer, o porque su mujer los echa de la casa, o porque viven solos, y esta no es la mejor ciudad para estar encerrado solo en un departamento, con los pelos del último gato que murió ya hace tiempo.

Entre los pasajeros está el indonesio, que era marinero y conocía Buenos Aires, Rosario y Bahía Blanca, el que habla a los gritos y mi padre hace callar (“tiene una bocina en la boca”), el que sabe unas palabras en español porque vivió en Cuba.

A veces entran el que se lleva la basura para revisar si hay alguna boleta ganadora descartada por un apostador distraído, el retardado que siempre parece andar en pijama y la señora fina, que nunca sabe cómo jugar.

La composición de la clientela es la que uno se encontraría en un aeropuerto del Sudeste Asiático, Hong Kong o cualquier otro de esos que se llaman hub porque todas las rutas aéreas pasan por allí.

Además de los chinos, al negocio de mi padre, van filipinos, tailandeses, malayos, vietnamitas. Él les habla a todos en el idioma de cada uno, en lo que descubro una habilidad ancestral de los cantoneses, gente que ha comerciado con todo el Asia desde hace milenios.

Mi padre se queja de que algunos clientes le usen el negocio para dormir, y a veces los sacude, pero ellos, al rato, vuelven a la siesta. También se queja de que le usen el baño, pero ya lo han convertido en un baño público. Y tiran las boletas en el piso, y dejan en cualquier lugar los vasos de café con que llegan desde la calle.

El negocio, vuelvo a pensar, es una mezcla de vieja estación de trenes de Bangladesh con un club de bochas de un pueblo de la provincia de Buenos Aires.

El tiempo flota. Una jugada cada seis minutos allí dentro es el tic tac de la eternidad. 


Ahora, estoy sentado frente a los que se paran para leer IMAGINE del derecho. Aunque estoy un poco retirado, saldré en una cantidad de fotos.

El aire del invierno no termina de irse, y resiste, como un león que ha dominado largo tiempo un territorio, ignora al joven que lo ha vencido, y permanece imperturbable.

Por eso mismo, algunas personas llegan ligeras de ropas, decididas a poner el cuerpo por la primavera debida; y otros, más realistas, vienen envueltos en tapados, con guantes, bufanda

y gorro.

Suena en la guitarra algo desafinada, Strawberry Fields Forever.

Un matrimonio con una niña se sienta en los bancos de alrededor. Se quedan mucho tiempo. La niña se levanta, camina hasta el centro del círculo, le saca una foto a la palabra. Los padres tienen mi edad. Me pregunto qué le habrán contado de Lennon. ¿Le habrán dicho que sienten ese lugar más propio que el resto del parque? ¿Que sienten a Lennon como a un amigo?

A unos metros hay un puesto donde un paquistaní vende la legendaria remera que usó Lennon en la foto en blanco y negro, con las palabras NEW YORK CITY. Cualquiera querría tener hijos a quienes les hubiera enseñado las canciones de Lennon, para llevarle esa remera.

Leo lo que escribí ayer en un cuaderno: “Ciudad desaniñada, Nueva York. El profesionalismo y un sentido de la responsabilidad paternal histérico han podado la ciudad de chicos. Cuando te encontrás uno, es como un pájaro que irrumpe en la casa, con el escándalo y la emergencia que se siente, cuando se da contra los vidrios y revolotea en las cortinas”.

Una señora con un perro en brazos pone una tarjetita junto a la palabra IMAGINE y se dispone a sacarle una foto. Llegan dos chiquitos medio salvajes y empiezan a jugar con las flores. La señora tiene una intolerancia súbita, y los reta. Los chiquitos no le hacen caso.


Estos días fui al MOMA. Varias pinturas de la muestra de 1880 a 1940 me conectaron directamente con mi niñez. Las vi desde muy chico, en viejos libros de pintura que estaban en San Nicolás, y que me acompañaron varias anginas y un sarampión. De alguna manera me formaron. Son imágenes que aún se cocinan en el fondo de mi intimidad. Las he mirado y vuelto a mirar miles de veces, y las he visto con todas las partes de mi ojo, incluso aquellas que miran mientras duermo. “I and the village”, de Marc Chagall es tan enorme como supe que era cuando lo recorría en aquel libro a los cuatro años, tal vez antes. Ahora el caballo rezume la ternura de Chagall, pero entonces me asustaba porque temía que me llevara, con su mirada, a un estado en el que nunca más podría distinguir el sueño de la realidad.

Ese miedo era más fácil de manejar con El gitano durmiente, de Henri Rousseau, y con las obras de De Chirico. Con Dance II, de Matisse, puedo entender ahora que las pinturas no necesitan buscar la cualidad onírica para trastornarme. Basta que estén hechas con honestidad para que sean una brecha por la que entra otra realidad, con sus leyes y su ánimo.

Ante los cuadros que en mi infancia veía en papel ilustración, mi consciencia quedó suspendida, fascinada por la nitidez de los colores, y porque eran demasiado perfectos. El contraste con los colores de las reproducciones me convence de que es posible que existan tonos perfectos, y por tanto, de que los hombres pueden hacer algo perfecto, y quedar para siempre dentro de otras personas, modificándole su sentido del mundo y dándoles vida.


Mi padre es el chino que mejor habla español de todos los chinos que conozco, pero lo cierto es que llegó al idioma español de grande. Mi hipótesis del entendimiento con él sin intermediaciones ni ruidos (en realidad, como si el lenguaje no existiera) era infantil y errada. Nunca había pensado que no nos comprendíamos automáticamente. Sin embargo, muchas veces aparecía el silencio de mi padre ante una pregunta mía. Esos baches dieron pie a la fantasía. Nunca pensé lo más sencillo, que eso sucedía porque no entendía qué le estaba preguntando. Imaginaba otras razones, por ejemplo, una tradición china que dictamina transmitir ciertos saberes sólo a los descendientes que hablan chino.

Por otra parte, cada vez que no entendía lo que decía mi padre, me ponía a inventar cosas que él no había dicho. Es así que mi padre terminó teniéndome miedo, porque soy un fantasioso incurable, que comete una transgresión peor que no responsabilizarse por los efectos de sus mentiras: convence a los demás de que sus historias son verdaderas, diciéndose a sí mismo que a su gente le gusta creer que dice la verdad, porque así puede vivir las historias maravillosas queles cuenta.

Más aún, sabe que los demás disfrutan del riesgo de creer una mentira, como si caminara por una cornisa, a cuyos lados está el abismo de no poder distinguir entre realidad y ficción. 


Aunque siento los pies congelados, quiero quedarme en el parque, en este lugar que habré hecho mío, como se hacen propios algunos rincones de las ciudades en que se vive un tiempo. Pero el negocio de las botas está por cerrar y no quiero que mi sobrina se quede sin las botas que tanto desea.

Debo irme.



Día 3


No puedo creer que esté de nuevo acá. ¿Será que vine para esto a Nueva York? Hoy pasé porque fui al Museo Metropolitano de Arte, y me dije que estaba a un paso de aquí. 

Al viejo Carlitos Suez le gustan las películas de juicios. “Para mí son todo un género”, me dijo un día en su eterno videoclub, tan eterno como el negocio de mi padre y como las librerías de los sirios de Macondo. A mí me pasa lo mismo, me resultan un género las historias de quienes se embarcan en una misión con un objetivo muy preciso, aunque de fondo resulta que existe también otro designio, que es secreto.

Alguien, los dioses, el Destino, el azar, seducen al protagonista engañándolo con una aventura irresistible, para que secretamente cumpla con otro propósito. El relato de Historia de los dos que soñaron de Borges y algunas historias que cuenta Carlos Castaneda pertenecen a este otro género. Hemingway, incluso, llegó a justificarlo como una estratagema narrativa: “uno puede omitir –decía en París era una fiesta- cualquier parte de un relato a condición de saber muy bien lo que está omitiendo, y de que la parte omitida comunica más fuerza al relato, y le da al lector la sensación de que hay más de lo que se le ha dicho.”


Ayer y antes de ayer vine cuando la tarde caía, el frío se liberaba y se adueñaba del parque y la gente se iba a cenar. Hoy llegué al mediodía, y el memorial de Lennon era una fiesta. En ningún momento hay menos de quince o veinte personas rodeando el blanco.

Ya saben quién musicaliza. En este momento va con And I love her. Es un músico horrible.

No observo que hoy ocurra algo diferente a los días anteriores. Salvo, como dije, la multitud.

Estoy sentado en el mismo banco. Los bancos del Central Park están dedicados; este tiene una chapa que dice:


IN HONOR OF

THOMAS D. MCDOUGAL

&

LORNA LEE MCDOUGAL


Sería interesante averiguar, para esta historia, quiénes fueron esas personas.

Me pregunto si acaso Yoko Ono hizo poner en un banco una de estas pequeñas placas de metal con el nombre “John”, o quizás con los lentes que él dibujaba como firma.

En mi cuaderno encuentro que escribí en el segundo día en que llegué a Nueva York, la semana pasada:

“Perdido en algún lugar de la red de subterráneos cerca de las 3 de la madrugada, le pregunté a una chica si el tren en el que íbamos, solos, pararía en la estación de la calle 96.

‘Yes! Yes!’, me contestó con una sonrisa entusiasta y servicial.

Tenía el pelo teñido de mostaza oscura y los ojos muy irritados.

Era asiática. Me fui a sentar a su lado y le dije:

‘Sos japonesa, ¿no?’

‘Yes! Yes!’

Su vocabulario era de mucha simpatía, aunque no muy variado.

‘Hace muchos años trabajé para el diario Yomiuri’.

‘Yes?’

No sólo tenía los ojos irritados, sino extraños, hinchados, un poco deformados. Y sus iris eran de un amarillo luminoso, que hubieran envidiado los pintores psicodélicos.

Le seguí hablando, arrancándole varios ‘Yes! Yes!’ porque quería seguir mirándola para entender qué le había pasado.

Poco después descubrí que se había operado los ojos para agrandárselos. Y estaba gritándole ‘Yes! Yes!’ a un completo extraño en un tren que se dirigía a cualquier lugar, a oscuras, dentro de un túnel bajo la tierra de una ciudad que quedaba del otro lado del mundo de su casa.”


Finalmente, suena Imagine. Mañana ya no vendré. Volveré a Buenos Aires a escribir sobre el viaje que hice a China para conocer la casa donde nació mi padre.

«¿Cómo la estás pasando?”, me preguntan los que me quieren. Repetidamente he contestado: “vine a tratar de hacer impecablemente algo que creo que está bien».

¿Y qué misión es esa? Vine a decirle en persona a mi padre: “Mamá ha muerto”.

A propósito, ella había nacido en octubre de 1940, unos pocos días después de que nació John Lennon.

A mi hermana y a mí nos queda nuestro padre. Como dos niños, tenemos miedo de perderlo. Nuestra relación con él es más fuerte ahora.


Detrás mío hay un cartel bobo que tiene el mapa del sector donde estoy, incluyendo Strawberry Fields, y advertencias de que está prohibida la música amplificada, los instrumentos musicales, andar en bicicleta, rollers o skate y “deportes o actividades

recreativas organizadas”.

Muchos le sacan fotos al cartel. ¿Qué harán con esas fotos? La compulsión fotográfica es un tic que comanda a todos.

“The girl that’s driving me mad is going away”, desafina nuestro músico tributador. Lennon y mi mamá eran los dos dragones.

Eran parecidos. Los dos valerosos, llenos de orgullo. Vivieron en Nueva York en la misma época. Cuando él andaba por el Central Park, yo andaba también, de la mano de mi mamá. Fueron dos chicos de 32 años en aquella ciudad mugrienta, pero pertenecían a mundos diferentes, a generaciones diferentes. Yo estaba más cerca de Lennon que ella, compenetrado con su música y sus opiniones.

Ahora estamos los tres juntos acá.

No tengo muchos recuerdos de mis padres juntos y felices en Nueva York. Mi padre se enterró en el trabajo como un inmigrante que debe pagar una deuda enorme, y mi madre no comprendía aquella abnegación.

Cuando llegamos, la familia de mi padre la esperaba con un puesto de trabajo en una fábrica, y ella aceptó por deferencia, pero rechazaría el puesto apenas consiguiera trabajar como enfermera, que era la profesión que amaba. Sus vidas tomaron rumbos distintos en esta ciudad.

Ahora que ella ha muerto, estoy solo con mi padre. Una amiga que conoce mi mente y mi corazón mejor que yo, me dijo que había demasiada tensión entre él y yo, cuando nos encontramos. “Necesitan alguien que medie”.

Estos días hemos sido como dos estatuas frente a frente, solas en un paisaje enorme, cada una en una montaña. Si se movieran, las dos estatuas se pelearían, o se abrazarían, o saldrían corriendo en direcciones opuestas.

Diez días solo con mi padre. Su esposa está de viaje y Jason, su otro hijo, está en la universidad.

Algo une a las estatuas. Están hechas del mismo material. Tal vez sean iguales.

Algo las une, pero no pueden estar juntas. Sólo tienen algo que resolver, pero no saben cómo hacerlo.

Están allí paradas, sin saber bien qué hacer.


El músico canta ahora: “How do I feel by the end of the day? Are you sad because you’re on your own?”


Estos días hablamos fuerte, con mi padre, como dos hombres.

Evitamos una intimidad de temperatura insoportable. Los hombres somos muy maricones. Tenemos el amor adentro, que nos quema, y nos hemos fabricado unas corazas fuertes. No nos miramos a los ojos, no nos tocamos.

Pero él recordó que cuando vivíamos en el campo una vez vimos un enjambre de abejas y empezamos a hacer barullo para que bajara, y así capturarlo y ponerlo en una colmena de mi abuelo. Él batía una lata y a mí me había dado una latita.

“Vos le pegabas contento. Contento de trabajar, y de que trabajáramos juntos. Te gustaba que trabajar fuera divertido, y además conseguimos que el enjambre bajara, y entonces estabas completamente feliz, porque además habíamos tenido éxito”.


Necesito correr hacia la música. En el frío escucho “I didn’t mean to hurt you, I’m sorry that I made you cry”.

En unos minutos me iré de aquí. Nada me apura hoy, porque ya tuve suficiente.

Mi papá cumplirá 81 años en tres meses. “Esos viejos”, dice de quienes tienen su edad y van a pasar la tarde jugando juegos de mesa en el club de nuestra familia.

No se siente viejo, está criando otro hijo, de 18 años, tiene muchos por delante. Pero mi mamá murió y él ya tiene 80 años. Y John Lennon está muerto.

Ha llegado un grupo grande de adolescentes franceses y se han puesto a cantar en coro. No saben cantar, pero conocen la letra de Imagine de memoria y se entregan por completo al momento, y el cielo entero se cae.

Está muy bien. Muy bien.


Nueva York, 28 de abril de 2016


domingo, 6 de diciembre de 2020

Cerca de nuestros pies


Mi hija Irina me dijo que un día cualquiera de la larga cuarentena, se había sentido repentinamente al borde de la angustia total.

Yo también lo había sentido, pero no me animaba a decírmelo.

Sentí una pregunta racional como una tenue voz en medio de una sensación física.

Creo que uno de los saldos que deja esta cuarentena es la conciencia de que en algún lugar cerca de nuestros pies está el borde del vacío, el precipicio de la angustia.

Uno se pregunta: “¿Qué voy hacer con mi vida? ¿Cómo la voy a llenar?”


Cena de cumpleaños

Un extraño efecto secundario de la pandemia es que a veces me ahoga la sensibilidad y lloro como una vieja, por cualquier cosa, o por ninguna razón. 

Mi sobrina Manu y su marido me invitaron a cenar por mi cumpleaños.

Aún la tengo en brazos, puro ojos, su cuerpecito menudo, y sin embargo anoche era una mujer extraordinaria, elegante, adorable. 

Cenamos en un restaurante vietnamita fascinante. Conté algunas anécdotas de tío aventurero, charlamos como si la noche no tuviera fin. Al fin los despedí, monté mi bicicleta y me largué hacia mi pobre departamento donde vivo rodeado de mis libros.

En el camino, a toda velocidad por la calle San Luis recordé una noche que regresaba en otra bici a las cuatro de la mañana al hostel en donde me hospedaba en Estambul, atravesando las calles del Gran Bazar vacío y a oscuras, con los bultos de la basura y los gatos en la calle. Pensaba en el gesto que los chicos tuvieron conmigo. Me sentí sumergido en un mar de orgullo por ellos y de alivio porque nuestro trabajo como padres está cumplido. 

De pronto me sentí mejor persona. 







sábado, 5 de diciembre de 2020

Mirando el horizonte con un mate en la mano

Trabaja mucho. No puede parar. Cada vez trabaja más. 

Trabaja compulsivamente. 

Y cada vez se aplica con mayor intensidad. 

La primera vez que se aceleró como ahora, tuvo una crisis. Le pusieron un stent, le ordenaron que cambiara de vida, se calmó un tiempo. 

Pero ahora, otra vez. Y más que antes. La compulsión y la tensión son masivas ahora.

Encima, la pandemia.

Le han vuelto algunos malestares que lo mortifican mucho. Lo maltratan, lo acorralan como alimañas que lo aguijonean con su ponzoña.

Se está haciendo estudios médicos, pero los resultados no revelan problemas físicos.


Viene a casa, tomamos unos mates. 

Renegamos porque cada uno tiene que hacerse su mate, para no contagiarnos. 

— El antimate —digo.

— La antivida —me responde.

Entonces hablamos de nuestros achaques. Nos damos detalles en esas confesiones que sólo pueden soportar las personas muy santas y las que cobran por escuchar. 

Gracias a Dios, luego pasamos a la etapa filosófica. 

Descubrimos entre mate y mate que cualquier atisbo de dolor se nos convierte en dolencia.

Quizás somos nosotros quienes convertimos en algo real un ligero vislumbre.

Esos malestares físicos son como mensajes. Son padecimientos que nos dicen “hay límites”. El poder del cuerpo tiene límites, la vida tiene límites. “Un día te vas a morir”.

Necesitamos escuchar esos mensajes.

Abrir los ojos para ver qué hay allá adelante.

Nos aferramos a los dolores para no perder de vista hacia dónde vamos.


— Se me lavó el mate —le digo.

— A mí también —me dice, y agarra los dos mates y les cambia la yerba.

Después nos ponemos a trabajar.

Hay mucho trabajo para hacer, todavía.

Y nos gusta mucho hacerlo, y la pasamos muy bien trabajando juntos.