Mi amiga Margarita una vez se puso de novia con un primo
suyo.
Esto pasó hace mucho tiempo.
Se habían divertido mucho juntos cuando eran chicos, pero
luego la familia del primo se mudó a Córdoba y no se vieron más hasta los
veintipico. Cuando se reencontraron, flashearon.
El pibe era una luz de energía, simpatiquísimo, se
compraba a todos, tenía una onda bárbara.
Pero no pasó una semana, que le pegó a Margarita.
Margarita se puso un toque arriba de la situación;
imitando a la Chilindrina, le dijo “no me simpatiiiiiiiiiiizas”, y no lo vio
más. El tipo se volvió loco, pero ella había cancelado todo para siempre.
Hace un tiempo descubrí que los motores que mueven la
vida de los chinos son la ambición por estar mejor y el miedo a la muerte. ¿Qué
muerte? La pobreza hasta morirse de hambre.
Tal vez un eco del ronquido del segundo motor me llegó
por mi padre chino. Lo cierto es que siempre tengo una especie de alerta,
alguien que todo el tiempo me dice “no pierdas de vista el refugio”.
Y no lo hago, en toda situación considero la peor
hipótesis, y me preparo para asumirla en el remoto caso de que ocurra.
Si me voy a navegar, por ejemplo, considero que el barco
o la canoa, se puede hundir, y entonces evalúo qué sería lo mejor para hacer en
ese caso.
Si considero mi vida como mi gran situación, mi refugio
es la miseria. O sea, pienso qué me conviene hacer si cayera hasta una pobreza
en la que moriría de hambre.
Defiendo este ejercicio. Creo que quien da por
garantizadas todas las condiciones de su vida corre el riesgo enorme de
ahogarse ante la zozobra de que le falten.
Pienso en morirme de hambre en un sentido literal, pero
también figurado. Antes de llegar a morirme de hambre, hay una larga lista de
comodidades en una escalera.
Hace muchos años solté el auto.
Trato de no depender de los “beneficios” que otorgan los
bancos, las financiaciones en general, el sistema de salud.
Resisto todo consumismo. Consumo lo indispensable, si
puedo, arreglo una prenda en lugar de comprar una nueva.
Resistí siempre a tener jefes que me dictaran cómo vivir,
a cambio de poder hacer dinero y comprarme una vida holgada “normal”: casas,
una quinta, inversiones, una empresa.
Mi modo de tener a la vista el refugio es vivir con lo
básico.
Cuando era chico tenía recurrentemente la pesadilla de
que me caía en la mitad de la calle; en ese momento aparecía un auto y cuando
yo intentaba pararme y salir corriendo las piernas no me respondían o algo las
atrapaba. En la larga digestión que hice de esa pesadilla a lo largo de mi
vida, se me pegó una frase de la canción Pedro Navaja: “y zapatillas por si hay
problemas, salir voláo”. Siempre tengo las zapatillas puestas.
Hace cinco años me cortaron el gas.
El gas era algo dado para mí. O sea, no es que me sacaron
algo que era una variante, como una campera de las cuatro que tengo. No: me
sacaron algo esencial. No era un beneficio incorporado como algo
complementario, sino algo que ya estaba desde el principio.
Fue una gran lección.
Una primera lección, que me hizo pensar lo que estoy
diciendo acá.
Tres años después, pasé una temporada en un lugar perdido
del interior de China. Con la falta de gas había perdido la ducha, pero en
aquel lugar perdí toda agua caliente en un clima gélido, perdí el baño, la
comida fue limitada. No probé nada dulce en meses.
O sea, la vida me estaba regalando una ayuda a mi empeño
por evitar reblandecerme. Como los cubanos y los israelíes, que una o varias
veces al año, cumplen con dos o tres días de servicio militar.
Afirmé el regalo al llegar, y tomé la costumbre de
terminar cada ducha, en invierno o verano, con unos minutos de agua helada,
para no olvidarme de que el agua caliente es una comodidad contingente o
superflua. Y también para no olvidarme de que hay mucha gente que todo lo que
tiene es agua helada y mucha gente que ni siquiera tiene agua.
En este sentido, la cuarentena por la pandemia de COVID19
es como una Navidad. ¡Muchos regalos!
Sin gas, cocino en un horno microondas que le compré por
pocos pesos a la abuela de una amiga que lo iba a tirar a la basura. Cocino en
una olla de plástico, pero los otros días se rompió, y los negocios que las
venden están cerrados.
Algo pasó con mi tarjeta de crédito, que no puedo comprar
nada online. Incluso Netflix me canceló la cuenta por el problema con mi
tarjeta de crédito.
Internet me deja a oscuras varias veces al día.
Y qué locura que Netflix sea un refugio, me digo. Hay
alternativas, pero andan muy mal. Debería confiar sólo en los libros.
Mientras miro cómo avanza el caos en Estados Unidos, me
pregunto si eso no afectará nuestro sistema financiero, nuestra economía,
nuestra internet, nuestra vida cotidiana.
Me pregunto hasta dónde podemos recular en nuestro
refugio.
Algo en mí está diciendo: “no me simpatiiiiiizas”.