Put on your
red shoes and dance the blues.
Cuando el macartismo se ensañó con parte de Hollywood, muchos
mostraron una solidaridad digna, por ejemplo ofreciéndole a Vincent Minelli la
posibilidad de filmar Un americano en Paris. Minelli se inspiró en una película
de Robert Powell, The Red Shoes.
Creo que muchos queremos en Bowie esa manera de ser amigo.
La película de Powell está inspirada a su vez en el soberbio cuento de
Andersen. Agradezco no sé qué incitación me ha llevado a recordar todo esto porque
me da la oportunidad de compartir aquel cuento.
Los zapatos rojos
Érase una vez una niña muy linda y delicada, pero tan pobre,
que en verano andaba siempre descalza, y en invierno tenía que llevar unos
grandes zuecos, por lo que los piececitos se le ponían tan encarnados, que daba
lástima.
En el centro del pueblo habitaba una anciana, viuda de un
zapatero. Tenía unas viejas tiras de paño colorado, y con ellas cosió, lo mejor
que supo, un par de zapatillas. Eran bastante patosas, pero la mujer había
puesto en ellas toda su buena intención. Serían para la niña, que se llamaba
Karen.
Le dieron los zapatos rojos el mismo día en que enterraron a
su madre; aquel día los estrenó. No eran zapatos de luto, cierto, pero no tenía
otros, y calzada con ellos acompañó el humilde féretro.
Acertó a pasar un gran coche, en el que iba una señora
anciana. Al ver a la pequeñuela, sintió compasión y dijo al señor cura:
- Dadme la niña, yo la criaré.
Karen creyó que todo aquello era efecto de los zapatos
colorados, pero la dama dijo que eran horribles y los tiró al fuego. La niña
recibió vestidos nuevos y aprendió a leer y a coser. La gente decía que era
linda; sólo el espejo decía:
- Eres más que linda, eres hermosa.
Un día la Reina hizo un viaje por el país, acompañada de su
hijita, que era una princesa. La gente afluyó al palacio, y Karen también. La
princesita salió al balcón para que todos pudieran verla. Estaba preciosa, con
un vestido blanco, pero nada de cola ni de corona de oro. En cambio, llevaba
unos magníficos zapatos rojos, de tafilete, mucho más hermosos, desde luego,
que los que la viuda del zapatero había confeccionado para Karen. No hay en el
mundo cosa que pueda compararse a unos zapatos rojos.
Llegó la niña a la edad en que debía recibir la confirmación;
le hicieron vestidos nuevos, y también habían de comprarle nuevos zapatos. El
mejor zapatero de la ciudad tomó la medida de su lindo pie; en la tienda había
grandes vitrinas con zapatos y botas preciosos y relucientes. Todos eran
hermosísimos, pero la anciana señora, que apenas veía, no encontraba ningún
placer en la elección. Había entre ellos un par de zapatos rojos, exactamente
iguales a los de la princesa: ¡qué preciosos! Además, el zapatero dijo que los
había confeccionado para la hija de un conde, pero luego no se habían adaptado
a su pie.
- ¿Son de charol, no? - preguntó la señora -. ¡Cómo brillan!
- ¿Verdad que brillan? - dijo Karen; y como le sentaban bien,
se los compraron; pero la anciana ignoraba que fuesen rojos, pues de haberlo
sabido jamás habría permitido que la niña fuese a la confirmación con zapatos
colorados. Pero fue.
Todo el mundo le miraba los pies, y cuando, después de avanzar
por la iglesia, llegó a la puerta del coro, le pareció como si hasta las
antiguas estatuas de las sepulturas, las imágenes de los monjes y las
religiosas, con sus cuellos tiesos y sus largos ropajes negros, clavaran los
ojos en sus zapatos rojos; y sólo en ellos estuvo la niña pensando mientras el
obispo, poniéndole la mano sobre la cabeza, le habló del santo bautismo, de su
alianza con Dios y de que desde aquel momento debía ser una cristiana
consciente. El órgano tocó solemnemente, resonaron las voces melodiosas de los
niños, y cantó también el viejo maestro; pero Karen sólo pensaba en sus
magníficos zapatos.
Por la tarde se enteró la anciana señora - alguien se lo dijo
- de que los zapatos eran colorados, y declaró que aquello era feo y contrario
a la modestia; y dispuso que, en adelante, Karen debería llevar zapatos negros
para ir a la iglesia, aunque fueran viejos.
El siguiente domingo era de comunión. Karen miró sus zapatos
negros, luego contempló los rojos, volvió a contemplarlos y, al fin, se los
puso.
Brillaba un sol magnífico. Karen y la señora anciana avanzaban
por la acera del mercado de granos; había un poco de polvo.
En la puerta de la iglesia se había apostado un viejo soldado
con una muleta y una larguísima barba, más roja que blanca, mejor dicho, roja
del todo. Se inclinó hasta el suelo y preguntó a la dama si quería que le
limpiase los zapatos. Karen presentó también su piececito.
- ¡Caramba, qué preciosos zapatos de baile! - exclamó el
hombre -. Ajustad bien cuando bailéis - y con la mano dio un golpe a la suela.
La dama entregó una limosna al soldado y penetró en la iglesia
con Karen.
Todos los fieles miraban los zapatos rojos de la niña, y las
imágenes también; y cuando ella, arrodillada ante el altar, llevó a sus labios
el cáliz de oro, estaba pensando en sus zapatos colorados y le pareció como si
nadaran en el cáliz; y se olvidó de cantar el salmo y de rezar el padrenuestro.
Salieron los fieles de la iglesia, y la señora subió a su
coche. Karen levantó el pie para subir a su vez, y el viejo soldado, que estaba
junto al carruaje, exclamó: - ¡Vaya preciosos zapatos de baile! -. Y la niña no
pudo resistir la tentación de marcar unos pasos de danza; y he aquí que no bien
hubo empezado, sus piernas siguieron bailando por sí solas, como si los zapatos
hubiesen adquirido algún poder sobre ellos. Bailando se fue hasta la esquina de
la iglesia, sin ser capaz de evitarlo; el cochero tuvo que correr tras ella y
llevarla en brazos al coche; pero los pies seguían bailando y pisaron
fuertemente a la buena anciana. Por fin la niña se pudo descalzar, y las
piernas se quedaron quietas.
Al llegar a casa los zapatos fueron guardados en un armario;
pero Karen no podía resistir la tentación de contemplarlos.
Enfermó la señora, y dijeron que ya no se curaría. Hubo que
atenderla y cuidarla, y nadie estaba más obligado a hacerlo que Karen. Pero en
la ciudad daban un gran baile, y la muchacha había sido invitada. Miró a la
señora, que estaba enferma de muerte, miró los zapatos rojos, se dijo que no
cometía ningún pecado. Se los calzó - ¿qué había en ello de malo? - y luego se
fue al baile y se puso a bailar.
Pero cuando quería ir hacia la derecha, los zapatos la
llevaban hacia la izquierda; y si quería dirigirse sala arriba, la obligaban a
hacerlo sala abajo; y así se vio forzada a bajar las escaleras, seguir la calle
y salir por la puerta de la ciudad, danzando sin reposo; y, sin poder
detenerse, llegó al oscuro bosque.
Vio brillar una luz entre los árboles y pensó que era la luna,
pues parecía una cara; pero resultó ser el viejo soldado de la barba roja, que
haciéndole un signo con la cabeza, le dijo:
- ¡Vaya hermosos zapatos de baile!
Se asustó la muchacha y trató de quitarse los zapatos para
tirarlos; pero estaban ajustadísimos, y, aun cuando consiguió arrancarse las
medias, los zapatos no salieron; estaban soldados a los pies. Y hubo
de seguir bailando por campos y prados, bajo la lluvia y al
sol, de noche y de día. ¡De noche, especialmente, era horrible!
Bailando llegó hasta el cementerio, que estaba abierto; pero
los muertos no bailaban, tenían otra cosa mejor que hacer. Quiso sentarse sobre
la fosa de los pobres, donde crece el amargo helecho; mas no había para ella
tranquilidad ni reposo, y cuando, sin dejar de bailar, penetró en la iglesia,
vio en ella un ángel vestido de blanco, con unas alas que le llegaban desde los
hombros a los pies. Su rostro tenía una expresión grave y severa, y en la mano
sostenía una ancha y brillante espada.
- ¡Bailarás - le dijo -, bailarás en tus zapatos rojos hasta
que estés lívida y fría, hasta que tu piel se contraiga sobre tus huesos! Irás
bailando de puerta en puerta, y llamarás a las de las casas donde vivan niños
vanidosos y presuntuosos, para que al oírte sientan miedo de ti. ¡Bailarás!
- ¡Misericordia! - suplicó Karen. Pero no pudo oír la
respuesta del ángel, pues sus zapatos la arrastraron al exterior, siempre
bailando a través de campos, caminos y senderos.
Una mañana pasó bailando por delante de una puerta que conocía
bien. En el interior resonaba un cantar de salmos, y sacaron un féretro
cubierto de flores. Entonces supo que la anciana señora había muerto, y
comprendió que todo el mundo la había abandonado y el ángel de Dios la
condenaba.
Y venga bailar, baila que te baila en la noche oscura. Los
zapatos la llevaban por espinos y cenagales, y los pies le sangraban.
Luego hubo de dirigirse, a través del erial, hasta una casita
solitaria. Allí se enteró de que aquélla era la morada del verdugo, y, llamando
con los nudillos, al cristal de la ventana dijo:
- ¡Sal, sal! ¡Yo no puedo entrar, tengo que seguir bailando!
El verdugo le respondió:
- ¿Acaso no sabes quién soy? Yo corto la cabeza a los
malvados, y cuido de que el hacha resuene.
- ¡No me cortes la cabeza - suplicó Karen -, pues no podría
expiar mis pecados; pero córtame los pies, con los zapatos rojos!
Reconocía su culpa, y el verdugo le cortó los pies con los
zapatos, pero éstos siguieron bailando, con los piececitos dentro, y se
alejaron campo a través y se perdieron en el bosque.
El hombre le hizo unos zuecos y unas muletas, le enseñó el
salmo que cantan los penitentes, y ella, después de besar la mano que había
empuñado el hacha, emprendió el camino por el erial.
- Ya he sufrido bastante por los zapatos rojos - dijo -; ahora
me voy a la iglesia para que todos me vean -. Y se dirigió al templo sin
tardanza; pero al llegar a la puerta vio que los zapatos danzaban frente a
ella, y, asustada, se volvió.
Pasó toda la semana afligida y llorando amargas lágrimas; pero
al llegar el domingo dijo:
- Ya he sufrido y luchado bastante; creo que ya soy tan buena
como muchos de los que están vanagloriándose en la iglesia -. Y se encaminó
nuevamente a ella; mas apenas llegaba a la puerta del cementerio, vio los
zapatos rojos que continuaban bailando y, asustada, dio media vuelta y se
arrepintió de todo corazón de su pecado.
Dirigiéndose a casa del señor cura, rogó que la tomasen por
criada, asegurando que sería muy diligente y haría cuanto pudiese; no pedía
salario, sino sólo un cobijo y la compañía de personas virtuosas. La señora del
pastor se compadeció de ella y la tomó a su servicio. Karen se portó con toda
modestia y reflexión; al anochecer escuchaba atentamente al párroco cuando leía
la Biblia en voz alta. Era cariñosa con todos los niños, pero cuando los oía
hablar de adornos y ostentaciones y de que deseaban ser hermosos, meneaba la
cabeza con un gesto de desaprobación.
Al otro domingo fueron todos a la iglesia y le preguntaron si
deseaba acompañarlos; pero ella, afligida, con lágrimas en los ojos, se limitó
a mirar sus muletas. Los demás se dirigieron al templo a escuchar la palabra
divina, mientras ella se retiraba a su cuartito, tan pequeño que no cabían en
él más que la cama y una silla. Sentóse en él con el libro de cánticos, y, al
absorberse piadosa en su lectura, el viento le trajo los sones del órgano de la
iglesia. Levantó ella entonces el rostro y, entre lágrimas, dijo:
- ¡Dios mío, ayúdame!
Y he aquí que el sol brilló con todo su esplendor, y Karen vio
frente a ella el ángel vestido de blanco que encontrara aquella noche en la
puerta de la iglesia; pero en vez de la flameante espada su mano sostenía ahora
una magnífica rama cuajada de rosas. Tocó con ella el techo, que se abrió, y en
el punto donde había tocado la rama brilló una estrella dorada; y luego tocó
las paredes, que se ensancharon, y vio el órgano tocando y las antiguas
estatuas de monjes y religiosas, y la comunidad sentada en las bien cuidadas
sillas, cantando los himnos sagrados. Pues la iglesia había venido a la angosta
habitación de la pobre muchacha, o tal vez ella había sido transportada a la
iglesia. Encontróse sentada en su silla, junto a los miembros de la familia del
pastor, y cuando, terminado el salmo, la vieron, la saludaron con un gesto de
la cabeza, diciendo:
- Hiciste bien en venir, Karen -. Fue la misericordia de Dios
- dijo ella.
Y resonó el órgano, y, con él, el coro de voces infantiles,
dulces y melodiosas. El sol enviaba sus brillantes rayos a través de la
ventana, dirigiéndolos precisamente a la silla donde se sentaba Karen. El
corazón de la muchacha quedó tan rebosante de luz, de paz y de alegría, que
estalló. Su alma voló a Dios Nuestro Señor, y allí nadie le preguntó ya por los
zapatos rojos.