miércoles, 30 de enero de 2019

Escuchame lo que te voy a decir


El hijo de Dante:
— Mi viejo está muy nervioso. Es muy loco. Le pasa algo. Siempre está tenso, está nervioso, como que necesita estar así. La semana pasada me sacó el celular y lo tiró por la ventana. Ni siquiera lo encontré, ni sé dónde cayó. O sea, está bien que yo estaba con el celu, pero ¿quién no? Él está con el celu, le hablás y ni te responde. Yo, si estoy con el celu lo escucho. No es que no estoy con él. Pero no entiende eso. Y además, no es manera. Puede decirme que lo apague, ¿cómo se le va a ocurrir tirármelo por la ventana de un piso 13? Yo me recalenté, pero también me preocupa él. Le puede pasar algo, así.

Dante:
— Me citó un amigo de hace mucho. Me pidió que tomáramos un café. Pensé que tenía problemas con la mujer, pero era por el trabajo. Me dijo que está podrido, que hay una mala onda insoportable, que no aguanta. Y cuando le empiezo a decir lo que me parece, agarra el celular y se pone a escibir, o a mirar, qué se yo. Por ahí, ya hago silencio, porque me parece que quiere que no hable, quiere estar con el celular, pero entonces me dice “hablame, hablame, te escucho?” “Te escucho” ¿¿qué?? Está en otra. ¿Para qué me pregunta? Ni siquiera me contesta lo que yo le pregunto; le pregunto qué le pasa a su jefe, por qué está tan forro, y responde “y… sí, qué va a ser…” Terminé de tomar el café, pedí la cuenta, y me dice “pará, ¿ya te vas? Necesito hablar con vos” Le digo: “necesitás hablar conmigo, pero estoy acá y estás todo el tiempo con el celular, ¿qué onda?” Me dice que no, que estaba respondiendo un mensaje urgente, y se mete el celular en el bolsillo de atrás. Me pregunta algo que ya le había contestado, yo con paciencia le vuelvo a decir y tiene una cara de pensar en cualquier cosa tremenda, y antes de que yo termine, saca el celular, me dice “disculpame”, y hace una llamada. Le tiré la guita de mi café arriba de la mesa y me fui a la mierda. No digo que mi tiempo, mi palabra, lo que yo piense valga algo, pero ¿por qué voy a estar con alguien que no le interesa en absoluto? Este boludo, ¿para qué me hizo ir? Desde ahora, persona que agarra el celular mientras charlamos y corta la charla, persona que no le hablo más. Lo lamento, me quedaré solo.














El nido en mi ventana



Elegí no tener familia. En mis 60 años, de los cuales pasé cerca de 40 en relación con otras personas, tuve parejas que no podían construir una familia, no construí con las que sí podían y finalmente aborté un par de familias. Yo elijo esta soledad  
Me hago cargo.
Pero ¿qué significa hacerse cargo? Padezco mi soledad por los rincones. ¿Eso es hacerse cargo?
Unas palomas vinieron a hacer nido en mi ventana, la hembra puso dos huevos y los está empollando. Desde que armaron el nido, mantengo la persiana baja y sobre todo, en unos días de calor bestial, no hago arreglar el aire acondicionado, porque el técnico tendría que trabajar arriba de donde está el nido. 
Me parece un sacrilegio, una profanación, deshacerles el nido.



martes, 29 de enero de 2019

Para-Pa-pá




Esta es mi pequeña obra para decoración de los videos que subiré a un canal YouTube del Horóscopo Chino. No se me ha dado el idioma chino y acá pueden ver que lo escribo muy mal. No quiero avergonzar a mi papá. Pero menos puedo guardarme lo mucho que lo quiero, no? Los amigotes me sacan de esta encrucijada.

martes, 22 de enero de 2019

Ruinas de Epecuén

Estas fotos son del lago de Epecuén.
En sus orillas hubo una villa balnearia que tuvo 1500 personas.
El lecho es una salina. Las aguas del lago subieron nueve metros en un solo día y la villa entera quedó sumergida, como ocurrió con la Atlántida, sólo que esto ocurrió en el Año del Conejo de 1985. 
En 2005 las aguas habían bajado y podía constatarse que las cosas se habían curado con la sal.
Los árboles estaban intactos en su forma y estaban blancos como todo.
Eran como ruinas romanas de anteayer. Encontré un autito de juguete blanco, una palangana de plástico blanca con una máquina de afeitar descartable blanca sobre una silla blanca; un cuadro blanco, un cepillo de dientes blanco.
Es un lugar que parece el sueño que un indio soñó mucho antes de que llegaran los argentinos a matar a su raza, secuestrar sus mujeres e hijos e incendiar la toldería al lado del agua salada.
Hoy las casas de la villa fueron demolidas. Lo que las aguas del lago preservaron milagrosamente, los intendentes y gobernadores mandaron tirar abajo con topadoras.
Queda en pie el magnífico, irreal edificio del Matadero, obra de arte de un arquitecto loco y genial. Sólo su fama y su tamaño explican que no lo hayan derribado.
Todo lo demás son tristes escombros inertes.
También están cortando los árboles blancos.
Han hecho un balneario, con un bar del que sale sin parar una música caribeña a un volumen enloquecedor que ahuyenta a todos los seres, vivos y muertos, de un kilómetro a la redonda.
A todos, salvo a los veraneantes de hoy. Algunos ensayan el ritmo moviendo sugestivamente la pelvis.













lunes, 14 de enero de 2019

Perros y gatos



En un documental sobre los chimpancés el guionista hacía mucho énfasis en la capacidad de socialización.
Algunos individuos la tenían anulada, la capacidad de otros llegaba a dinamizar toda su sociedad.
Me indujo a concebir un órgano, como el hígado o el corazón, que tiene la función de socializar. Pensé que cualquier persona puede enfermarse de ese órgano y entonces pensé en las señoras de los gatos y en los crotos que andan viviendo abajo de los puentes llenos de perros. También en la eficacia de las terapias para autistas y otros que usan animales.
Cuando mi tía Tita se vino abajo, después de tres derrames cerebrales, y se quedó en la cama para siempre, mi madre, que la cuidó hasta el final, le llevó un loro. Lo puso en la ventana. Mi tía, que era malísima, lo miraba todo el día en paz y sonreía cuando el loro charloteaba y cantaba canciones que le enseñaba mi madre, como “zero tre zero tre quattro cinque e sei”.







sábado, 12 de enero de 2019

Equivocaciones y correcciones



¿Qué son mejores, las equivocaciones o las correcciones?
¿Preferís que te equivoquen o te corrijan?
¿Qué te confundan con alguien o que te digan "estás fantaseando, yo te voy a decir cómo sos..."?
De las personas que más me gustan, sus equivocaciones hablan de ellas más y mejor que sus correcciones.
Su Ello es mil veces más agradable que su Súper Yo.
Amo las equivocaciones de las personas que me gustan y en cambio no me enamoran en absoluto sus correcciones.
La maravillosa Ornella Vanoni cantaba en Detagli:
Sé que otra mujer
está inventando una frase
con palabras como las que te dije.
Parece una locura.
No creo que te quiera
Errores gramaticales
no comete
y sin errores nunca tendrás felicidad.


(Io so che un'altra donna
sta inventando una frase fatta
di parole come quelle che ho già detto.
Mi sembra matta.
Non credo che ti voglia
così tanto bene.
Errori di grammatica
lei non ne fà
e senza errori non si ha mai felicità.)

viernes, 11 de enero de 2019

Entre Barrancas de Belgrano y Santa y Fe y Canning



En los días que llegué a Buenos Aires para estudiar, una noche me enamoré de una chica iba en el colectivo.
Era divina.
Le quería decir lo que me pasaba porque nunca más la vería, pero era obvio que me iba a rebotar, encima delante de la gente que iba en el colectivo, que por un lado hacen como que cada uno va en la suya, porque nadie eligió estar con la gente que estaba allí, pero que como nadie tiene nada que hacer, y además todos bastante chusmos, si alguien hace algo todos le prestan mucha atención, con bastante predisposición a la reprobación o a la burla.
Si la chica me desairaba ante ese público, nunca me recuperaría del bochorno.
Entonces le escribí una carta de amor —entre Barrancas de Belgrano y Santa y Fe y Canning.
Era una carta buenísima, escrita desespradamemnte, con el corazón en la boca, acongojado por lo mucho que me gustaba y lo absolutamente imposible que sería volver a verla, con esa sensación de que algo mágico se posó en tu mano y luego se escapa sin que puedas retenerlo.
Una carta escrita a alguien que estaba mirando, y no a cualquiera, sino a un hada, a una criatura perfecta. Escribía “vos”, “vos”, “vos” y ella estaba ahí, a un metro y medio.
Una carta que seguramente ella arrojaría a la basura sin leer, o habiéndola leído; la tiraría y la olvidaría en el instante, ni siquiera la guardaría.
Pero ¿y si no? ¿Si le sucediera algo?
¿Si mi corazón tan intenso como el de un dios en medio de la batalla llegara a tocar su interés y ella sintiera una pequeña curiosidad, el dejo de un gusto que le hiciera sonreir?
¿Y si aquella carta, valerosa, honesta y vívida, era el principìo de una aventura gloriosa?
Cuando la terminé hice un movimiento para levantarme y dársela. Pero entonces noté que tres personas me observaban de reojo. Me detuve en seco: la chica podría desairarme de la misma forma que lo haría si le hablaba.
Eso me puso en jaque. Era consciente de que la sangre había concurrido en masa a mi rostro. Me quedé un rato mirando para afuera por la ventanilla, como si el paísaje me interesara.
Mi angustia era un cangrejo cruel. Miles de cangrejos.
Pensé en una solución: le escribí nerviosamente mi dirección y mi teléfono. Claro que sabía que si era difícil que la chica hiciera algo diferente a arrojar la carta a la basura, mucho más difícil era que me mandara una carta o me llamara, pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Mi desasosiego era absoluto. Sólo podía esperar a que se bajara y entonces darle raudamente la carta, o arrojársela al regazo cuando me bajara yo.
Claro que podía hacer un millón de otras cosas. Podía bajarme con ella. Podía darle la carta y pasar vergüenza. Podía hablarle y hacer el ridículo.
A lo mejor lo que me gustaba era la electricidad  insoportable de aquel momento.




domingo, 6 de enero de 2019

Al cielo vuelve el 2018


Me producen asombro las personas que llevan procesos racionales enteros en su cabeza, un encadenamiento lógico, un razonamiento, una hipótesis. En mi caso, si no escribo, prácticamente no pienso.
Así, amo los pizarrones. Mientras escribo va apareciendo lo que tenía en mi cabeza sin saberlo.
El pizarrón es como un espejo en el que puedo verme la espalda —una espalda como un paisaje, llena de prados, ciudades, criaturas, máquinas; con infinitos rincones y poblada de misterios.
En mi departamento despliego los temas en que trabajo en pizarrones y en afiches que pego en paredes y puertas; inclusive escribo calendarios de actividades en los vidrios de las ventanas.
Por otro lado, me parece muy importante marcar el final de los ciclos. Y creo que la manera humana de marcar el tiempo son los ritos.
Me gusta prender fuego los carteles en que he extendido una misión, una vez que la misión ha terminado.
Hoy descolgué las láminas en que fui anotando organigramas, listas de actividades y calendarios del libro Horóscopo Chino, de los calendarios de cada semana, del libro 10.134 kilómetros por las entrañas de China y el calendario general de 2018.
En ese calendario estaban marcados la quebradura de mi clavícula, incluida la operación y la lista de amigos que vinieron a cuidarme los diferentes días de la semana, también las operaciones de mi hermana y de mi amigo Pablo, las presentaciones de la murga de Santi, el esfuerzo de guerrera de Iri en la carrera, la vida de Fer en Tulum, costa yucateca; un libro que traduje, la participación en otro, de la Academia China de Ciencias Sociales, la investigación sobre la erradicación de la pobreza en China y su presentación, las presentaciones con Luciana de mi encuentro con los budistas tibetanos nómades, mi participación en el escenario del Año Nuevo Chino en Belgrano y los show del Horóscopo en el Chinatown de Tigre y en el Museo Quinquela Martín; la fuerza que hubo que hacer cada semana en las calles porque el intento de ahogar a toda la sociedad es despiadado, el triunfo de las pibas en la calle; el trabajo incansable con Néstor en Dang Dai, sacar las ediciones impresas, hacer cada día la página de noticias y cada semana la newsletter, y en noviembre la locura de la llegada de Xi Jinping y las mil actividades complementarias; el nacimiento de algunas ideas, personas que llegaron a mi vida, personas que se fueron, el reconocimiento de la Legislatura a Mariposa de Otoño, el trabajo con Dani y Yami en su Centro de la Cultura Shaolin, la Navidad con Richard y Anahí.
Y están mis viajes a Qinghai con Polo y sus papás, mis amigos del alma, hasta el centro de la tierra de los dioses adorados con caballos blancos de viento y banderas de colores que flamean eternamente, adonde un lobo me miró a los ojos, y a Beijing, que sentí mi casa, con Camilo y Michael, Carlita y Faivel, Pilar, Guillermo, Juan, Mónica, Pablo, Lou Yu, Aye Iñigo y el camping con la pequeña Li Yunmei y sus amigos. Está el viaje a Galicia, la ría de Vigo, la tierra soñada de Corujo, el manzano y el potro que vino a comer de mi mano, y los parientes Otero con quienes nos abrazamos: Miriam, Alejandro, Andrés, Alberto, Cristina, Marina, la tía Carmen, el joven Alejandro, las preciosas Andrea y Ana, Iván. También están los viajes por Argentina, al Parque Nacional Lanin en marzo, a Tierra del Fuego en julio (al mejor hotel de Sudamérica diseñado por mi amigo Juan), al Cañón del Atuel en Mendoza, a La Pampa, con el descubrimiento del Espíritu de Calfucurá, a Rosario, a Calingasta en septiembre.
Sobrevuelan el calendario los amigos mágicos de todo el año, Camilo, Mariela, Pablo, Fer, Néstor, Ivana, todos los Chaquichanes.
Cuando en un rato haga una fogata para prender fuego a todos esas vivencias, su alma se elevará con el humo al cielo.
Es de allí de donde llegó la inspiración y la vida con que pude hacer todo lo que hice.
Me quedaré pegado un tiempo más a este planeta, agradecido por el don que se me ha concedido de vivir el 2018 y dispuesto a vivir lo que me sea concedido.





viernes, 4 de enero de 2019

El peligro que corrió Papá Noel



En aquella época mi familia era cuantiosa. Los hermanos más grandes de mi mamá aún no empezaban a tener nietos, los más jóvenes recién se casaban y los del medio tenían niños chicos. Y eran quince hermanos.
Aquella Navidad los chicos éramos un tropel de cabras que todo lo atropellaba, mientras mis tíos y tías gritaban hablando de política y de autos, bebían, llevaban y traían fuentes de ensalada rusa, de vitel toné, de cerdo trozado, con la música fuerte, con parientes políticos y amigos incorporados, que sumaban a la multitud.
Aquella fiesta de Nochebuena se hizo en mi casa. Mi madre, mi tía Chela y mi padre se pusieron la fiesta al hombro.
Fuimos muy felices.
Mi padre, a la sazón, chino. Pero la Navidad licuaba todo. Allí estaba mi padre bailando la tarantela como un siciliano, rojo porque la sidra le ponía la cara roja, a las carcajadas, enganchándose del brazo con mi tío Horacio, rudo domador de caballos, con la vecina doña Esther, con mi abuela Luisa.
A la media noche se dispuso el rito de la llegada de Papá Noel. Se calló la música y se apagaron las luces. Los grandes crearon misterio, los chicos nos fuimos acallando, más asustados que felices. Sólo alumbraban los pestañeos incansables de las luces de colores del árbol de Navidad.
Todos nos apretamos en un patio al que daba una pared muy alta.
“Miren ahí”, dijo mi padre y comenzó a alumbrar con la linterna la parte alta de la pared. Una escalera apareció y poco después, contra el cielo, ante nuestro terror y nuestra maravilla, se materializó milagrosamente Papá Noel, con su traje rojo que brillaba, su abultada barba, sus botas negras, su bolsa de regalos y una campanita.
Gritó algo mientras mi padre le alumbraba la cara, pero no entendimos que decía.
Observé a mi tía Teresita y a mi prima Carmencita, que se reían mucho. Los grandes estaban divertidísimos, mientras los chicos estábamos azorados, sin darnos cuenta de lo parecido que era a César, el hermano de nuestro vecino don Oscar, famoso borrachín a quien invariablemente se encontraba en el Club Social Mitre, jugando al truco, siempre con una copita llena, a media, vacía u otra vez llena de grapa.
En algún momento empezó a crecer un murmullo de los grandes que hablaban en secreto y se escapaban algunas risas y gritos: Papá Noel se disponía a bajar. Parecía haber un problema porque la escalera no llegaba hasta el borde superior de la pared, sino que quedaba bastante abajo y Papá Noel estaba haciendo unas maniobras penosas, apoyado de panza contra el filo de la pared, tratando de alcanzar la escalera con la punta de su bota.
“Esperá Papá Noel”, gritó mi padre, candidato a héroe silencioso, y trepó a la escalera para asistirlo. Así, lentamente, Papá Noel fue bajando, abrazado a un chino, con la barba toda para un costado, el cinturón a la altura del pecho y la cara chorreando de sudor, abrigado como estaba en los 33 grados de la Navidad del sur.
Las mujeres lo sentaron en una silla, Papá Noel pidió “algo de tomar”, le hicieron el chiste de llevarle Coca Cola mientras festejaban a las risotadas, y comenzaron a llevarle bolsas, para que sacara de ellas regalos y se los diera a quien correspondiera, según la etiqueta. Mis tías Irma y Chela le iban alumbrando con la linterna y le susurraban el nombre que él gritaba.
Poco a poco todo el mundo se fue llenando de regalos y apenas hubo terminado Papá Noel de repartir los regalos, ya sonada un pasodoble a toda orquesta y ya volaban los platos con turrones y con frutas secas, y sonaban los corchazos de las sidras.
Vi a Papá Noel en la mesa, encorvado, tomando algo con mi tío Tito y otros apasionados por las carreras de autos, y me olvidé de él.
Sólo lo recordé más tarde, cuando lo encontré durmiendo, derrumbado en un sillón del living.
Las luces del árbol de Navidad le iban cambiando de color la cara.
Era asombrosamente parecido a Cesár, el hermano de don Oscar.






Añoranza de lo que está por venir



Encontré una carta en la que mi tatarabuela amonestaba severamente a su hija, mi bisabuela. La retaba desde el País Vasco porque mi bisabuela se había casado con un “extranjero“.
Una de las hijas de mi bisabuela fue igual de rebelde. Su madre la echó de la casa porque tenía amoríos con un hombre de quien no estaba casada.
Esa hija no hizo caso y su madre la condenó al exilio de la familia, ordenándole a todos sus hermanos que hicieran como que ella había muerto. Sus hermanos obedecieron.
Aquella pobre mujer tuvo dos hijos y anduvo a los tumbos por el mundo, como una pordiosera, como una loca. Sus hijos vivieron un horror.
Con uno de ellos tuve bastante contacto. Era un hombre alegre, positivo, optimista. No le faltaba una dosis de añoranza por algo mejor, pero él lo ponía en el futuro. Era un extraño nostálgico, sufría no por algo que ya no habría de volver, sino por lo que no había sucedido aún.



Ganímedes



Ganímedes es una luna de Júpiter. Está secretamente relacionada con la Tierra —ambas poseen océanos de agua salada.
Cuando levanto la cara hacia el cielo de la noche, inmediatamente la descubro.
Nadie lo sabe, pero toda la realidad podría disolverse, y yo seguiría siendo yo mientras mire el cielo de la noche y observe a Ganímedes brillar.






No me querés



Cuando empezamos a salir con Ángela, su hijo Raulito tenía ocho años. Era un chico extremadamente sensible. También tenía una mente muy torturada. A veces sentía que su mamá no lo quería y se ponía muy mal. En cualquier momento y en cualquier lugar, sin importarle qué personas estaban en la situación, Raulito se ponía a gritarle a su madre que no lo quería.
Creo, son embargo, que tenía un poco de razón. A eso contribuía su insoportable modo de pedir amor.
Ya adulto, hombre de más de 30 años, hace lo mismo con su novia. Una y otra vez la envuelve en sus rabietas reprochándole que “no lo quiere“. Muy observadora, su novia le dice que entiende que se desesperara porque su madre no lo quisiera, porque siendo niño, no podía escapar a que su madre fuera todo y lo único, pero no comprende por qué no la deja a ella y se busca alguien que lo quiera como él necesita.

El vacío del encuentro físico luego del amor virtual



Entre las palabras que le faltan al castellano está el nombre específico de esa incomodidad de dos personas que han anhelado largamente encontrarse y finalmente se encuentran.
La palabra debería contener la sensación que tienen las dos personas de no conocer el código de tratarse físicamente.
Y también debería expresar el desconcierto por esa ignorancia, que contrasta espantosamente con la confianza que ha crecido, hasta llegar niveles muy profundos, por carta o por chat.







Como los Muppets



Tengo una amiga psicoanalista que se plantea como objetivo ético que sus pacientes salten, lo antes posible, del sofá a la pista de baile.
Confía en que quien baila con otros necesita mucho menos de un analista, un médico, un guía espiritual, un libro de autoayuda.
"Bailando se te pasa", suele decir.
Claro que no es tanto el baile de Scola, sino el bailotear sin darse cuenta, hacer cualquier cosa. Como los Muppets.
En la fiesta de cumpleaños de 15 de mi sobrina, Mariela me hizo ver a dos o tres parejitas. Todos los chiquilines bailaban como locos, saltando como cabras, y las parejitas estaban sentadas en la oscuridad, mirando, envidiando. Tenían 15 años y ya estaban condenadas.
Es mejor lanzarse a bailar, y si resulta que te divertiste con alguien, entre vos y esa persona hay algo que vale la pena. Seguramente vas a querer volver a estar con ella. No hará falta que estés preso de la institución, del título, del disfraz. De novia, novio, amigo, adulto, artista, revolucionario o lo que sea.






Javier y Lucas


Javier y Lucas son hermanos y primos míos.
Están siempre juntos, son como mellizos. Se compraron un utilitario y pusieron una distribuidora de pollos.
Les va bien, pero tienen temperamentos diametralmente diferentes.


Línea de frontera



Carretea el avión, un poco rutinariamente, no se sabe si convencido, y entonces se detiene. Uno siente que se desinfla, pero siempre vuelve a arrancar y luego de un par de vueltas se mete en la pista grande y entonces sí, hace fuerza con las entrañas y se lanza, tremendo impulso, hasta más allá del océano, por sobre las nubes, solo bajo la luna.
Pero a veces no.
Anoche mi avión se pinchó y se pinchó. Volvió al lugar donde los pasajeros subimos, nos dicen de un desperfecto técnico, una hora ahí arriba, luego todos abajo y luego a esperar, no se sabe qué.
La nube de pasajeros ofuscados, descorazonados, por ahí, sin saber cómo ponerse, en el limbo, a disposición de una compañía en la que ya no confían, algunos ya tirados, todos con el celular. Tres horas después, a un hotel.
Entonces caigo en una habitación más grande que mi departamento. Un lujo. La primera noche que esperaba pasar en un hostel, con once mochileros, unos de Chile, otros de Canadá, la paso en una suite. Ningún ronquido ajeno. Lo que sí, el Crown Plaza, soso. Técnico. Junto a la autopista. Es que es un hotel que funciona asociado al aeropuerto. Aquí se alojan los pilotos y las azafatas, y los pasajeros profesionales y los desahuciados como los del vuelo 51 a Madrid. Ni siquiera tiene restaurante: room service. ¿Qué más? Un tremendo hotel, sólo para gente que vuela en avión. Impresionante.
Y es que los Estados Unidos son el país más grande del mundo. ¿Y la China? Viene atropellando muy fuerte. Ayer, en su casa de lotería parecida a una estación de tren, mi padre me ha dicho “este Trump dijo que los chinos no pueden vivir bien. ¿Podés creer eso? Está envidioso y rabioso. No soporta que a los chinos les vaya tan bien. Y que lo hicieron todo solos. ¿Por qué los pelea? ¿Por qué no hace las cosas bien él, en vez de ir a camorrear a los chinos?”
La relación con los demás no las siente como un nido de paz este hombre, que ya mandó el ejército a parar con balas la caravana de zombies famélicos que le llegan por tierra desde el sur. En el aeropuerto han cambiado algunos nombres técnicos. Han puesto unos carteles que dicen LÍNEA DE FRONTERA Y DE PROTECCIÓN. “Protección”. ¿Quién los ataca? En fin, aquí es que he pasado la primera noche.
Cosas de los viajes.



La araña y el viejo




Una araña de un tamaño espeluznante se está comiendo la cara de un viejo, que está sentado contra el tronco de un árbol. El viejo es gris y la araña es gris.
Un pequeño mono da un salto espectacular, aterriza sobre el viejo, atrapa la araña y se la come.
Cuando termina se va, vivaz.
Sólo ha quedado el viejo, casi sin cara, y una media pata yerta, gris y peluda, de la araña.

Ou Zhamin, Gaviota china del tango



Hay 19 supermercados de dueños chinos en el barrio de Boedo. Hace unos años cualquiera de nosotros hubiera entrado en uno de ellos a comprar una Paso de los Toros, jabón Drive o una mermelada de naranja, y se hubiera encontrado con un chinito acomodando mercadería en una estantería. Muy posiblemente no lo hubiera notado. Se le habría pasado desapercibido el nacimiento de una Leyenda.
En 2015 el muchacho ya había regresado a China. Entré con él a una milonga de Beijing: profesores, asistentes, mozos, bailarines, detuvieron su baile, los sentados se pusieron de pie, los que estaban lejos se acercaron y todos le brindaron una cerrada, sentida y larga ovación. Se llama Ou Zhamin, es la persona que más sabe de tango en China, y es el chino que más sabe de tango en el mundo.
En los años que estuvo en Argentina se apasionó con la más originaria de nuestras músicas. Se sobrepuso al idioma, al entorno argentino, a dificultades de todo tipo y el tango se le metió hasta el bajo fondo donde el barro se subleva.
Para que los tangueros pudieran pronunciar su nombre, se puso Gaviota.
Tradujo la Historia del tango de Ferrer, la biografía de Piazzola, escribe una novela sobre tango. Lo han nombrado Director de la Escuela de Tango Carlos Gardel. La Academia Nacional del Tango lo hizo representante en China.
Y es una persona hermosa, tiene un corazón de oro y es un amigo entrañable.






El alma de los viajes



Las premisas eran 1) hay tantos lugares con los que me resulta vital volverme carne y 2) el tiempo y los recursos que tengo son limitados.
Encaro los Viajes de mi Vida cuando veo el fin de mi carretel.
Se caía de maduro que cada lugar que visitara sería la última vez.
La mayoría sería la primera y última.
Bien, el alma incorregible de los viajas es su capricho salvaje. Sí las cosas que sucedieran en los viajes obedecieran a un plan, no serían viajes. En mi caso, cada lugar al que voy en esta fase tiene la decisión de cautivarme como un hogar.







jueves, 3 de enero de 2019

A la caza del mayordomo

Sobre el género policial, alguien comparó el estilo de Sherlock Holmes con la novela negra.
En el primero, las cosas se resuelven en la cabeza. El detective recolecta datos y los trama en hipótesis. Encerrado en su oficina, fumando la pipa, sentencia "el asesino es el mayordomo". Stephen Hawking ha llevado esta figura a un extremo casi inconcebible.
El detective de la novela negra, de algún modo al contrario, munido no más que de su  intuición y una pistola, lanza su cuerpo a la calle. Allí se entrevera con rubias, millonarios, whisky, policías corruptos, y en el camino de su investigación da con los asesinos, que le parten la cabeza a culatazos y a los que quizás atrape.
Una vez mi hija, a quien la física la afligía mucho, hizo este descubrimiento: "yo pensaba que había que saber todo para poder resolver los problemas; ahora sospecho que se aprende en el intento de resolverlos".
Entre muchos, estos dos estilos del género policial, parecen dos estilos de vida.