miércoles, 30 de noviembre de 2022

Un domingo en la iglesia


Domingo por la mañana en la St. Katharinekirche de Frankfurt am Main. Vine porque vi el anuncio de un concierto de Bach. 

Llego media hora antes, la iglesia está abierta, en los bancos hay algunas personas y en el escenario donde está montado el altar ensayan 14 músicos con un director.

Todas las personas tienen fisonomías alemanas clásicas. Germanos, sajones, teutones, bárbaros: el nombre que exprese la mayor pureza. “Raza superior”, dijo de ellos hace unos días un líder político argentino. Es un sentimiento muy representativo, que atraviesa todas las personas de la sociedad argentina, las que lo afirman con gusto y las que reniegan de tenerlo.  

Creo inevitable que a los alemanes también se les imponga el asunto de la pureza racial, que también es causa nacional. 

Muchos alemanes sufren que otros alemanes lo encarnan con voluntad — una mujer que está en un banco, larguísimo como los bancos de las iglesias, se va cuando me siento en la otra punta—  pero un asunto anterior a ellos.

Cuestión que a primera vista prejuiciosa, toda la gente parece muy Tomorrow Belongs to Me y también todos muy iguales a la madre de mis hijos. Ella sólo tenía una abuela suiza, el resto es español y vasco, y sin embargo su pertenencia a esta gente es rotunda, tanto en la fisonomía  como en la inflexibilidad del temperamento.





Levanto la cabeza luego de escribir las líneas anteriores y quedo muy impresionado: todos los bancos se han llenado y a mí me han dejado perfectamente solo. La señora se fue y nadie vino.

Solo, en el medio de un larguísimo banco.

La actitud de los feligreses de la St. Katharinekirche me resulta muy despreciable.

Tomorrow Belongs to Me.

No, La madre de mis hijos no es esto, y no es esto ninguno de mis hijos —pero ninguno de los tres parecería en absoluto un extraño en esta iglesia. 


sábado, 26 de noviembre de 2022

La invitación de mi tío Steven

Estoy en un avión, de regreso a Argentina, luego de haber pasado cuatro meses en China.


Fueron cuatro meses en los que no desempaqué.


Viví contenido. 


Contuve mi voluntad para que no me la quebraran, como contengo mi respiración bajo el agua.


No desempaco en la casa de mi padre.


Como mi hija no desempaca en mi casa.


No desempacar me pone incómodo y contrariado. 


¿Por qué voy a ver a mi padre, entonces?


¿Por qué voy a China?


Porque le debo unas disculpas a mi padre.


En su casa, él pone las reglas sobre mi comportamiento. Si entro en su casa, sus reglas invaden el espacio de mi decisión.


Por amor a él y porque le debo disculpas, voy a someterme a sus reglas.




¿Por qué debo pedirle disculpas? ¿Qué hice?


Con mi madre le desobedecimos, lo abandonamos y lo lastimamos.


Vuelvo a su lado para pedirle disculpas obedeciendo sus reglas.


Como el hijo perdido en la parábola del hijo pródigo que contó Jesús*.


Sin embargo, es un estado transitorio. Un tiempo en que toda mi vida, mis reglas, están guardadas, empaquetadas, empacadas.


Puedo concederle unos días a mi padre, pero no puedo quedarme en su casa de modo permanente.


Aunque encontré el modo de superar la contrariedad que me causa estar con él objetivando la situación al transformarla en materia para escribir, eso no es más que un alivio. Tarde o temprano, volveré a mi casa. 


En algún momento, emergeré de debajo del agua para respirar.






Estoy atrapado en Nueva York en 1974, cuando mi madre no soportó que la familia china de mi padre le pusiera reglas, y se volvió a Argentina con mi hermana y conmigo.


Estoy atrapado pendulando entre mi padre y mi madre.


Suspendido entre dos campos gravitatorios.




Hubiera desactivado la trampa si hubiera podido desempacar en China.


No miré ni una sola película en Netflix.


No dejé que surgiera de mí ninguna ocurrencia. Mis ocurrencias, que sean el viento que surge del interior de mi caverna más profunda, siempre han sido censuradas severamente por mi padre. Allí donde soy yo, donde brota la energía vital más propia de mí, y soy más libre, él ha dado un mazazo que me despedazó. 


No desempaqué en China porque no sé cómo vivir mi vida bajo las reglas chinas.


Cómo mi padre me censuraba, mis ocurrencias chocan con las reglas chinas, y esas reglas se me imponen. Me quiebran la voluntad.




Ahora mi tío Steven me dice: “vení a casa, Gustavo. Tu papá está muy grande”.


Me da vuelta todo el tablero esta invitación. Aunque mi tío se casó con Karen, la hermana de mi padre, muchos años después de aquel episodio de 1974, sospecho que entiende bien mi situación.


Me gustaría ser su amigo.




Vuelo de Beijing a Frankfurt, 25 de noviembre de 2022  




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* También dijo: Un hombre tenía dos hijos; 


y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes. 


No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. 


Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle.


Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos.


Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba.


Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!


Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti.


Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros.


Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó.


Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo.


Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies.


Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta;


porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse.


Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas;


y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.


Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano.


Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase.


Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos.


Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo.


Él entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas.


Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado.


Lucas 15:11-32


Frankfurt después de China

No puedo dejar de estudiar las fisonomías en Frankfurt (no puedo dejar de estudiar las fisonomías en cualquier lugar, es como un vicio).

Hay varias ferias navideñas en diferentes lugares del casco histórico. Están repletas de gente. Casi todos los puestos venden comida y adornos.

En las fisonomías encuentro el síndrome alemán del diccionario: usan un diccionario y un diccionario de extranjerismos.

Están los alemanes tan típicos, tan clásicos, cualquier pintor aficionado puede pintarlos fácilmente con gran fidelidad, y están los extranjeros, que son básicamente de países árabes y chinos. Aunque hay parejas mixtas y alemanes con niños de lugares exóticos, no pareciera ser que los extranjeros tengan la mínima influencia en la fisonomía de los alemanes clásicos. Ni en la arquitectura, en el ritmo, el funcionamiento, el aspecto de la ciudad. Muchos extranjeros que viven aquí parecen confinados a una especie de barrio del Once, alrededor de la estación central de tren; un barrio que eructa olor a meada y a basura histórica, lleno de travestis brasileñas, bares de sirios y de libios, sex shops, borrachos tirados, restaurantes chinos y negros parados en las esquinas con policías cerca. 

Llegué a las ocho de la mañana y a las tres de la tarde, cuando aún no se ha hecho la hora de entrar al hostel donde reservé una habitación, ya conocí los lugares de Frankfurt recomendados por la oficina de turismo de Alemania. No sé muy bien qué voy a hacer en los próximos tres días. 

Creo que esto es un efecto de haber estado en China. Estar en China es como estar en una calesita que gira a 300 revoluciones por minuto, mientras Alemania gira una vez por minuto.

China está hecha de pliegues, Alemania es plana.

China es toda puertas disimuladas, y cada puerta da a un lugar desconocido; Alemania tiene una puerta con un cartel que dice en letras enormes qué hay del otro lado. 

Frankfurt es pequeña.No está abarrotada de autos, y los que hay circulan con velocidad mesurada. No hay riesgo de que maten a nadie. Llego a una esquina. La luz del semáforo está en rojo. El semáforo tiene dos luces: verde y roja. No existe la ambigūedad del amarillo. Miro la calle: perfectamente vacía. No se ve venir un auto, ni uno solo, ni cerca ni desde el infinito donde termina la calle. Junto a mí hay cinco personas. Están paradas tiesas como estatuas, esperando que el semáforo se ponga en verde. Los observo. Cuatro alemanes, un extranjero. La luz se pone en verde, avanzan juntos.

No deja de ocurrirme la vulgaridad de que me guste la forma y los colores de las alemanas, rubias, de piel rosada y ojos claros. Sin embargo, después de haber estado sumergido entre las chinas, que aún no me gustan, me parece que hay algo en su belleza, sutil, profundo. Algo que produce la atracción de una intriga. 






martes, 22 de noviembre de 2022

Donde no hay quema de barbijos

 Volvamos un ratito con mi tía Mei, la del zapallo chino.

Hablar de zapallo chino, como hablar de socialismo con peculiaridades chinas puede inducir a un error grave. Lógicamente, se piensa en un zapallo igual al propio, al que se le agregan características. 

Uno bien podría pensar en que la diferencia entre un árbol de Navidad y un árbol de Navidad chino, es que el árbol de Navidad chino es el mismo abedul con que se festeja en Finlandia, Argentina y Estados Unidos, sólo que de sus ramas, en vez de bolas, angelitos, etc., cuelgan lamparitas chinas, dragones, murciélagos, gatitos que mueven la mano y aquel sinograma patas arriba.

O sea, pensamos en un una base, común, universal, que tiene una relación tal con sus complementos que éstos no modifican su esencia, sino solamente le agregan características.

Claramente, este razonamiento no sirve para pensar a China. 

No es el mismo zapallo, no es el mismo socialismo, no es el mismo árbol de Navidad (de hecho, el árbol de Navidad ni siquiera existe en China).

Esto es notorio en el caso de la actitud de las personas ante el largo periodo de control de la pandemia de COVID-19.




Tendemos a pensar que los chinos son más obedientes, pero creemos que la obediencia es la misma que nuestra obediencia. Creemos que son más disciplinados, pero en definitiva estamos pensando en que lo son sin salirnos de nuestra noción de disciplina.

Proyectamos sobre los chinos nuestra visión del mundo, y nuestros sentimientos. En este caso, nuestros sentimientos influyen en una resistencia y oposición a la autoridad gubernamental y a todo poder político, económico, social, que llega a derivar en un gozo —por ejemplo cristalizado en el rock’n’roll. No queremos quedarnos sin aquello contra lo que protestamos y nos rebelamos, porque nos causa un gran placer estar en contra, resistir, combatir, chocar, confrontar, contra aquello con lo que podemos estar en conflicto.

Si este componente no está en el sentimiento de los chinos, estamos forzados a comprender que su hartazgo tiene otra composición, está hecho de otra cosa.

Más allá de la influencia occidental, que es la que suscita en un pequeño sector de China (que son aquellos con quienes los occidentales tienen congtacto) la bronca contra el Gobierno por cortarle libertades que en China jamás han sido prometidas ni reconocidas, notamos un cansancio, una contrariedad, un malhumor sólido, fundamental, y que parece amenazar la capacidad de los chinos de seguir soportando las restricciones, las limitaciones, las prohibiciones, el entorpecimiento generalizado de la marcha de la vida.

Intuimos que este malhumor no tiene nada que ver con los derechos individuales, mi derecho a circular, mi derecho a tener abierto mi negocio, etc., sino que está motivado por la imposibilidad de avanzar.

Avanzar, prosperar, enriquecerse, ha sido motor de la pujanza china desde mucho antes del socialismo, luego el socialismo ha sido encauzado en esa pulsión, y desde la Reforma y Apertura, el desarrollo otorga sentido a la vida del país.

El control de la pandemia ataca exactamente ese punto. La gente no puede hacer lo necesario para avanzar en el logro de sus ambiciones.

Por lo tanto, las personas no están en contra del Gobierno porque el Gobierno propicie la miseria perenne, sino al contrario. Están al límite de soportar que el Gobierno no les permita hacer lo que el Gobierno mismo les propone hacer, les facilita, promueve e incluso exige: el progreso.

Incluso en el XX Congreso del Partido Comunista, la idea de la marcha hacia una nueva etapa resulta clave, tanto como el objetivo de una sociedad moderna —sabemos lo que el progreso significa para la Modernidad.

La gente escucha estos conceptos del Congreso y sabe que son vectores que guían su vida, pero cuando tratan de encarnarlos, cuando tratan de avanzar, se encuentran con que es el mismo Gobierno quien le cierra el camino.

No está a la vista un alivio masivo, aunque es muy difícil pensar que la actual situación se haga crónica. La salida parece bastante impredecible. Sin embargo al abordarla desde Occidente es necesario comprender que el malhumor que esto genera, incluso contra el Gobierno, no tiene nada que ver con la quema de barbijos en Plaza de Mayo. En lugar de una payasada, podría ser algo serio. 

La serpiente en un puño

Le pregunté a mi tía Mei qué verdura era la que acababa de poner en el carrito en el supermercado. Dudó un instante, como si no recordara el nombre, y me dijo: “pepino chino”.

Yo era chico, y nada experto en productos de huerta, pero sabía que aquello no pertenecía a la familia de los pepinos. Tampoco a la de las calabazas ni de las berenjenas, ni de los nabos. Pero no a la de los pepinos, aunque entre todas las familias, a la que más se aproximaba era la de los pepinos.

Eso era lo que había pensado mi tía para responder a mi pregunta: “¿a qué se parece?” Si se hubiera parecido a una zanahoria, habría dicho “zanahoria china”. 

O sea, era una verdura que sólo existe en China, desconocida en Occidente, pero había que ponerle un nombre, y entonces mi tía le puso por analogía un nombre en español y le agregó “chino”, para decirme que era otra cosa.

Era “un pepino con peculiaridades chinas”.

Pero entonces no era un pepino.

Era un 秋葵 (qiū kuí).

Llamarle pepino con peculiaridades chinas” a un 秋葵 es resignarse a perder demasiado en la traducción. Es perder casi todo. 

También es la invitación a comprender 秋葵 en sus propios términos —el lenguaje, la gastronomía, la botánica, la cultura china.


Esto puede aplicarse a todo lo que intente traducirse del chino, naturalmente.

El sentido del aseo personal chino es “un aseo personal con peculiaridades chinas”, el sentido de la seguridad nacional en China es un “sentido de la seguridad nacional con peculiaridades chinas”. Un chino es “humano con peculiaridades chinas”.

El límite de la traducción es tan enorme como la Gran Muralla.

O se comprenden las cosas en sus términos o no se entienden casi nada.


Muchísimo más aún, si de este lado estamos los occidentales, gente que ha cultivado la tradición de  relacionarse con los demás de un modo brutal. No queremos conocer, sólo aceptamos reconocer. 

Sea lo que sea ante lo que nos enfrentamos, nuestra estrategia epistemológica empieza y termina en asimilarlo con algo que conocemos.

Si realmente se resiste, si no somos capaces de meterlo en una categoría que conocemos, lo eliminamos.

De hecho, eliminar lo que tiene de propio es lo que hacemos cuando asimilamos algo desconocido a lo que conocemos.

Luego, si la situación se pone rebelde, hacemos lo que mandan hacer los gobernantes de la película Solaris: lo que se resiste a ser comprendido, lo bombardeamos hasta pulverizarlo.


Finalmente, sería más sencillo que todo lo chino fuera sólo chino. Si no existieran en absoluto el aseo personal, la seguridad nacional, los humanos y los pepinos en China.

Pero he aquí que sí existen. De modo que decir “socialismo con peculiaridades chinas” es hacer una afirmación que rebalsa de ambigüedad e inexactitud, pero es la que más se arrima al acierto.


Este arduo esquema falente, frustrante, ineficiente, se pone en juego al intentar comprender cómo afecta a China el fenómeno que llamamos —no sin ciertas dudas, porque presentimos que es algo más, algo diferente— neofascismo.

Cómo afecta a China esta nube parecida a la nube de un volcán que flota sobre los cielos de todo el planeta; una nube que está pudriendo el mundo como apoteosis y a la vez verdugo del neoliberalismo. Es como si el neoliberalismo hubiera producido la toxina que acabará con él. Lenin lo anticipó: “el fascismo es el capitalismo en descomposición”.

En Estados Unidos cristaliza en Donald Trump, en Brasil en Bolsonaro, en Italia en Mileni, en España en Vox, en Netanyahu en Israel, en Liz Truss en Inglaterra, en Viktor Orban en Hungría, en los Demócratas de Suecia. Cristaliza en los golpistas de Bolivia, en los neonazis nórdicos, en los de Alemania, de Francia, de Ucrania, de Polonia.


China acaba de decidir su destino en el XX Congreso de su gobernante Partido Comunista. 

Los líderes del partido dieron este mensaje: en China las facciones políticas están tramadas en el Comité Central, el Buró Político, el Comité Permanente y el Secretario General.

Dijeron: “El Partido Comunista es el Pueblo y el Pueblo es el Partido Comunista”. No hay Pueblo fuera del Partido. Unos son millonarios, otros recién están saliendo de pobres; unos son urbanos cosmopolitas, otros son aldeanos que nunca tomaron un avión; unos son de izquierda, otros son de derecha… pero son todos socialistas con peculiaridades chinas.


Los líderes del partido saben escuchar todo lo que dice el Pueblo. 

El Pueblo, incluso más allá del chino.

En el XX Congreso demostraron que saben escuchar la voz que se escucha por todo el planeta haciendo este reclamo:


Necesitamos líderes, no administradores de los bienes de los ricos, no ecos de una legalidad que favorece a los explotadores.

Necesitamos líderes que ardan representando nuestros deseos, aunque sean patéticos, parásitos millonarios, payasos violentos.

Nos reímos de su patetismo siempre que ellos encarnen causas que les dan sentido a nuestras vidas, en lugar de causas que inventan gurúes y tecnócratas.

Sus disparates, hasta su machismo, nos parecen detalles simpáticos que pasamos por arriba si ellos ponen sus vidas al servicio de nuestros deseos profundos, que ellos saben comprender y convertir en la dirección a la cual dirigir la sociedad, polos que ordenen la realidad.

Necesitamos un líder que tome decisiones como un puño. No queremos más medias tintas que nos dejan sin ver y sin saber qué hacer. No queremos más leyes y reglas que no entendemos, ambiguas, que nos enredan y nos dejan flácidos a merced de los grandes devoradores invisibles. 

Necesitamos refugiarnos del desamparo de no estar en ningún lugar, a merced de Elon Musk, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg. 

Necesitamos refugiarnos de no existir. Necesitamos la contención de pertenecer a una manada. Necesitamos ser parte de algo, algo rotundo, con una bandera con signos que no dejan dudas, una tradición, unos valores bestiales, que se vean desde el horizonte, desde el cielo. Algo tan grande que nos incluya sin condiciones.

Para ser parte de un nosotros, necesitamos también al enemigo, la otra bandera, el otro ejército, el diferente, el que nos amenaza, el que quiere matarnos, el que está todo el tiempo planeando cómo se quedará con todo lo nuestro.

Necesitamos ser parte de una historia, pertenecer a un pasado, estar viviendo algo que tiene sentido ser vivido, que haga que nos acostemos con ganas de despertarnos porque mañana tenemos algo que hacer y ya nos tiene entusiasmados.

Necesitamos vivir para que el futuro nos pertenezca.


El Partido Comunista chino no le regala este clamor a un mamarracho que grita exaltado con una peluca de bruja en la cabeza.

Sus intelectuales y sus líderes entienden el pedido, comprenden su lógica, las razones que lo suscitan. Y no le hacen oídos sordos.

Los gobernantes de China parecen saber cómo hacerle lugar al impulso que en el resto del mundo es la serpiente que ya sale del huevo. 

Y ya tienen la serpiente en un puño.


Quizás estamos hablando de una serpiente neofascista con peculiaridades chinas. Es difícil saber cuánto participa del neofascismo en el que se está corrompiendo el neoliberalismo y cuánto de ello responde a la singularidad china.

Como sea, resulta interesante observar el fenómeno en China, aunque interese menos en sí que en cuanto nos incita reflexiones sobre el proceso que empezamos a padecer nosotros.


domingo, 20 de noviembre de 2022

Hijos humanos de la electricidad

Sentí que el Manifiesto Cyborg, de Donna Haraway, me ofrecería algunos recursos para amasar intuiciones sobre China en estos cuatro meses que llevo viviendo bajo los efectos de la China en Estado de Pandemia.

Desde que empezó la crisis sanitaria, dos años antes de que llegara a China, algo en mí ha huido hacia un refugio —el encierro en mi casa y el dormir a la noche.

Allá afuera, en el día, está el control de la pandemia, y no quiero saber nada con eso.

Pero en mi refugio está la pesadilla. De noche, la pesadilla mental como sueño, y física —mientras duermo me lastimo el cuerpo.


Tres factores me jugaron en contra en el intento de pensar bien China.

Primero el optimismo, luego la necesidad de ver en China algo esperanzador y finalmente oponerme al fatalismo burdo de “está todo mal”. 

Así, había llegado a la conclusión de que China es la gran isla que emerge en medio de un mundo distópico, y por lo tanto es la esperanza.

Cualquiera puede ver cuán obtuso que es el occidentecentrismo de no considera a China parte del Mundo. Por otra parte, percibir a China como un injerto en el planeta, como una civilización que se hizo a sí misma, tal vez en contacto, pero no imbricada con otras civilizaciones, carece de todo fundamento.

En realidad, en el occidentecentrismo la negación de China parece ser atributo del progresismo colonialista. A diferencia de ese progresismo, no considera que China no sea parte de su realidad el arco fascista que va desde Donald Trump hasta la señora de bata que va a comprar un trapo de piso al supermercado chino en una calle de Burzaco, en el Gran Buenos Aires, con tirria contra el chino de la caja porque teme el avance del comunismo.

China no es ajena a Elon Musk, que fabrica sus máquinas allí, como no es ajena, sino protagonista mayor, del mundo creado por el neoliberalismo. 

Ha conseguido una mejor vida para toda su población, y en ese sentido es una isla. Pero no ser responsable directa del infierno de la gente que se muere de hambre en Afganistán y que marcha de a miles por Centroamérica arriesgando su vida con tal de poder ser esclavizados en Estados Unidos, no la libra de todo pecado. 


Donna Haraway habilitó cierto trabajo, quizás marginal, del pensamiento sobre el cyborg, desencajándolo de la imagen de hombre + máquina, tan simplista como todo lo que toca la mayor parte de la ciencia ficción.

Haraway parece usar la noción de cyborg para ponerle nombre al universo de la hibridez. Somos cyborg, somos híbridos, como producto. 

Somos organismo + máquina.

Somos físicos + metafísicos.

Somos vida + no vida.

Somos individuo + sociedad.

Somos macho + hembra.

Somos realidad + ficción.

Somos naturaleza + cultura.

Somos vigilia + sueño.

Somos dos o muchos organismos diferentes.

Somos niño + adulto.


La condición híbrida no es ni mala ni buena, pero en estado de explotación social, somos cyborg como un producto diabólico.

Pensé que el cyborg pesadillesco era parte exclusiva de la distopía occidental, y que China no tenía nada que ver con eso, pero ahora, revisando el Manifiesto Cyborg, encuentro que en China (donde cyborg se dice 电子人,  electricidad + hijo + persona, que podría traducirse, con la amplia licencia que da la distancia entre el español y el chino, como hijo humano de la electricidad) la realidad del cyborg ha sido sofisticada y acabada.

“Su problema principal (de los cyborg), por supuesto”, dice el Manifiesto, “es que son hijos ilegítimos del militarismo y el capitalismo patriarcal, por no mencionar el socialismo de Estado. Pero los bastardos son, a menudo, infieles a sus orígenes”.

Lo que me impedía concebir que los chinos han sido convertidos en cyborgs era que yo concebía al cyborg sólo como un producto de la explotación. No se me había ocurrido que el bienestar de toda una población, por ejemplo la población mayor del mundo, hubiera sido mediado por la cyborgización de las personas.

Concebía que el estado de bienestar de China disolvía todo medio distópico. Sin embargo, la idea de Haraway del cyborg parece describir con exactitud el modo en que la Humanidad lo  ha logrado a través de China.

El cyborg es creado en, por, el dominio de una sociedad, a través de los mecanismos de deseo y placer, control tecnológico y desaparición. 

El modo chino es el de encajar estos mecanismos en su tradición de gobernanza y en la idiosincrasia pujante que comparte toda la población —que tiene como motores el miedo a recaer en un estado de carencia y la urgencia por progresar indefinidamente.

Por otro lado, lo desconcertante y novedoso, como dije, es que en China la cyborgización está en función de una vida mejor, en términos de alimentación, condiciones sociales generales, progreso real y futuro brillante para los hijos.


Haraway dice que la condición de cyborg como producto de la explotación no es fatal. ¿Es China la superación?

Posiblemente no sea la superación de todo, pero parece haber superado a Occidente en algunos aspectos.






Escribo esto con la cabeza partiéndoseme por la resaca de anoche. Estuve hasta la madrugada en un boliche postapocalíptico, atestado de gente de todas partes del mundo, una masa de cuerpos que no tenían otra solución que refregarse unos con otros, dado el poco espacio y la cantidad que éramos, seguramente compartiendo todos los microorganismos que nos componían, pasados de alcohol y sexo y decadencia. Bailaba semidesnuda la hija del agregado militar de Serbia, un editor chino se arrastraba colgado de un patovica, un grupo de inglesas se entreveraban en estado de orgía, africanos y latinoamericanos parecían estar en su salsa, en una tribuna durante un partido de fútbol. 

En un momento miré mi celular y alguien había mandado un mapa de Beijing y era todo rojo rojo rojo. Cada punto rojo era un nuevo complejo de edificios, shopping mall, parque, barrio que había sido cerrado, con todas las personas confinadas adentro. Era un desastre irreversible, epidemia, catástrofe.  Pero entonces, ¿por qué estaba abierto aquel lugar?

Y el celular, ¿por qué está fuera del cuerpo? El control sanitario es riguroso hasta el frenesí. Es necesario testearse todos los días y es necesario demostrar a cada paso, 30, 60 veces por día, que uno no está contagiado, y todo eso se hace con el celular. En este momento los chinos son cyborgs hechos de organismo + smartphone. El hecho de que el smartphone esté fuera del cuerpo comporta una cantidad de riesgos (que se pierda, se rompa, se desconfigure) que no debería correr ni la sociedad ni las personas.


Estos errores, desplazamientos, delays, deben ser explicados y demuestran que aún con un estado cyborg tan acabado como China, Haraway tiene razón al pensar que la pelota está en juego. 






sábado, 12 de noviembre de 2022

Un viaje un poco cosi cosi

Las fotos del televisor


En mi celular encuentro una muchedumbre de fotos que le saqué a un televisor.

Es el televisor del hotel donde hice la cuarentena para entrar a China. Eran fotos de cuarentena.

Me sentía en la obligación de contar lo exótico, al modo en que los dibujantes de mapas que iban con los expedicionarios europeos incluían detalles asombrosos, como criaturas fantásticas, ríos con sirenas y montañas gigantes, porque tenían la obligación de demostrar que habían hecho descubrimientos en territorios remotos.

Yo me sentía en la obligación de cumplir la misión del viajero.

Recuerdo que mientras sacaba las fotos al televisor, tomaba apuntes, y recuerdo que todo era un poco forzado.

No encontraba mucho para decir. 

Todo ya lo había dicho.



Renata


Conocí a Renata, una joven mujer. 

Me resultó agradable. 

Claro que inmediatamente, la barra que me sigue a todas partes empezó a reclamarme: “¡vamos, un affaire! ¡Vamos, campeón!”.

Obligación de machito picaflor y también de artistoide: un amor otoñal en Beijing.

A la barra le pedí que aflojen, che, y al artistoide le pregunté si no se le podía ocurrir algo más vulgar.

Pero, ¿y si me gustaba Renata? 

No distingo tan fácilmente los vientos deseos que no sé de dónde vienen, de los que vienen del fondo de mis cavernas.

Decidí sólo compartir algunos momentos con ella. Quizás en  el transcurrir del tiempo, el agua del río moviéndose lentamente, trayendo hojas, reflejando las ramas de los sauces meciéndose como antiguas cabelleras, con la tarde cayendo, aparecería una verdad.

Renata, que era italiana, hablaba español con precisión asombrosa. Pero había más que eso en su modo de entenderme. Sabía escuchar e identificó mis códigos instantáneamente. 

Comprendía todo lo que decía y entonces empecé a profundizar, y siguió entendiendo, hasta que abrí la boca y dejé que saliera lo que saliera, y ella siguió comprendiéndolo todo.

Son pocas las personas a quienes no necesito explicar nada de todo lo que digo, porque ya recorrieron con su pensamiento y experiencia los lugares que yo recorrí, y Renata era una de esas personas.

Me suele pasar con los italianos. Creo que los italianos son más inteligentes y captan la lógica de los demás muy fácilmente. Pero no estaba con cualquier italiano, un empresario del sector automotor, ni entrevistando a una analista financiera, sino con una chica aventurera que había estado en cinco países en el último año y que estaba fascinada con la exótica civilización china. Esta italiana en particular era particularmente agradable que me comprendiera casi mejor que yo mismo.

Por otra parte, la iridiscencia incesante de China me seguía encandilando, pero la visita en que conocí a Renata parecía haber sido cuidadosamente diseñada para que yo sólo viera lo que ya conocía demasiado. Llevaba cuatro meses soportando esa situación y se me empezó a hacer  un poco cuesta arriba la combinación de conocer todo y a la vez tratar todo el tiempo con personas a quienes tenía que dar seis minutos de explicación por cada idea que formulaba.

Con Renata era exactamente al revés: las cosas resultaban nuevas hablando con ella y no tenía que explicarle absolutamente nada.

Fue como desaparecer de un estado extraño y aparecer repentinamente en mi casa.

Y mi casa era hermosa.

Nunca la había visto tan linda.

Amé que fuera mi casa.

Extrañamente, las únicas dos películas que vimos juntos, me hicieron repasar toda mi vida (Argentina 1985 y una biografía de Ennio Morricone).

Y extrañamente, cuando le conté el rollo más complicado de mi historia familiar, ella supo poner el dedo en el exacto nudo de la trama.

Nos vimos tres o cuatro veces. 

Yo siempre enredado en el lío de los deseos. 

Y no hubo más tiempo.

Si hubiéramos pasado más tardes junto al río y hubiera pasado más agua, quizás nos hubiéramos hecho amigos.






lunes, 7 de noviembre de 2022

Chuǎng

El signo chino significa “irrupción”. Es a la vez un pictograma y un ideograma —el límite entre un pictograma y un ideograma siempre es una zona ancha y fértil, como un lecho de barro que deja el río Nilo.

闯 integra dos signos: 马,que significa “caballo” y 门, que significa “puerta”.

La idea de la irrupción —asalto, acometida, arremetida, embestida, siempre violenta y alborotadora, intempestiva, destinada a crear problemas— es un caballo metiéndose por el marco de una puerta.

Así se escribe el chino, con imágenes como esta: potente, didáctica, de enorme poder expresivo y gran belleza. 

Uno siente que no podría decirse mejor.





Me despierto, no sé dónde estoy.

Poco a poco recuerdo que es un hotel, pero no sé qué hago allí, ni qué día es, ni en qué país estoy. 

Es de noche. 

Las cortinas están abiertas  y la chica que ha entrado de contrabando a la habitación —eso lo recuerdo—, está sentada junto a la pared de vidrio que da a la calle. Me parece que estamos muy alto, tal vez en el piso 20 o 30.

Unas luces rojas y verdes bailotean en un costado de la chica, que es blanca como el mármol, y en la cara. 

Ella mira fijo a la fuente de las luces. Me quedo acostado observándola.

Con las luces recuerdo. Estamos en un hotel de Shanghái. En el piso 26. El hotel da a una callejuela angosta y oscura. Del otro lado de la calle hay dos carteles luminosos verticales, hechos de signos chinos. Cada signo está hecho de tubos de neón y es del el alto de un piso. Uno de los carteles es rojo, el otro verde.

La chica me mira mirarla. Me sonríe, un poco melancólica, sin decirme nada, y vuelve a mirar los carteles.

— ¿Qué mirás? —le pregunto.

— Le gustan tanto las luces a los chinos.

— Las luces, los resplandores…

— Le gusta lo que brilla.

— Claro.

Nos quedamos en silencio.

Al fin ella dice:

— La luz brumosa del jade, el brillo del oro, la Luna blanca, la luz de la Luna bañando la nieve.

— Pero también ese neón tan horrible que estás mirando.

— Sí. Te obliga a acostumbrarte a lo feo. Al final te gusta.

Volvemos a quedarnos callados.

Luego vuelvo a mi pregunta:

— ¿Qué miras?

— Los signos.

Ni ella ni yo sabemos leer chino.

— ¿Qué mirás en los signos?

— Los trazos, las formas, la fluidez, el equilibrio precario. Pienso que quizás descubra algo. Algo como eso que dijiste de la idea de “irrupción”. Pienso que cada signo esconde algo así.

— Es cuestión de estudiar —le dije—. Debe haber cursos que enfoquen ese aspecto del lenguaje.

— No, no. No quiero. Justamente lo que quiero es esto, mirarlos y suponer. No quiero saber. Quiero mirar algo que tal vez sea maravilloso, pero no quiero ver la maravilla. Quiero andar por estas calles, por templos, por pueblitos, ver tantos signos, estar rodeada de signos a cada paso, sabiendo que esconden maravillas y no ser capaz de desbaratarlos con un golpe de interpretación como una autómata.

Le sonreí. Me estaba haciendo feliz.

Giró la cara, me miró, me sonrió y vino conmigo.

Las mujeres siempre saben qué le pasa a uno.



domingo, 6 de noviembre de 2022

Individuos y hombres

 1.

Los que renegaban contra Freud, Lacan y todo el psicoanálisis burgués decían que llamaban conocimiento al reconocimiento.

O sea, que no era un conocimiento creativo, sino sólo técnico.
Por ejemplo, el conocimiento que no es otra cosa que reconocimiento, trata a las personas como “individuos“, o sea, como unidades Indivisibles.
Esto habilita pensar en una sociedad en que no existen los individuos. En cambio, se irían conformando unidades de modo fluido. No se trataría con individuos sino con las condiciones que a veces conforman individuos, sin que esto sea un tema relevante.
Otro ejemplo: analizamos el fascismo en una sociedad. No tiene importancia identificar individuos fascistas, porque el fascismo cristaliza en grandes o pequeños cristales, por largo tiempo, o sólo ante un episodio.
Y un ejemplo más: estoy en este grupo. No me conocen, y en cuanto me conocen, no les parezco alguien interesante. 
Ahora bien, si no hablo, no se me ocurren ideas. Así vivo. Si no se me ocurren ideas, no soy yo. En cambio, soy el yo de este grupo, alguien infecundo. Me conviene no acercarme a nadie, para preservar el que soy útil, el que tiene ideas. Entonces sigo el diálogo solamente con mi gente.
“Sentí que me volvía loca“ contó mi madre de una época en que vivía en Estados Unidos. “No hablaba con nadie. Al final, andaba vestida de cualquier manera, le decía cualquier cosa a la gente en la calle“.
Eso es la alienación.
Una persona no es un individuo sino una parte de algo. Mi madre era como una abeja desvinculada de la colmena.

2.

Individuo y hombre


El individuo existe, pero sólo como parte de una determinada realidad construida. 
Fuera de esa realidad, el individuo puede no tener entidad. 
Esto lo han instalado para siempre Gilles Deleuze y Félix Guattari.
 
Lo mismo sucede con el hombre. 
Esto lo ha instalado para siempre Donna Haraway, con su habilitación al concepto de ciborg: un híbrido de organismo y màquina, siendo que el organismo no es una unidad porque forma unidades con otras (sociedad) y a su vez está compuesto por una cantidad profusa de unidades (bacterias, ácaros, etc.), y que una máquina es toda construcción que complementa las construcciones de la naturaleza (por ejemplo,internet,  el caminar en las extremidades inferiores, el músculo vivo inventado por Yuya Morimoto, del Institute of Industrial Science, Universidad de Tokio, integrado en la estructura de un robot, el lenguaje, internet, dios, etc.). 
No es posible decir que se trata de delirios conjeturales y teorización disparatada, porque los dos postulados los tenemos debajo de nuestras narices, especialmente en la pandemia.
Por ejemplo, la derivación de que la dominación a través de la tecnología hace cyborgs a las personas manejándolas a través del deseo y el placer, el control tecnológico y la desaparición.
 
Sin embargo, aún con la vertiginosidad de la comunicación, todavía no nos hemos puesto a pensar en estos dos temas, que son uno, destinado a revolucionar la realidad.