jueves, 28 de mayo de 2020

En las pantallas a la madrugada



Cuando apareció el programa Gran Hermano, y estábamos bastante enojados porque era algo que denigraba la moral, la intimidad, la consciencia política, la juventud y el sentido de la vida, me enteré de que la viejita del 2ºF era feliz, porque clavaba Gran Hermano en el canal 72 las 24 horas y así resolvió su problema de soledad, que la estaba matando.
Cuando los hijos la iban a visitar por compromiso no les daba bola, o les hablaba de aquellos personajes que se pasaban el día rascándose el sobaco tirados en sillones.





Y bueno, como ella se dormía con los chicos, yo en la cuarentena me duermo con Borges.
En YouTube hay muchas entrevistas que le han hecho, también están casi todos sus cuentos, leídos por alguien, y hay muchas conferencias.
Están todas las de las Siete Noches, que son maravillosas.
Ya ni sé cuántas veces las he visto.
Como a las cuatro o cinco de la mañana, la hora en que él sufría de insomnio, los jóvenes de Gran Hermano andan algunos durmiendo, otros revolviéndose en la cama y otros no pudiendo dormir porque no han hecho nada en todo el día, yo estoy tirado por ahí con la tableta mirando las dichosas conferencias.
Anoche me pareció percibir algo raro en la conferencia sobre La Ceguera. En un momento empezó a escucharse como una fritura y Borges hizo una pausa. La fritura subió y cuando empezó a bajar, Borges retomó la conferencia.
A los pocos minutos otra vez sucedió lo mismo.
La tercera vez que pasó miré el video (estaba sólo escuchando), pero había una foto fija de Borges. Retrocedí el video y me pareció escuchar que dentro de la fritura había algunas risas. Volví a retroceder y entonces descubrí que antes Borges había hecho un chiste.
La fritura era un aplauso.
La gente aplaudía para festejar el chiste.
Y siguió interrumpiéndolo con aplausos, cada vez que tenía ocurrencia muy buena y muy suya, o cuando largaba una ironía exquisita sin perder esa monotonía de la voz tan propia, o cuando recitaba un poema de memoria. O cuando hacía una cita muy brillante, o nombraba a un filósofo o un poeta que sólo conocen los eruditos excepcionales. Incluso, le hacían aquella elegante ovación cuando decía una de las palabras que había hecho suyas, tan suyas que cualquier escritor que las use arruinará lo que escriba por tratar de imitarlo; palabra como “fatigar”, o “conjetura”, o “sur”.
No era como en un partido de fútbol, pero sí como un partido de tenis, o un standup o el discurso de un político.
Me reí del truco que me jugada mi mente. “Mi mente se hace la borgeana”, pensé, comprendiendo que imitaba el humor de Borges.
Pero entonces me di cuenta de que estaba despierto, y de que Borges seguía dictando la conferencia en el video.
Me puse serio. Había visto muchas veces esa conferencia y jamás había ocurrido lo de las interrupciones y los aplausos. Tuve miedo de que 80 días de cuarentena estuvieran causándole algunos problemas a mi percepción de la realidad.
Por las dudas, salí de YouTube y apagué la tableta. No me atreví a comprobar si lo que acababa de escuchar era verdad o no.
Ahí quedó ahora, en YouTube. Yo no me animo a mirarlo de nuevo, quizás quien lea esto, sí.
Y no quiero pensar más, porque ya mi mente me está preguntando si la viejita del 2ºF, la señora de Arbetman, murió o si aún está viva, y no lo sé, y no puedo creer que no lo sé.







Tweeting Trump y el control de las redes sociales



Hace dos días el presidente Donald John Trump advirtió por Twitter que el voto por correo en las elecciones presidenciales de noviembre en su país tendría inevitablemente consecuencias fraudulentas y que derivaría en comicios manipulados.
Twitter le agregó al mensaje un link a información que contradice al presidente indicando que “Trump asegura sin pruebas que el voto por correo derivará en fraude electoral”, para lo que cita a CNN y The Washington Post.
Tercer acto: Trump twittea que “Los republicanos sienten que las plataformas de redes sociales silencian totalmente las voces conservadoras. Con determinación regularemos o las cerraremos, antes de permitir que esto suceda”.
Twitter es el medio en el que más habla Trump, directamente. Tiene más de 80 millones de seguidores. Las disputas entre los sectores del poder, que a veces se asocian, a veces compiten y en general se asocian y compiten a la vez, asegura un estado de cosas que los favorece parasitando al resto de la sociedad. Ya hace siete años que Edward Snowden reveló el modo en que agencias estatales y empresas privadas utilizan coordinadas datos de los usuarios de medios digitales para lo que se les antoje. La prueba de que el episodio no se circunscribía a un caso sino que era el estado generalizado de las cosas es que cinco años después se reveló que entre las compañías Facebook y Cambridge Analytica habían usado datos de usuarios de Facebook para la campaña presidencial de Trump y para el plebiscito por el Brexit.
Trump llegó a hacer el chiste de que debería dársele a él la oportunidad de un mandato de por vida, imitando a China. Su estilo incluye la confrontación espectacular, en la que no desentona una pelea con las redes sociales. Sin embargo, están del mismo lado a la hora de crear una realidad utilizando verdades, mentiras, censuras, campañas, referentes.
Por otra parte, está el resto de la sociedad, o sea, todos los sectores que están perdiendo la pelea. Los detractores de las redes sociales suelen considerar a sus usuarios un rebaño de tontos. Resulta interesante que, entre las revelaciones de la pandemia de COVID19, aparece muy patente que cada persona que tiene un smartphone es un emisor. Esto quiebra el esquema de unos emisores dominantes y masas de receptores dominados. Controlar lo que dicen unos pocos medios de comunicación emisores es más o menos posible, pero controlar lo que emiten y reemiten millones, resulta imposible. La consecuencia es una sensación de que todo puede ser falso.

Sensación que produce vértigo, pero que no es otra cosa que tener develada la situación previa al smartphone: lo que vemos como realidad es una ilusión, un relato, una creación de los sectores dominantes para mantener la explotación de todos.


El club de los odiadores de Facebook



   
Las razones para aborrecer a la red social Facebook son tan fogosas como es necia e incorregible la porfía de millones de persistir subiendo básicamente fotos de gatos y de hijos, malos memes, fake news y cosas peores.
Vamos a poner a Facebook como ejemplo de las redes sociales, porque es considerada la más vil, pero los argumentos en su contra son los mismos que se usan contra todas las redes sociales.
Veamos los casos de algunos odiadores de Facebook que abandonaron la red social en los últimos meses.
El actor Sacha Baron Cohen se preguntó “¿por qué dejamos que un hombre controle la información que ven 2.500 millones de personas?”
Stephen King dijo que no soportaba la “avalancha de información falsa que se permite en su publicidad política”.
También sostuvo que “no confío en su capacidad para proteger la privacidad de sus usuarios”.
Otro actor, Mark Hamill, famoso por interpretar a Luke Skywalker en Star Wars, denunció que “Mark Zuckerberg valora más el beneficio que la veracidad”.
En 2018 hubo una ola detractora de Facebook cuando la Justicia norteamericana dictaminó que la red había sido puesta al servicio de campañas electorales.
Jaron Lanier, uno de los principales ideólogos y entusiastas de las nuevas tecnologías en los 80 y 90, considerado el padre de la realidad virtual, escribió el libro “Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato”.
Lanier, una de las 100 personas más influyentes del mundo según la revista Time, explica que las redes sociales te hacen perder tu libre albedrío, cordura, inteligencia, criterio, capacidad de empatía y tu “dignidad económica”. También tu felicidad y tu alma.

El Estado Nacional, gran dispositivo de la organización de los países que comenzó a ganar forma en el siglo XV, se ha desarrollado —en la descripción de Michel Foculat (“Sujeto y poder”)— en su misión totalizadora, en tanto ningún aspecto de la realidad está fuera de su incumbencia, e individualizadora, en tanto configura a la sociedad como una sumatoria de individuos que la anteceden.
Controlando y manipulando a sus usuarios, las redes sociales parecen concurrir a este esquema. Denunciarlas sin denunciar antes al Estado tiene mucho de proceder con la angelización norteamericana que pone la ingenuidad al servicio de la perfidia.
Algún malintencionado puede percibir ese tufillo a ingenuidad en que quien se escandaliza porque las redes sociales conocen su intimidad —a través de los datos que él mismo ha brindado—, o se altera porque circula información falsa — como si todo fuera de las redes fuera información verdadera—, o se rasgue las vestiduras porque Zuckerberg es poderoso —como si los políticos no lo fueran—, o escribe un libro para denunciar que alguien quiere robarle la capacidad de empatía y la felicidad.
La maniobra angelizadora consiste en acusar aquello que trasgrede la ley con una actitud completamente acrítica frente a la ley, o sea sin considerar que la ley está hecha a la medida de los poderosos de una sociedad en la que esos poderosos explotan a los demás.
El problema, para esta posición es la transgresión de la ley, pero nunca la ley.
Quienes transgreden la ley son “malos”, y quienes la cumplen son “buenos”. De los que las hacen, no hay mención.
Al mismo malintencionado de antes se le podría ocurrir que esta angelización no es casual, y que quien la ejerce en realidad se beneficia de un esquema social injusto. Quizás esté del lado de los verdaderos beneficiados por las leyes.




Voy a volver a las redes sociales recordando a Umberto Eco, quien fue ovacionado cuando gruñó que “las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas”, que así “tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel”.
Concluyó: “Es la invasión de los necios”.
Es una frase muy reveladora, de la naturaleza de las redes sociales, claro, pero también de la madera de que está hecho el odio a Facebook.
Estalla en estas palabras la bronca y el desprecio contra los “idiotas”, mientras desmaya de pleitesía por los premios Nobel. Expresan el modo en que está crispado el horror porque los idiotas invadan el terreno de los premios Nobel, transformando a Zuckerberg en una especie de Eva Perón que le otorga a los asquerosos infelices, ellos que son “legiones”, como los otros son selectos, el derecho a hablar.
Quizás si no se sintiera tantas náuseas contra las “legiones de idiotas” se podría aceptar la posibilidad de que tuvieran recursos y voluntad propia para reaccionar y ganar espacios de decisión sobre las malévolas máquinas manipuladora de datos que son las redes sociales.
Claro, que a los adoradores de premios Nobel y quienes se benefician de las leyes que comandan una sociedad de explotación, las patas en las fuentes de Plaza de Mayo los saca de quicio.





miércoles, 27 de mayo de 2020

Cachete derecho


Ya es un clásico el escándalo que afecta a extranjeros y conservadores argentinos por igual ante la costumbre de que los hombres argentinos se saludan con un beso.

La costumbre, que se extendió en los años 80, un poco como “destape” de la dictadura del 76, se montaba sobre la tradición de los besos generalizados entre hombres y mujeres, entre mujeres, adultos y niños, sólo exceptuando el trato muy formal, aunque incluso avanzó sobre ese segmento.

Los escandalizados de que los hombres empezaron a darse besos en lugar de darse la mano, no observaron, sin embargo, que el beso no es real.
No es realmente un beso, sólo se trata de un arrime de cachetes derechos, sin contacto. Quizás todas las relaciones sociales serían diferentes si hicieran contacto los labios de una, uno, con la piel de la cara del otro, la otra.
Cuando esto pasa, excepcionalmente, por algún motivo especial —alguien demasiado sensual, o muy entusiasta, o un extranjero o alguien que no entiende el código hipócrita—, las personas quedan algo turbadas, quizás un poco asqueadas, tanto como el extranjero o conservador que observa la costumbre desde lejos.



Podría especularse sobre el trato social que propone y la distancia social que establece este beso simulado, hipócrita; el beso pantomima, la parodia de beso.
Podría hacerse el ejercicio de conjeturar qué va a ocurrir a partir de la imposición de una distancia tal que los besos, incluso estas caricaturas, farsas, remedos de besos queden desterrados.

¿Aparecerán besos reales como signos de la resistencia?

¿La prohibición de tocarse finalmente sincerará las cosas y ya no hará faltar hacer como que se da un beso?

¿La gente sufrirá por no poder arrimar sus cachetes, y esto tendrá consecuencias en la amistad, la familiaridad y la solidaridad?



domingo, 24 de mayo de 2020

Sin autoridad



Con variantes, muchas veces escuché a un padre decir: “mi hijo es un pelotudo, yo a su edad ya laburaba, ya tenía iniciativa, sabía lo que quería, ya me hacía cargo de mi vida” —algunos idiotas van por “yo ya fumaba, andaba con minas”...
Es la necesidad de ser superior al hijo, la autoconfesión del complejo de inferioridad.
Invariablemente uno piensa: “y terminaste siendo un pusilánime que dice estas cosas. Bien por tu hijo que te mira y piensa que si te hace caso, va a terminar siendo la triste cosa que sos”.

Creo que conviene diferenciar entre el virus y el estado de esta pandemia.
El virus y el brote que lo provocó podría haber desatado diferentes escenas, y la actual escena mundial podría haber sido provocada por otras causas.
Esta situación revela de modo potente muchas cosas que estaban mal para la gran mayoría, empezando, claro, con los sistemas de salud pública.
No era nada que no supiéramos, pero que ignorábamos, porque es más soportable un horror sin fin que un fin horroroso, vivir sin dignidad que morir dignamente.
Interesante, entonces, el estado de pandemia, que nos somete al horroso suspenso de acabar muriendo sin dignidad.

En fin, que a esto hemos llegado, a este desastre que, como al padre necio, nos quita completamente cualquier autoridad para decidir cómo seguir, hacia dónde, con qué objetivos.

Si llegamos a una situación tan desastrosa, es difícil que podamos encontrar una sola cosa que hiciéramos bien. Entonces, volver a hacer todo como lo estábamos haciendo es sólo ir a preparar el próximo desastre.



Nada queda en pie, ni la salud, ni el gobierno, ni la economía, ni los modelos de urbanización, ni la educación ni la organización de la sociedad, porque todo lleva a esta calamidad de la gente encerrada, sin trabajo, con muchos de sus derechos suspendidos, lista para que el poder de los gobiernos controlen cada aspecto de sus vidas, con pavor a enfermarse, y todo como culminación de un proceso de explotación que fue acumulando en los siglos capital concentrado, por un lado, y por otro una desigualdad que genera una pobreza criminal hasta hacer indignas las vidas de las personas y de toda la sociedad.

Creo que hay permiso para no obedecer, ni respetar absolutamente ninguna de las reglas, costumbres, estrategias y modos que venían rigiendo nuestras vidas.

Por lo menos, así como están entre paréntesis nuestras libertades de circulación, de reunirnos y otras, deberíamos poner entre paréntesis el modo de vida que teníamos.

Volver corriendo a la misma vida que estábamos haciendo no veo que sea otra cosa que acelerar el advenimiento de una nueva crisis que destroce la vida de nuestros hijos, y además faltarle el respeto a todos los que murieron solos en un hospital y luego fueron enterrados sin velorio ni despedida.


sábado, 23 de mayo de 2020

El zapatero



Uva vez andaba yo por un pueblo perdido en el extremo noroeste de China, y vi un zapatero que tenía toda su zapatería en la vereda. Con el gorro topar, sus bigotes, sus pantalones de vestir, camisa prendida hasta el último botón y saco que usan los de su etnia, estaba sentado en el piso.
Una señora que vive adentro de mí me dijo “qué atrasados que viven. pobres infelices”, pero yo busqué un lugar desde donde pudiera observarlo sin que él lo sintiera como una intromisión. Me senté, yo también, en el piso, con la espalda apoyada en una pared.
Todo el tiempo el zapatero estaba trabajando. En la media hora que compartí con él, calle de por medio, llegaron dos mujeres. Una se llevó algo en una bolsa y otra se quedó. Se sentó en un banquito mínimo que el zapatero disponía allí mismo para sus clientes, se sacó un zapato y se lo dio. El tipo dejó de hacer lo que estaba haciendo y se puso a arreglar el zapato de aquella mujer. Los dos tenían una tranquilidad hermosa.
Lentamente pasaban autos y chinos en motoneta, caminando y en camello. El zapatero y la mujer charlaban, a veces reían.
Finalmente, él le entregó el zapato, ella se lo probó, dijo que estaba bien, le pagó unas monedas y se fue.
Más tarde fui a ver de cerca la zapatería. Tenía zapatos para arreglar, zapatos arreglados y zapatos nuevos, de cuero grueso y con el interior forrado de pelo de cordero que, evidentemente, hacía él. También tenía cintos. Le compré una billetera para mi sobrina Elena.
Me cobró tan poca plata que no me dieron ganas de regatearle.




viernes, 22 de mayo de 2020

Borges frontal



En “El otro”, muy ladillón dice su autor:
“Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.”
Perdonen los cristianos, pero es un chiste genial. Jesús mismo se reiría.
El escritor juega con el tema en todo el cuento, se ve que le habían mojado la oreja porque no se jugaba. Entonces, con ese costado ingenuo que tiene ser muy vetusto, se juega con un pifie atrás de otro. Vean:
“El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó”.
“América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio.”
“Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní.”




Escribir lo que no se puede escribir



Borges debe haber explicado la paradoja de hacer algo que no se puede hacer como es escribir el lenguaje oral.
El resultado de ese intento es algo que no es oral ni es escrito.
Cuando un escritor escribe diálogos escucha hablar a la gente de la que escribe, no del modo en que hablaría si no estuviera hablando para ser escrito, sino del particular modo oral que tiene como destino ser escrito.
Existe, por tanto, una convención sobre la forma del lenguaje oral cuando es escrito.
A partir de esa convención es que cada autor crea algo.






Una incidental angustia



La angustia aparece estos días cuando uno está viendo una serie, que no es lacrimógena, una hija le pregunta al padre si tiene síntomas de la enfermedad de la epidemia, el papá le dice “naaa…”, uno identifica que es el mismo tono con que el papá de uno le resta importancia a sus malestares físicos, y a uno lo asalta de golpe el llanto, y no puede parar.



jueves, 21 de mayo de 2020

El viejo maestro de castellano



En Beijing, un legendario profesor de idioma castellano, uno de los históricos miembros de la primera camada de graduados en Filología Hispana de China en los años 60 y desde entonces maestro de a cientos, formador de formadores, asesor del Gobierno en temas de traducción y enseñanza de idioma castellano a chinos y de cultura china para sinófilos y otros interesados, me dijo hace algunos años: “Hay que corregir el modo en que se enseña el idioma chino a las personas del mundo. Se está enseñando para que hablen chino desde la primera clase. ¡Es un gran error! Es importante que los alumnos recorran un camino que empieza con perderle el miedo a un idioma que sienten como endiabladamente complejo. Ciertamente es un idioma inabarcable, como todos, pero su gramática y léxico para la comunicación básica no son tan complejos, lo que sucede es que sí es muy lejano, muy exótico, para las lenguas occidentales. Deben empezarse, por lo tanto con lo que ustedes dicen ‘romper el hielo’. A partir de allí es necesario ir familiarizándose, entrar en confianza, perder de a poco la sensación de estar en un lugar completamente extraño. Luego ya se puede conocer: recorrer los lugares conocidos de la lengua, aventurarse desde allí en otros. Una vez se ande con seguridad, en posesión de algunas palabras y algunas formas de construir con ellas ideas, recién entonces, como culminación y casi como corolario, es posible encarar el diálogo con otros, el uso del idioma para la comunicación oral y escrita”.
Luego agregó: “Los occidentales suelen quedar atrapados en el dilema de que los chinos a veces tienen tiempos milenarios —la proverbial ‘paciencia china’— mientras observan que en todas partes, en la ‘vida real’ los chinos están apurados. La mente occidental tiende a la disyuntiva creada por la ilusión de la lógica formal: si algo es esto, no puede ser aquello. En cambio los chinos tienen en la mente el yinyang, lo que les hace concebir que en todo, no hay una cosa sin la otra. El apuro porque el alumno salga hablando con las primeras lecciones debe balancearse con un aprendizaje cuyos tiempos sean marcados por el placer de familiarizarse, conocer, disfrutar y aún contemplar lo maravilloso que es el lenguaje que nuestra cultura ha sabido amasar durante muchos milenios”.




martes, 19 de mayo de 2020

Efluvios, humores, amores



Tuve una historia estos días con una chica soñada. Quiero decir, hace años soñaba con ella y además es una mujer soñada, una femme fatal, una diosa, con unos ojos de gata y un cuerpo de los que les ponen en agitación todas las moléculas a los hombres y las mujeres que la ven.
Cuestión que yo me sentí bendecido por los dioses, porque además, debo reconocerlo, no hice nada para seducirla, y de repente estábamos en mi cama.
Yo estaba en éxtasis, hasta que sucedió algo absolutamente inesperado, que me sacó del momento y aparecí de golpe en, digamos, un cuartel militar ruso en un pueblo perdido de la Siberia.
¿Qué había pasado? Algo absolutamente inesperado: esta diosa tenía un olor a pata y a chivo, que era algo inconcebible —y espantoso.
Era un tufo penetrante, del que no había manera de escaparse, ni física ni mentalmente. Mi distracción fue total, o más bien diría, mi concentración en su peste de sobaco y de patas tenía la fuerza despótica de una hipnosis. No podía salir de allí.
Luego, como pude, con gran esfuerzo, me sobrepuse y traté de llevar la cosa adelante lo más dignamente posible.
Sin embargo, aún no puedo disolver aquello, máxime cuando me di cuenta de que no lo podíamos hablar, porque sabía que si se lo llegaba a mencionar, ella se iba a poner muy mal. De hecho, tratando de entrarle al tema por alguna ventana, le pregunté “¿vos usás desodorante de axilas a bolitas o en crema?“, a lo cual ella respondió, en tono alto y ofuscada: ”¡qué pregunta! ¿Me estás diciendo que soy sucia?” Le dije que por supuesto que no, que no sé por qué se me había ocurrido esa pregunta.
Ese rasgo suyo sacó a la chica de cualquier posibilidad de una familiaridad entre ella y yo.
Me encanta la familiaridad.
El amor de mi vida sigue siendo el amor de mi vida porque, entre otras cosas, se ríe cuando hacemos algo un poco asqueroso y le parece lo más natural estar juntos en el baño.










Palafitos




Con Roxi hacíamos la misma carrera, en la misma Facultad, y sin embargo, nos conocimos un verano en Castro, la capital de la isla de Chiloé, en el sur de Chile, adonde los dos habíamos llegado como mochileros.
Hacía varios días que yo estaba parando con un amigo en un albergue en un palafito, una de esas casas de madera construidas sobre el mar, apoyada en alto pilares. Una mañana despertamos con dos bultos tirados en el piso como nosotros, todos dentro de sus bolsas de dormir como bichos canastos. Los dos bultos eran Roxi y una amiga suya.
Nos entendimos muy bien los cuatro, nos divertimos con la casualidad de que estudiáramos en el mismo lugar, y Roxi y yo quedamos muy amigos y desde entonces cursamos juntos. Éramos compinches, incluso incursionamos en el amor, no funcionó, y sin embargo eso no alteró nuestro compañerismo.
Luego la vida nos llevó por caminos distintos, y estuvimos muchos años sin vernos.
Una vida entera, sin vernos, hasta que el año pasado me invitó a su cumpleaños, en su casa.
Vive en un barrio cerrado, su casa es una mansión de película de Hollywood, con una piscina gigante, una familia de galgos afganos en el parque, un quincho como un restaurante de campo, cocineras y varias empleadas. En el área de entrada, tres autos magníficos, uno de ellos un modelo deportivo. Ella gana muy bien y el marido también.
Un día me dijo que venía al centro y la invité a tomar unos mates. Con la sinceridad que siempre tuvo y por la que éramos amigos, entró a mi microscópico departamento y antes de sacarse el abrigo, con la cartera colgada del hombro, y mirando la biblioteca, las paredes medio tapizadas de cuadros hechos por hijos y amigos, la cama sin hacer, las zapatillas tiradas por acá, las botas por allá, la mesa llena de libros, vasos por cualquier lado, la bicicleta colgando, la cortina rota, dijo:
 Esto igual que cuando estudiábamos en la facultad, ¿por qué vivís así, como un perdedor?”
— Calculo que por la misma razón que vos vivís como una ganadora —le dije.
Hablamos del programa con que uno viene.
— A mí no se me ocurre irme a vivir a una casilla en la villa miseria, a vos no se te ocurre vivir como yo —dije y ella completó la idea:
— Es el programa que traemos.
Dijimos que es un programa hecho de costumbres y de deseos de quienes nos criaron.
Es importante tomar un poco de distancia y observar y analizar el programa que estamos cumpliendo.
Siempre estamos cumpliendo un programa.
Nuestra vida puede reducirse a cumplir el programa que nos constituye, o podemos trazar un plan.
— “Somos lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros” —dijo Roxi, citando previsiblemente a Sartre.
Por supuesto, es muy difícil que el plan que inventemos desplace al programa. Quizás nuestra máxima aspiración es poder materializarlo, aunque sea un poco, y en ese caso habremos logrado superponerlo al programa que traemos.
Será cómo construir un palafito, allí arriba del agua que sube y baja con las mareas, el agua que es parte del mundo del mar.
Es cierto que es todo cuanto podemos llegar a hacer.
Sin embargo, un palafito no es poco.


lunes, 18 de mayo de 2020

El nido de hornero







En el Día de la Bandera la maestra nos ordenó que escribiéramos una composición que se llamaba “Mi bandera celeste y blanca”.
Escribí que esos colores me parecían buenos y que me gustaba que en nuestra bandera estuviera el cielo, o sea, que tuviéramos un país celestial. Pero ahí se me terminaron las ideas, y yo pensaba que tenía que llenar la hoja entera, así que me puse a pensar.
Como había escuchado que Belgrano le puso a la bandera los colores celeste y blanco porque levantó los ojos hacia el cielo, y el cielo estaba nublado, empecé a llenar el espacio pensando en qué otros colores habría tenido la bandera argentina si Belgrano hubiese mirado hacia otro lugar.
Sería verde y marrón si hubiera mirado el río y las islas.
Sería anaranjada y negra, si hubiera mirado el fogón.
Sería verde oscura como si hubiera mirado adentro del mate que estaba tomando.
Sería blanca, si hubiera mirado hacia una casa blanca.
Sería violeta, si justo hubiera pasado una chica con un vestido violeta y Belgrano no hubiera podido evitar mirarla.
¿Y que tendría que haber mirado Belgrano para que la bandera fuera negra?
Al fin me quedé muy satisfecho con mi composición, pero la señorita Chocha se lo tomó muy mal. Me retó, me dijo algo sobre el respeto, pero no le entendí. Todavía no lo entiendo. Me puso un cinco y me aplastó la hoja contra el pupitre con bronca.

Desde entonces ya la bandera se me hizo menos santa, aunque me siguió simpatizando otro Símbolo Patrio, el hornero, nuestra Ave Nacional.
En la época en que escribí aquella olvidable composición —salvo que, como es evidente, no la olvidé—, iba con unos amigos a cazar pajaritos con la honda. Todos los chicos hacían eso en mi época. Perdón.
Ante la bocha de un nido de hornero discutíamos si se podía meter la mano para agarrar los pichones. Unos decíamos que sí, por entusiasmo, mientras los que sabían más decían que no, porque el horneo construía el nido como un caracol, justamente para proteger a los pichones.
Unos días después vimos un nido en un palo de luz, y conseguimos subirnos hasta llegar hasta él para juzgar quién tenía razón.
Metí la mano, y efectivamente, era como un caracol.
Porfiado, cuando ya la forma interior del nido me impedía meter mi mano más adentro, empujé más y más. Imaginé que una serpiente se podría meter, y entonces imité con la mano la relajación y los movimientos de una serpientes. Esto me dio resultado y al fin con la yema de los dedos toqué algo suave.
"Un pichón”, pensé, pero una lejana alarma se sacudió trémula en mi mente, y en vez de intentar atrapar el pichón, retiré la mano automáticamente.
Ya con la mano afuera acerqué mi cara a la entrada del nido y entonces, velozmente, vi aparecer desde el interior una araña negra, gigante, que se me vino encima.
Caí desde allá arriba y mi cuerpo dió contra la tierra como una bolsa de papas. No sé cómo no me maté.



domingo, 17 de mayo de 2020

El precio de sobrevivir


Quizás podemos detenernos un rato en la idea de que la sociedad argentina, aspirante a “estar bien” y no a “estar mejor”, o sea, sociedad con vocación de supervivencia, tiene probados y múltiples recursos para gambetear crisis, incluso una crisis tan brava como la que se viene.
En bruto, Argentina puede producir alimentos para una población quince veces más grande que la que tiene, tiene gente con destreza e inteligencia para construir hazañas y está en una posición geográfica que la salvaguarda de guerras y conflictos que la diezmarían.
Estos son apenas tres dones entre muchos que Argentina recibe y que entrega a cambio de flotar siempre.
Por salir a flote y quedar flotando, paga también el precio de no desarrollarse, de una desigualdad importante, de la miseria de una parte de su población y de la fatal destrucción cíclica de los logros de los sectores pujantes.
Si conseguimos gambetear esta crisis y volver a la normalidad del flotar sin haber hecho la mínima justicia de que los principales explotadores del trabajo y la vida de los demás devuelvan algo de lo que obtienen de modo criminal, nuestra supervivencia tendrá una dosis de indignidad que nos impedirá mirar a nuestros hijos a los ojos.
















El agua de un planeta



No sé hace cuánto tiempo estoy mirando las uñas de su mano.
La consistencia como de plástico, el fino reborde de piel del dedo que recubre apenas los contornos.
En algunas uñas tiene esos pedacitos de piel levantados, como escamas, que duelen. Le pregunto si se los arranca con los dientes y me dice “no, con un cortauñas”.

Hace mucho estoy mirando su cabello donde nace, el cuero cabelludo tan blanco, y los cabellos tan negros, tan gruesos, pocos, tan brillosos, como empavonados, tan lacios cómo la crin de un caballo.
En la piel de la cabeza tiene un lunar. De ese lunar paso a otros, uno en el hombro, otro al lado del ombligo, otro en el muslo.
Le pregunto si heredó alguno de los lunares que tiene y me dice “sí, este” y se toca lentamente con un dedo un lunar en la mano.
Se lo mira. Lo miramos los dos.

No sé cuánto hace que le miro el iris de uno de sus ojos, debajo de un vidrio líquido, transparente como una gelatina.
El iris de un marrón oscuro aterciopelado, que tiene vida propia y como un molusco achica o agranda la pupila, que es un agujero de negrura perfecta, y entonces tengo la certeza alucinada de que lo que clava en mis ojos y penetra en mi mente, sabiendo lo que piensa, conociendo lo que me pasa, es en realidad un agujero.
¿Cómo es posible que lo que se clave en el alma de otra persona sea un agujero?

Cada detalle microscópico atrapa mi ojo. Y puedo sumergirme en el detalle como en el agua de un planeta que acaba de ser descubierto.

Cada detalle tiene la profundidad del Universo y si permanezco ahí, el flujo de la realidad pasa muy arriba y muy lejos, y siento que nunca volveré a engancharlo.

domingo, 10 de mayo de 2020

Cincuenta y cinco



Aunque se la rotuló como una película muy menor, producto de una experimentación no muy reflexiva, Mi tío de América planteaba temas que para muchos son inolvidables.
Mostraba cómo algunas cosas que se aprenden temprano en la vida, se transforman en jeites para siempre.
Por ejemplo (no son ejemplos de la película), personajes: el que sacraliza a la madre, el fanático de una pertenencia, el rudo, el pobrecito.
Otro ejemplo son modelos de vida: el romanticismo, la superación permanente, la extranjeridad, la martirización.
Sin saberlo, alguien vive una vida para cumplir con esos modelos, para llenar esos moldes.

A mí me gustaba mucho “Andanzas de Patoruzú” (¿soy el único?). Todos los jueves iba al kiosco de diarios a comprar la nueva edición.
Me gustaba que la vida fuera una sucesión de aventuras.
Una persona es alguien que vive en estado de aventura.
La vida está hecha de cosas que empiezan y terminan.
Deben terminar: no habría diversión, sentimientos profundos, de miedo, de amor, de heroísmo, ni amistades que hermanan, si las aventuras no se terminaran.

Este domingo, cumpliendo 55 días de autoconfinamiento, puedo decir que estoy viviendo varias aventuras a la vez.
La de estar preso en una cárcel.
La del monje ermitaño.
La del solterón, típicamente medio hijo único, medio anciano.
La aventura del retiro espiritual que pasó Jesucristo ayunando en el desierto.
La aventura de la pausa para ordenar mi vida —la biblioteca, la dieta, los textos pendientes, las películas clásicas y las óperas que siempre dejé “para un día”, la gimnasia, la pintura.
La aventura de sentir helada sobre mi piel la sombra de la enfermedad, la soledad y la muerte, y de pensar que no tengo la muerte, pero tengo tiempo de vida, y entonces puedo sacar de su cofre mi deseo, arreglarlo, pulirlo y echarlo a volar, con mi cuerpo abrazado a su cogote, como una vez iba Patoruzú, abrazado a Pampero.






Amsterdam


Vamos a sentir la brutalidad más cruda en unos sujetos. Elegimos hombres, marineros. Panzones. Sucios. Degenerados. Los hacemos dormir, los hacemos beber cerveza hasta reventar, comer pescado y eructar, mientras se suben la bragueta tambaleándose. Los hacemos cantar borrachos y los hacemos bailar. Los ponemos con putas, a quienes les refriegan sus panzas mientras bailan. Humanidades bestiales, cuerpos groseros, la tosquedad más desagradable, en un estado que ha sepultado cualquier atisbo de conciencia. Son la más oscura animalidad.
Pero ¿por qué? ¿Por qué han caído a ese estado mugriento, repugnante? ¿Y por qué Jacques Brel le hace una canción a esa pesada inmundicia?
Esos monstruos compran con una moneda la virtud de las “damas”, y ven cómo otros compran sus “bonitos cuerpos”.
“Damas” de “bonitos cuerpos”, dice Jacques Brel en la canción Amsterdam, y habla desde la abombada consciencia de los atroces marineros.
¿Por qué el sarcasmo? Porque esos brutos pueden soportar todo, pero quizás no terminen de digerir que esas chicas, esas señoras, tengan que someterse al horrible engendro en que ellos se han convertido.

En una canción la letra sin la música y la música sin la letra deberían perder el sentido que han atrapado formando una sola cosa.
Les dejo la letra de Amsterdam, pero verán que leída como un poema es anodina, a lo sumo costumbrista, pero cuando la canta Brel, todo se entiende.




viernes, 8 de mayo de 2020

Admiración




Admiro nomás a los que doman los animales en los que su alma pone el ojo.



Un judío


En la serie Shtisel un artista se compromete a entregar obra y no cumple.
El artista es un joven judío ultraortodoxo con una intensa vocación por la pintura. Entre su empeño por pintar y el destino, se ha ganado el favor de un mecenazgo, pero su novia, una chiquilla de 23 años, se opone a su proyecto de vida y le anuncia que no se casará con él si no abandona el arte.
El muchacho se somete a la condición de su novia y entonces ella, sin avisarle, va a hablar con el galerista con el que él tiene el compromiso.
Le explica que su novio dejará de pintar algunos años.
Azorado, el galerista le pregunta por qué y ella le refiere la historia de su papá, un tipo completamente mundano, gobernado por la ambición del dinero.
La chica cuenta que desde que ella lo conoce, su papá tenía una pasión vehemente por la música. Puntualmente, todos los días escuchaba la Quinta Sinfonía de Mahler.
Un día ella llegó a la casa, y para su horror descubrió que el cassette donde estaba la sinfonía estaba en blanco.
Le preguntó el padre y el padre le dijo que la había borrado.
“Un judío debe saber cuándo se va a ahogar en algo”, le dijo la chica al galerista.
No es que la frase no me parezca prudente, pero quedo preguntándome qué es un judío.






jueves, 7 de mayo de 2020

No llores por mí Argentina, en Lanzhou



En Buenos Aires éramos compinches con Polo, Ziqian Feng. Cuando estaba por viajar a China por primera vez, le conté que visitaría Lanzhou, su ciudad. Con la hospitalidad asombrosa de los chinos, él habló con sus padres para que me recibieran allí.
Eran gente maravillosa, de una buena voluntad que me desarmaba. Estaban más felices que yo de recibirme. Me dieron un departamento y Feng Zheng, el papá, se tomó unos días en el trabajo para llevarme a conocer Xiahe, donde se concentraba la mayor cantidad de templos budistas de China, fuera de Lhasa, capital del Tibet.
Antes de partir, me invitaron a comer en su preciosa casa, donde vivían con el papá de la señora, un anciano muy honorable, a quien trataban con una dulce devoción.
Mientras la señora preparaba la comida, Feng Zhen me mostró algunas reliquias que había ido adquiriendo en Xiahe. Nos comunicábamos por señas y con muy pocas palabras, porque él sólo hablaba chino, idioma que ignoro lastimosamente. Sin embargo, de alguna manera nos comprendíamos, de modo que yo podía ir sabiendo qué piezas eran las que me mostraba y su valor histórico.
En el recorrido por sus colecciones, en la medida en que sentíamos que el idioma no era un impedimento para nuestra empatía, nos fuimos alegrando más y más de estar juntos.
Ese sentimiento de camaradería alcanzó un pico cuando llegamos a su biblioteca y fue sacando, una tras otra, ¡siete biografías del Che Guevara!
Llegué a decirle que había vivido en Cuba, y entonces hicimos grandes exclamaciones, y él me abrazó. Nos miramos con los ojos brillantes de dicha.
Al almuerzo llegó un amigo de Feng Zhen, Feng Qiu, quien en un inglés muy rudimentario consiguió decirme que iríamos los tres juntos en el viaje, y que él sería el traductor.
También me dijo que trabajaba como policía y que estaba estudiando derecho. Dos años después me enteraría de que había terminado la carrera y había abandonado el cuerpo policial para dedicarse a la abogacía.



Ese mismo día salimos en la camioneta de Feng Zhen a Xiahe, que quedaba en el sur de la provincia en la que estábamos, Gansu. Fue un viaje increíble, en el que la amistad se nos fue mezclando con templos budistas de miles de años, montañas esculpidas en forma de terrazas de cultivo que habían sostenido a la población durante siglos y ahora estaban desertificadas, pequeños pueblos donde viven chinos musulmanes, de pocas casas pobres y mezquitas palaciegas que brillaban como joyas bajo el sol, y enormes paisajes monocromos en los que aquí y allí estaballaban lejanos conjuntos multicolor de banderas budistas.
Durante cinco días recorrimos muchos kilómetros y nos metimos en todas partes; dormimos en cualquier lugar y comimos la comida regional, que le resultaba extraña incluso a ellos. Cuando pensé que no podíamos ir más lejos dentro de China, Feng Zhen anunció que entraríamos en la provincia de Qinghai para visitar a unos amigos suyos.
Sus amigos eran pastores nómades. Marchamos largas distancias por las montañas, en camioneta hasta donde pudimos llegar y luego caminando. Al final dimos con los pastores que buscábamos. La ladera de una montaña parecía tener una nube blanca dispersa: eran sus ovejas. Nos invitaron a tomar té con leche fuera de su carpa, hablaron mucho, siempre riéndose, con sus caras marrones oscuras por el sol directo, igual que la gente del altiplano.
Luego entramos a la carpa donde la familia vivía y nos acomodamos sobre unos almohadones muy confortables. Habíamos andado mucho, con mucho frío en ese aire puro y excesivo de las montañas. Sentirnos en un lugar tan placentero, tibiecito por el calor que emanaba de un fogón en el centro de la carpa, fue una delicia. La charla se me volvió un arrullo y me quedé dormido sin darme cuenta. Soñé algo intenso y me desperté de golpe. Vi los niños mirándonos seriamente, percibí ese olor reconcentrado de hollín y grasa, observé a los adultos charlando sin parar, recorrí con la mirada los enseres de los nómades, antiquísimos, y sentí que estábamos en un tiempo eterno.
Fue un momento de mi largo viaje de dos meses, en que toqué fondo. Hice contacto con una realidad última.
Sentí que mi amigo sabría que me pasaría lo que me estaba pasando, y pensé que por eso me llevó hasta allí.


El regreso fue algo desconsolado. Los tres hubiéramos querido quedarnos más tiempo, en aquellos lugares y también queríamos seguir juntos.
La tarde en que llegamos la señora nos esperaba en un magnífico restaurante en Lanzhou. Además de nosotros, llegó una cantidad nutrida de amigos que el matrimonio había invitado para que conocieran a un periodista que había viajado de muy lejos para conocer la tierra de sus ancestros. Para ellos, era un acontecimiento.
Algunos hablaban algunas palabras en inglés, con lo que la comunicación fluyó bastante bien. Fluyó tanto como el baijiu, licor chino de alta gradación alcohólica que se bebe de breves traguitos, pero durante horas, de modo que la alegría y desinhibición de los comensales crece, mientras la amistad se exacerba.
Es lo que sucedió aquella noche, que era mi despedida de Lanzhou y de aquella gente maravillosa.
Yo estaba feliz y a la vez sentía tristeza en mi interior. Esas personas, puras y buenas, se había convertido en mi gente, y no sabía si alguna vez volvería a verlas.
Entonces, siguiendo la tradición, el amigo Feng Qiu invitó a que cantáramos. Se exaltaron y comenzaron a cantar antiguas canciones que todos conocían, entre brindis, abrazos y risas.
En un momento alguien me señaló y dijo algo. Feng Qiu me tradujo:
— Dicen que quieren escucharte cantar una canción de tu país.
El pedido me tomó por sorpresa. No tenía idea de qué podría cantarles, si una canción de Charly García, una zamba, o tal vez la Marcha de San Lorenzo.
Me apuraron y entonces se me ocurrió que quizás alguno de ellos podía haber visto la película Evita, y entonces si yo cantara No llores por mí Argentina, haría la conexión.
En un rapto de inspiración, además, le pregunté a Feng Qiu, que era el que cantaba más fuerte y con más vocación, si la conocía. Dijo que no, pero cuando empecé a cantarla gritó:
— Yes! Yes! —y empezamos a cantarla juntos.
Los dos recordábamos sólo el estribillo, así que lo cantamos varias veces, abrazados, a veces mirándonos, con una mano moviendo un vasito con el temible baijiu, primero tímidamente, luego con toda la voz.
Ahí estabas, entonces, Eva, mi amor, en el fondo de la China, entre platos con pescados enteros y mariscos gigantes, entre chinos que fueron a conocer un argentino, entre vapores de baijiu, entre sopas de oveja, bocadillos de algas y orejas de cerdo; allí nos tenías, cantando y abrazados, sudorosos, descamisados, felices y unidos por vos.





Buenos Aires, 8 de mayo de 2020

Por favor no me digas eso

Por favor, no me digas que querés coger conmigo.
Decime que querés cocinarme.
Decime que querés acompañarme a comprarme zapatillas.
Decime que querés leerme un cuento.
Decime que querés caminar conmigo.
Pero no me digas que querés coger conmigo.
(Los días con Zoe, Aluminé Peralta)

Bienaventurados






No es posible decir que la película Yesterday (2019) sea buena, pero tiene una idea interesante.
Ocurre algo que hace que The Beatles queden borrados de la historia de la humanidad. Ubicada en el presente, sólo recuerda sus canciones un pibe que es buen músico, pero fracasado, y entonces de la noche a la mañana se vuelve la mayor estrella de la música del mundo, cantando las canciones de The Beatles
En un momento aparecen otras dos personas que también recuerdan a la banda. Cuando se le presentan, el chico se asusta, pero le dicen "no estamos enojados con vos, al contrario. Nosotros no somos músicos, vos quedaste encargado de darle al mundo esa música que el mundo perdió".
A fines del siglo XIX el catalán Pau Casals descubrió unas obras perdidas de Bach (suites para violonchelo solo, BWV 1007-1012), que resultaron unas obras maravillosas entre todas las de la historia de la música.
Bienaventurados los que comparten los que tienen.



lunes, 4 de mayo de 2020

Todos esos cuentos de Shtisel




Creo que entre la trama y los acontecimientos hay un diálogo.
Para algunos, la armonía se evidencia en que el lector o espectador no percibe ni la trama ni los acontecimientos.
Pero en el caso de algunos relatos de la tradición judía pareciera que se quiere destacar la anécdota, como si se dijera: "a nosotros nos gustan las anécdotas".
Es algo tan visible en la serie Shtisel como lo fue en la película Los gauchos judíos, basada en una cantidad de anécdotas que escribió Alberto Gerchunoff a principios del siglo XX.
Hace unos años me tocó andar por los lugares de EntreRíos donde se asentó la colonia judía rusa en la segunda mitad del siglo XIX. Fue una de las recorridas más emocionantes que hice en Argentina, porque hice contacto no con la belleza del paisaje, ni con el placer del descanso que me deparaba, ni el asombro por la cultura, sino que hice contacto con la pertenencia. Me metí en un cementerio casi abandonado, y entre los apellidos que fui leyendo había muchos conocidos. Quizás allí estaban enterrados bisabuelos o tatarabuelos de compañeros míos de la universidad. Me fue de allí con una necesidad muy grande de abrazar a alguien.
Y eso que de judío no tengo más que algún amor pasado (pero no cualquiera; mi mamá me decía: “ella es para vos, y vos lo sabés”). Pero pienso que el modo de vivir el mundo y sobre todo de vivir a las personas que tienen judíos y cristianos va más allá de la cuestión religiosa, y que ambos han marcado tan fuerte la Argentina, que así como todos los judíos que se criaron en Argentina, tienen algo de cristiano, todos los cristianos tenemos algo de judío.
La zona de la vieja colonia judía en Entre Ríos que conocí era donde ocurrieron todas las historias que contó Alberto Gerchunoff. Casi cien años después, Juan José Jusid hizo con esas historias Los gauchos judíos. De la misma forma que yo podía distinguir en la película los acontecimientos referidos por Gerchunoff, apenas modificados en función de la trama, puedo distinguirlos en Shtisel. Me siento amigo de Ori Elon y de Yehonatan Indursky, dos chicos que han urdido el guión.