sábado, 27 de marzo de 2021

El masacote

 Estamos juntos y estamos separados, igual que como estamos con los muertos.

Pero con los muertos hay cosas que ya no podemos hacer cosas, y entre nosotros sí podemos.

Sin embargo, las limitaciones que ha impuesto la pandemia nos enfrenta a la boba realidad de que no las hemos hecho.

No nos hemos dicho todo lo que teníamos para decirnos.

No fuimos a aquel lugar.

No regalamos lo que quisimos regalar.

No nos tocamos cuando pudimos.

No confesamos los sentimientos que teníamos en el corazón.

No tuvimos frío juntos.

No nos dijimos verdades.

No hemos jugado todo lo que pudimos.

No le tomamos la mano a alguien que lo necesitaba.

No nos acostamos en la misma cama.

No preguntamos si era verdad lo que nos dijeron cuando éramos chicos.

No hemos tenido a alguien en brazos, aún cuando sabíamos que sólo podríamos tenerlo en brazos un suspiro, tan poco tiempo.

No nos miramos adentro de los ojos todo lo que pudimos.

No hemos preguntado “¿cómo estás?”, cuando sabíamos que el otro necesitaba esa pregunta.

No hemos llevado unas facturas para tomar unos mates, nada más que para tomar unos mates juntos.

No nos hemos dicho “¡ahora!” como quisimos.

 

Espero no olvidar esto cuando afloje la pandemia y podamos estar juntos, abrazados, saltando, gritando, besándonos, chivando, riéndonos como el masacote que siempre deberíamos ser.

 



Cosas que no se ven en esta foto




 Cosas que no se ven en esta foto:


El agua marrón que corre muy despacio.


La tela de araña en las ramas de un pino, con la araña con los ojos abiertos.


Quizás mañana esté nublado y no se verá el sol iluminando con esta luz que pronto será viscosa, mientras baja.


El silencio de los martes en que no pasan lanchas.


Pensar en el encierro de la pandemia.


La intimidad del muelle de enfrente.


El amigo que murió de covid, que no debería haber muerto, que podría estar, al lado mío.


El brillo del pasto al que le da el sol.


La pelusa blanca que sueltan los sauces en esta época y flota en el aire como copos de nieve. 


Dueños e inquilinos

(Artículo aparecido en la Revista NOBA, San Nicolás, 26 de marzo, 2021)


San Nicolás me concedió la comprensión de que las ciudades tienen dueños. No es que lo aprendí de un día para el otro. Son cosas que no se aprenden en un determinado momento, porque se nace sabiéndolas. Crecí sabiendo que había dueños y, por tanto, no dueños. Era algo natural. Lo que sí puede pasar es que un día uno tome conciencia de aquello que ha sido perfectamente natural.

En una reunión en la casa de un amigo, en un barrio cerrado muy paquete del gran Buenos Aires, un ámbito que para mí no tenía nada que ver con San Nicolás, me encontré charlando con un muchacho agradablemente campechano y coincidimos con que éramos nicoleños. Teníamos relaciones muy diferentes con la ciudad. Ambos teníamos allí nuestras raíces familiares, pero yo me había ido al principio de la adolescencia y él solo había pasado afuera unos años para completar una carrera universitaria. Sin embargo, el sentimiento de pertenencia a la ciudad era puro en los dos y pasamos un largo y agradable rato hablando de San Nicolás.

He sido periodista toda la vida. No puedo encarar una conversación sin que el vicio de querer saber la contamine. En aquellos días, me había enterado de un colega que estaba revisando el caso de la muerte del obispo Carlos Ponce de León durante la dictadura militar del 76. El caso había fue caratulado como “accidente automovilístico”, pero luego la Justicia recibió la denuncia de que había sido un atentado de los militares (la muerte por accidente de auto era el modus operandi con que los militares atacaban a los curas opositores, con el notorio caso del arzobispo Angelelli). Cuestión que le pregunté a mi nuevo amigo si estaba al tanto del caso de Ponce de León —que había ocurrido 24 años atrás. Sin tapujos y sin ánimo de chusmerío, me habló de la situación como si fuera para él un asunto perfectamente doméstico y familiar.

“Desde siempre el expediente está arriba del escritorio de”… (nombró a una mujer por su nombre de pila, cargadamente íntimo, como “Mimicha”, o “Chichi”), y a continuación me relató el sinuoso derrotero del expediente, que había pasado de las manos de tal a las de tal (todos secretarios de funcionarios judiciales, políticos, fiscales) refiriéndome sus nombres o sobrenombres , pero nunca sus cargos. Me iba ofreciendo explicaciones precisas de las motivaciones que cada quien había tenido para esconder o sacar a la luz el expediente en determinado momento.

En unos minutos, me trazó una admirable trama que explicaba qué había sucedido y qué estaba sucediendo con el caso. La trama que incluía a jefes militares que habían mandado en la sociedad durante la dictadura y los negocios del poder que la dictadura había activado en la alta sociedad nicoleña.

Ante mis ojos fue apareciendo una San Nicolás que no había sospechado, hecha de personas muy conocidas entre sí, como si fueran miembros de una familia muy asentada y cerrada, que vivieron siempre todas juntas, unos empresarios industriales, otros jueces, dueño de clínicas, abogados, dirigentes de clubes deportivos, emprendedores inmobiliarios, dueños de campos. 

De chico yo había aprendido qué significaba que un nombre era sagrado al escuchar ciertos apellidos. Alguna vez osé comentar “¿qué se yo quién es?” y mis amigos, aún niños, ya tan adoctrinados, me amonestaron. El respeto sagrado no estaba basado en saber por qué un apellido era célebre, sino justamente en no saber, en rendir honor sin saber por qué. Yo debía otorgar el honor sin fundamento ni razón, tener fe en que las personas de esa familia eran honorables, dignas del mayor respeto porque sí, por una historia que yo no tenía derecho a conocer porque la ciudad no era mía. No pertenecía a mí, ni yo a ella.

Aprendí que San Nicolás tenía sus dueños y por tanto, el resto de los habitantes éramos no dueños: una ciudad de dueños y de inquilinos.

Los dueños son los dueños de las propiedades estratégicas y de las decisiones políticas. Son los detentores del acervo, con sus apellidos de familia que operan como títulos nobiliarios. Y son los dueños del saber, el saber secreto que desplegó ante mí como un tesoro aquel amigo casual, y el saber con el que se maneja a los inquilinos, a través de las escuelas y el diario.

Por supuesto que casi todo el mundo es dueño de algo, una casa, un auto, un comercio, una empresa, pero son bienes cerrados sobre sí, como el saber sobre su familia o el poder de su decisión. Las propiedades de los verdaderos dueños, que insisto, incluyen el conocimiento como principal bien, afectan a toda la ciudad, a todos los habitantes, a la historia de San Nicolás, a las generaciones por venir.

Por supuesto que los inquilinos disputan poder, desde dentro del ámbito de los dueños si consiguen entrar, o desde el sindicalismo o desde enclaves telúricos, como las villas miseria que consiguieron armarse. Siempre San Nicolás, además, estuvo envuelta en inmigrantes, vascos, genoveses, gallegos, turcos, correntinos, santiagueños, entrerrianos, chaqueños, que confirmaban con su condición de ajenos el abolengo de los locales. Pero el poder de los dueños ha sido tan conservador que todos los intentos quedaron en los márgenes. Nunca atravesaron el muro que defiende el poder estratégico de los dueños.

Cuando yo era chico mi familia vivía en la calle León Guruciaga. Le pregunté a mis padres quien había sido ese hombre y no supieron responderme. Una amiga de mi edad, directora de una escuela en un barrio de las afueras, tampoco lo sabe hoy. 

¿Por qué no sabemos? La vida de León Guruciaga está en los libros de historia de la ciudad y está en el Museo Histórico, pero ignoramos que existen esos libros y negamos el museo, aunque todos los días pasemos por la puerta. 

Renunciamos al conocimiento porque aprendimos que saber sobre San Nicolás no es cosa de inquilinos. El inquilino no toca. Habita, paga, y un día, cuando lo desalojan, se va, aunque haya vivido toda la vida allí.





jueves, 25 de marzo de 2021

Unas alpargatas


No sé cuándo las compré.

Como al oriental sanducero Makovsky, esas Rueda Luna negras con suela de yute me parecen una creación que no ha ocurrido dos veces en el mundo, como el jazz, el tango o el cante jondo.

Las usé por donde anduve, acá y allá, hasta que encontraron su lugar en el mundo en la casa de Camilo Sánchez en el Delta del Tigre, a orillas del río Caraguatá. 

Unas alpargatas no son el mejor calzado donde hay mucha agua, porque cuando se mojan se ponen duras como troncos; sin embargo, ellas y aquella casa parecía que se pertenecían desde siempre.

Las habré usado dos años allá.

Cada vez que me iba, las dejaba colgadas de un clavo en un tirante de madera debajo de la casa. Ahí se quedaban quietitas, esperándome.

Las tuve puestas cada vez que hice un asado, con la perra marrón echada por ahí, esperando un hueso. Después las tuve puestas cuando escribí sobre esos asados y sobre los días que iba a pasar a aquella casa.

“Las bigotudas”, les han dicho a esas alpargatas, porque en la punta se les despelecha un poco el yute y se les hacen bigotes que se les parecen a los bigotes de los bagres. Eso es porque los que las usan, las usan hasta que las alpargatas no pueden más. Son calzado de paisanos pobres. Causan simpatía en algunos. Las miran un rato. Piensan en ellas. Les gusta cómo expresan que se puede ser pobre y ser digno. Pobre con la frente en alto. Eso crea algo que no existe en ningún otro lugar del mundo. 

Yo extremé el uso de estas alpargatas, también. Se le fueron haciendo agujeros en la tela en los costados de afuera. Un agujero por cada uña de un dedo del pie.

“¡Tirá esa mugre!”, me dijo una amiga de esas que cree que la leche sale del supermercado. “Mugre mía”, pensé para mis adentros.

Estos días fui a despedirme de la casa de orillas del Caraguatá. Descolgué las alpargatas del clavo, me las calcé y ya se me hicieron parte del cuerpo.

Ayer andaba por unos galpones abandonados buscando leña, y por ahí me sorprendió un dolor en el pie. Un clavo fiero había atravesado el yute y se me había clavado adentro, entre los huesitos largos. Cuando me saqué la alpargata, el yute estaba teñido de rojo bermellón del lado de adentro.

Mi pie se curará; a la alpargata el clavo le atravesó el corazón. 

Y hoy fue el último día. Llevé las alpargatas al muelle y las revoleé al río. La perra marrón me miraba. Después miró el agua cuando las alpargatas dieron contra la superficie.

No se fueron flotando río abajo, se hundieron ahí nomás. Se fueron al fondo fangoso, por donde andan bagres que tienen bigotes igual que ellas. Creerán que son unos bagres viejos, que han andado mucho por el mundo.













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viernes, 19 de marzo de 2021

El proyecto

Uno de nosotros tenía un proyecto desde hacía varios años.

Avanzaba de a poco, pero era lo que más quería para su vida, pero entonces vino la pandemia.

Se amargó porque su proyecto quedó suspendido, pero se consoló pensando que la pandemia no duraría para siempre. El proyecto le saldría más caro, y las cosas ya no serían igual que antes, pero su anhelo era a largo plazo, y aunque le saliera más caro, lo mismo lo haría.

La pandemia se extendió. Y con los meses, encerrado, ese de nosotros se hartó. 

A veces se sentía ante un abismo. 

El abismo era la sensación: “esto no acabará nunca”, y entonces, no podría realizar su proyecto.


Un día se contagió la peste. 

Igual que con la pandemia, tuvo paciencia: un día sanaría.

Pero empeoró.

Y cuando empeoró más, tuvieron que llevarlo al hospital.

Allí, cada día la enfermedad se le agravó. Le indujeron el coma farmacológico para entubarlo. Y entonces se le complicó el funcionamiento de los riñones, luego el funcionamiento del corazón, y cuando todos empezamos a preocuparnos de verdad, él murió.


Desde esa época, cuando me llega la hora de dormir me inquieto como el tigre que estaba en la jaula en el zoológico. 

Siento que no puedo irme a dormir así, sin haber terminado lo que estaba haciendo. 

No. 

Siempre siento que me faltó mucho por hacer.


Entonces duermo tenso como un nudo en una soga de la que se tira de las dos puntas despiadadamente. 

Alguien tira de una punta para que yo me quede, otro tira para llevarme con aquel de nosotros.


miércoles, 17 de marzo de 2021

La narradora



A la tercera hija del segundo líder le tocó ser la encargada de contar los cuentos.

Aunque algunos se emocionaban con sus relatos, no era una gran narradora. Muchos se iban poco después de que ella comenzara, algunos habían decidido no ir a escucharla, ya. Habían conocido mejores narradoras, algunas les tocaron el alma, les hicieron ver las cosas de otra manera, les revelaron los sentimientos que mantenían ocultos, les decían quiénes eran verdaderamente, los habían hecho chillar de gozo y emoción por la belleza de su representación.

Pero esta no.

Sin embargo, le había tocado esa función, y la llevaba con orgullo.

Se entregaba a cada narración con cuerpo y alma. Aprendía cada detalle de los cuentos con pasión.

Fabricaba los adornos para un cuento, los disponía en el lugar donde lo contaría, se disfrazaba, se maquillaba.

Ensayaba todo el día, durante muchos días.

Probaba una coreografía, otra. Experimentaba con poses del cuerpo, con diferentes voces.

El día anterior invocaba a los dioses para que le dieran fuerza y destreza para contar, y cuando finalmente llegaba el momento de contar, se posesionaba, corría, se encastraba, se pegaba contra los troncos de los árboles, se desplomaba al piso, lloraba o reía a los gritos.

A veces cuando terminaba, miraba alrededor, sudada, sucia, la ropa desgarrada, sin resuello y con el alma vacía, y comprobaba que ya se habían ido todos.

Eso la entristecía, pero había dado lo que tenía. 

Había hecho una fiesta de la vida.


viernes, 12 de marzo de 2021

El patio del Industrial

(Artículo aparecido en la Revista NOBA, San Nicolás, 12 de marzo, 2021)


Me pregunto si los medios de esta ciudad publican artículos en los que se cuentan anécdotas de la colimba, de la vida en una fábrica, o de la secundaria. Contar anécdotas es un intento de fijar el pasado, movido por el deseo de que permanezca inalterable.

Cuando hace poco una de mis amigas cumplió cincuenta años, su pareja le hizo una fiesta a la que concurrieron muchos de lo que estábamos en la misma división de la ENET Nº1 “Gral. Manuel N. Savio”. Fue una suerte de reunión de exalumnos.

Soy aficionado a las biografías. Me entusiasmó especialmente la perspectiva de encontrarme frente a una colección de vidas. La verdad es que no había sabido nada de la mayoría desde que nos recibimos. Un menú de diez, quince vidas durante más de 30 años se me hacía un festín, pero como suele ocurrir, la ilusión no tiene límites y la realidad casi siempre decepciona. En mi entusiasmo infantil no supe ver en todas aquellas trayectorias algo diferente de lo que había podido suponer. Descubrir que a nadie le había sucedido nada me hizo sentir infinitamente torpe para percibir el significado de la vida de aquellos viejos amigos. 

Intenté comprender sus puntos de vista sobre la vida, y también fracasé. Las opiniones y la visión de la realidad que rápidamente se volvió consenso en la charla me pareció la repetición automática de lo que emite las 24 horas la televisión. No pude distinguir ninguna opinión personal, todo terminaba en frases cerradas del tipo “yo no me meto”, “los políticos son todos una bosta”, “yo trabajo, a mí nadie me regala nada”, y así.

Aún lamento mi incapacidad para ver más allá de esa chatura. Lo cierto es que eso hizo que me refugiara en los recuerdos de la época de la secundaria. 

Entré en la ENET Nº1 en 1976. Una parte de mí sigue asombrada por los tres hermanos deportistas. Eran yudokas federados, tenistas y una vez que se corrió una maratón, participaron los tres.

Me sigue pareciendo un hombre grande que sabe vivir la vida aquel muchacho negro (no africano, sino negro argentino) al que las chicas se entregaban suspirando. Apostaba y tomaba whisky. Es gracioso pensar que aquel playboy no hubiera cumplido aún los 18 años.

Un chiquito menudito cayó en la mitad del segundo año. Se sentó en el mismo banco que yo y le pregunté por las cosas de su vida. Cuando quise saber por el padre, dijo que era comisario, se puso colorado y me dio una serie de datos muy confusos. Le dije que no entendía y se puso muy mal.

Algunos chicos eran futbolistas. Uno jugó en Boca y hasta en la Selección Nacional. Una noche lo vimos en los televisores de una casa de electrodomésticos de calle Nación, con la camiseta celeste y blanca, en un partido contra la Unión Soviética.

No sé si se habrá hecho jugador profesional otro pibe, que nunca entendía el offside, ni ninguna regla, sólo jugaba libre, pero era cinco categorías mejor que el resto. Tampoco entendía mucho las matemáticas, la sintaxis ni la geografía. No terminó el primer año.

Otro nos sorprendió porque cuando todos hablábamos de la universidad a la que iríamos, dijo que sería colectivero como su papá. Había un ingrediente aspiracional en aquella escuela.

No sé si alguno de nosotros desarrolló una carrera política, pero en todo caso no he visto a ninguno en los diarios de alcance nacional. Está aquel que llegó a ser dirigente del Partido Humanista, algo tan excéntrico que antes que desmentir que entre la gente de nuestra edad no salieron políticos, lo confirma.

Incluso en el nivel, no ya de la ENET Nº1, no de San Nicolás, sino de toda la Argentina nuestra generación ha sido políticamente estéril.

Hay que comprender que se trata de una generación a la que le mutilaron la vocación política de una manera diabólica. En el momento en que empezamos a salir de la vida familiar a la vida social, los militares tiraban a personas vivas desde un avión, secuestraban bebés y los vendían, torturaban como hienas sanguinarias a hombres, mujeres y niños. Usaban la fuerza del Estado para aterrorizar a la gente y grabarle a fuego en la cabeza que “esto es lo que le pasa a quienes aspiran el poder”.

Meterle ese mensaje a chicos de trece años fue también torturarlos. El adiestramiento culminó mandando a los chicos a que murieran en las Malvinas.

Peor aún, casi ninguno de nosotros vivió la situación desde la resistencia a una opresión, sino que aprendimos de nuestras familias que aquello estaba bien. En la ENET Nº1 nos entusiasmaba el autoritarismo del profesor de Física y de Electricidad. Y aún hoy seguimos festejando las mañanas de invierno, noche aún, congeladas en la humedad, en la que permanecíamos parados formando una fila espartana, obligados a estar inmóviles, tiritando de frío, durante cuarenta minutos porque si alguien se movía, era castigado. Todavía hoy algunos que estuvimos en aquel momento decimos que “¡estuvo muy bien!” que la regente se paseara entre las filas con una regla de madera de un metro, dando golpes a púberes como si fueran terroristas. Seguimos aprobando que aquellos adultos hubieran jugado a convertir una escuela en un campo de concentración. Los militares arrebataron el poder y abrieron las puertas en cada persona, en cada institución, para que fuera liberado el fascismo. 


No encuentro muchos antídotos para aquella infamia, pero estaba el doctor Fossa. En medio de aquel ensayo de cárcel, sus clases eran territorio liberado. Dormíamos, nos mostrábamos revistas pornográficas, jugábamos a clavar en el techo bolitas de papel amasadas con saliva, nos corríamos, nos tocábamos el culo, le hacíamos maldades a uno que era alcahuete. Mientras, con paciencia sobrehumana, el doctor Fossa hablaba. No le interesaba la disciplina, ni las calificaciones, sólo le importaba darnos algunos mensajes. Hablaba de la democracia, de la libertad, del derecho de una persona a vivir.

Sus palabras fueron semillas. Quizás broten en nuestros hijos, si es que hemos tenido el coraje de recibirlas.




viernes, 5 de marzo de 2021

Judiciaderías

En 2008 hacíamos un taller de redacción de cuentos entre tipos que iban a guarecerse y a dormir a un parador nocturno.

Muchos habían pasado varios años en un hospital psiquiátrico. Uno de ellos llamaba la atención porque, aunque tenía una personalidad excesivamente modesta, prácticamente desapercibida, y pese a vivir en la calle, siempre vestía traje y corbata, camisa blanca radiante y llevaba el pelo impecablemente peinado a la gomina. 

En nuestro equipo teníamos un psicoanalista que trabajaba el tema de psicosis y estaba particularmente interesado en este hombre.

La primera vez que vino al taller, se presentó con tranquila formalidad y me entregó su tarjeta, en la que constaban sus (varios) nombres y apellidos, el cargo “Especialista en Judiciaderías” y abajo “MAT. NAC.” y un número.

En las reuniones de equipo en las que analizábamos la marcha del taller, el psicoanalista se detuvo en “judiciaderías”. Dijo que tendemos a utilizar la psicosis de alguien para justificar nuestra falta de entendimiento de algunos de sus comportamientos. 

Releyó uno de sus cuentos, haciendo marcas muy precisas que fueron configurando en los que escuchábamos una trama lógica. En un momento, la palabra “judiciaderías” cobró perfecto sentido para todos. El hombre hablaba del entorno de protocolos, burocratismos y procedimientos judiciales que eran puros formalismos, cáscaras vacías. Decía que el Poder Judicial era una especie de bosque que rodeaba a la Justicia en sí, y que iba creciendo, ahogando a la Justicia y expandiéndose hacia el exterior. Como era un fenómeno extremadamente complejo, existían especialistas, que asistían a las personas que debían hacer un trámite judicial. Esos profesionales estaban matriculados, como se podía leer en su tarjeta.

Esta es la versión en limpio que el analista hizo del texto del hombre, que era muy intrincado. En realidad, en una primera lectura era una redacción totalmente incoherente, propiamente lo que uno espera de un loco.

Me resulta muy interesante que 13 años después, aquello eche luz sobre un discurso de la actual vicepresidenta de la Nación, que no es sobre cualquier asunto, sino que da en un punto neurálgico de la disputa por el poder en Argentina.

La vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner usó el término “lawfare” como clave de un esquema que está asediando a la sociedad. Viene usando el concepto reiteradamente desde hace años.

La Fundéu, Fundación del Español Urgente, española, patrocinada por la Agencia EFE y asesorada por Real Academia Española —nada de todo lo cual nos inspira especial confianza— explica que la palabra “lawfare” está “formada por law (‘ley’) y warfare (‘guerra’). Según el diccionario de lengua inglesa de Oxford, designa ‘acciones judiciales emprendidas como parte de una campaña en contra de un país o grupo’.” Luego precisa que las “acciones judiciales” son más precisamente “procedimientos judiciales”. 

Una entrada en Wikipedia amplía: “El término ’lawfare’ aparece escrito por primera vez en un artículo de 1975, escrito por los humanitaristas australianos John Carlson y Neville Thomas Yeomans, titulado ‘Whither Goeth the Law: Humanity or Barbarity’ (‘Hacia dónde va la ley: humanidad o barbarie’, en inglés antiguo). Los autores argumentan que el sistema jurídico occidental se ha convertido en demasiado polémico y utilitario, en comparación con el más humanitario basado en las normas del sistema oriental. Ellos opinan que la búsqueda de la verdad ha sido sustituida por una especie de guerra llevada adelante en los tribunales, y para definir esa situación inventan la expresión ‘lawfare’, reemplazando la expresión ‘war’ (guerra) por ‘law’ (ley), en la palabra ‘warfare’ (ir a la guerra).”

Lo engorroso de la etimología empata el trabajo anticipatorio de aquel tallerista. 

Más sorprendente resulta la convergencia de significado entre sus “judiciaderías” y este “lawfare”.



miércoles, 3 de marzo de 2021

Insoportable


Dice Bruce Springsteen: “Tener fuego en las bolas, un fuego que nunca deja de arder”.

Es una manera de presentar el tema, que lo deja bastante bien parado.


Si no fuera Bruce Springsteen, si fuera Juanca el cuñado del Turquito, ya nadie lo aguantaría.

“No tenés paz, sos desesperante, así de desesperado”, le decía su abuela cuando era chico.

“No te aguanto, nada te resulta suficiente. Sos in-so-por-ta-ble”, le dijo su última novia.

“Nada te alcanza, pará un poco”, le dijeron los amigos, en barra.

“Siempre querés más, más, más”, le dice cariñosamente el amigo que lo aprecia, en intimidad.


Todos tienen razón, naturalmente.


Está la posta de cómo hay que vivir, y quien tiene la posta, trata de evangelizar. 

Fuera de la posta de cómo hay que vivir que ordenan las religiones, todas me parecen muy bien.

¿Juanca vive mal con su insatisfacción exasperante que nada calma ni apacigua?

¿Viviría bien si consiguiera reprimir su naturaleza desasosegada?


Hace infelices a todas esas personas, o por lo menos las ofusca.

No quiero decir que vive mal o que vive bien, sólo quiero contar lo que le pasa.


martes, 2 de marzo de 2021

Consumación

Los adolescentes necesitan tener una vida minada de melodramas.

Los revolucionarios necesitan la revolución.

Los hinchas de fútbol necesitan el partido de la semana para ir a explotar cuando su equipo hace un gol.

Los roqueros necesitan el estallido.

Es la necesidad de la consumación.


San Pedro manda al infierno a quienes llegan al cielo sin haberlo dado todo.

Sin haberse extenuado.

Sin haber consumido en su vida hasta la última molécula.


Una pensadora debería morir pensando, un zapatero debería morir haciendo zapatos, una cantora debería morir cantando, una guerrera debería morir en la batalla.


Los chicos molestan a la noche porque no se quieren ir a dormir. Un chico debería ser llevado dormido a su cama. Debería haberse quedado dormido después de jugar horas con su perro. 

El perro indudablemente entrará en el Paraíso.




lunes, 1 de marzo de 2021

Sueño con Bowie y Johanna

Soñé que aparecía en mi casa Bowie. Andaba con otro pibe por Buenos Aires. 

Pararon unos días en casa. Estaba todo bien. Así vivíamos los primeros años en Buenos Aires, cuando íbamos a la universidad. Por ahí abrías la puerta de un cuarto de tu departamento y había una sueca que sabía tocar la quena con un chico medio andino, con el pelo hasta la cintura, chamán aymara, que habían llegado a la mañana con Marquitos, ¿y Marquitos dónde está?, no sabemos, pero oye, en la heladera dejamos unas quesadillas que hicimos, son para todos, ¿eh?

En mi sueño Bowie era muy tranquilo, le venía todo bien. El departamento no estaba en su mejor momento de limpieza, y no le importaba.

En un momento me habló de Johanna Cassidy y yo no entendía qué me estaba diciendo, hasta que recordé que Johanna Cassidy era su alter ego femenino. 

Me hizo una confesión bastante intrincada, hablándome de "my Johanna", y dándome su amistad por completo al confiar en mí.

En un momento todos estábamos dibujando y se me ocurrió que podía guardar su dibujo porque valdría mucha plata, y entonces caí en la cuenta de que si me sacaba una foto con él ganaría plata vendiendo la foto, o si le pedía alguna prenda. 

Sabía que él estaba atento a eso, pero luego para él y para mí, fue más importante que viviéramos aquel momento de amistad.




En otro capítulo del sueño yo me perdía en la ciudad de México y cuando iba en un tren, me despertaba y Bowie estaba junto a mí. 

Aparentemente habíamos coincidido en el tren de casualidad, trajinando la ciudad, en una continuación de la primera parte del sueño. 

Cuando llegamos a la estación de cabecera, nos dijimos que íbamos para diferentes lugares, pero entonces él ya no era él, sino una chica muy deliciosa, que no se le parecía, con una sonrisa muy amplia y unos ojos enormes, más baja que yo. Con una mano yo le apretaba la cadera contra la mía mientras bajábamos unas escaleras muy altas jugando a pisar con el mismo pie el mismo escalón al mismo tiempo, yo pensando que encajábamos más perfectamente de lo que jamás encajé con alguien. 

— Johanna Cassidy —, le dije y ella, con esa sonrisa que me tenía desarmado, asentía:

— Uh-hum.

Me desperté recordando aquella época. 

Éramos muy felices por cualquier cosa.

Éramos felices porque éramos jóvenes. 

Luego eso se fue disolviendo, y luego vino la pandemia. 

Si después de la pandemia vamos a mezclar y dar de nuevo, me gustaría elegir esa carta, volver a la costumbre de caernos sin avisar a quedarnos unos días en la casa de un amigo o una amiga.