lunes, 31 de mayo de 2021

Aún domesticada, la bestia puede ser dañina

Como si hubieran nacido en el Uruguay, mis hijos son fanáticos de los Beatles. Aunque yo los escuchaba desde que salió Abbey Road, veinte años antes de que ellos nacieran, fueron ellos los que me hicieron entender que lo fenomenal de los Beatles no surgió tanto de su genialidad ni de las condiciones históricas, sino de los años que esos chicos se pasaron tocando siete horas por noche en pubs llenos de gente que no los escuchaba.

China ha pasados miles de años gobernándose como una sociedad gigantesca, en un territorio colosal, con una economía desmesurada.

Fueron milenios de fogueo que mantuvieron una continuidad, de modo tal que los nuevos no descartaban todo lo anterior, sino que aprovechaban todo lo que les servía.

Esa experiencia dotó a China de una inteligencia gubernativa impresionante, con la que capturó, podó, domesticó, retorció, adaptó y ahora le saca el jugo al capitalismo. 

Lo hace con enorme éxito y está usando el capitalismo para su objetivo socialista de garantizar buenas condiciones de vida para todos los habitantes del país.

De algún modo, el socialismo con peculiaridades chinas es una superación del capitalismo. La China que está erigiéndose como el mayor poder planetario del siglo XXI es un post capitalismo.

Nos interesa comprender el modo en que China está muy atenta a los virus que contiene el capitalismo y que podrían dañarla seriamente. 

Saltan a la vista las prevenciones que toma el Gobierno chino contra el monstruoso privilegio individual en contra de toda la sociedad. 

Por otra parte, el hiperconsumo pareciera un virus con el que China está coqueteando. 

Finalmente, intuimos que el derroche es un virus fatídico del capitalismo que está potenciándose con la tendencia de China al lujo asiático, a la desmesura.

China está usando muchísimo más recursos de lo necesario. Hay muchos chinos que están tirando al tacho de la basura comida sin tocar. 

Nos asusta pensar las consecuencias que este derroche puede tener en China.


En la ciudad de Fushun, provincia de Liaoning, fue construido el Anillo de la Vida. Mide 152 metros de alto, está hecho con 3.000 toneladas de acero y brilla por la noche con 12.000 luces LED. Costó más de 14 millones de dólares. No tiene utilidad ninguna.




lunes, 24 de mayo de 2021

Dramático desvelo

La pandemia ha desnudado de un modo dramático el hecho de que la realidad es provisoria.

Ante ello, algunos se refugian en su quehacer —lo que les gusta hacer, lo que hacen mejor, lo que deben hacer. 

Es posible aprovechar la pandemia para mirar a los ojos aquello que usualmente se elige mantener oculto, aquello que se esconde al vivir obedeciendo órdenes, haciendo cada día lo mismo, atravesando los años como un zombie.


El hijo del escritor sobre su padre

— ¿Para qué escribe tu padre?

— Para publicar. Si otros no ven lo que escribe, no existe.

— Lo estás fustigando un poco, ¿o me parece?

— Es que es un pusilánime. Sólo cando escribe puede convertir en moneda de experiencia las cosas que piensa, las cosas que hace —que le pasan, más bien, porque hacer, no hace nada. También, al publicar puede leer lo que escribe desde los ojos de un lector. Dice que eso le modifica por completo lo que escribió. Que adquiere otra dimensión y el significado de lo que escribió se altera. Dice que eso le permite comprender al lector, y entonces se enriquece. Pero es insoportable.

— ¿Por qué?

— Si no lo azuzan, escribe pilas de basura, reflexiones que no le interesan a nadie, ni siquiera a él, que tiene ese ego de nene de mamá.

— No es un autor autosuficiente.

— Todo lo contrario. Tiene esa dependencia de los demás, que si le critican algo que hizo, se va del mundo.

— ¿Demasiado humano?

— Sí, hipersensible. Ante el mínimo gesto de desaprobación se desvanece como un adiva.

— ¿Necesita entusiasmar?

— Claro. Con esa hipersensibilidad, así como abandona todo cuando no lo aplauden, si presiente que algo que escribió provoca un atisbo de luz en el lector, instantáneamente se infla hasta alcanzar el tamaño de Júpiter y flota hacia el cielo. Brilla y escribe cosas formidables.

— Bueno, con aprobarlo alcanza, entonces. No es una fórmula tan difícil.

— Sí es difícil, porque, por ejemplo, si tiene una aprobación automática, de nuevo empieza a escribir boludeces. Lo que necesita es que le hagan observaciones, pero sutiles y adentro de una celebración de su ego. Si los elogios son auténticos y las críticas son agudas, entonces se le meten muy adentro y le van segregando durante mucho tiempo un marco que a la vez lo contiene y alienta. Así es como ha escrito lo que vale la pena.

— Ah, requiere de un equilibrio muy fino.

— Eso. Muy insufrible, mi viejo. Mamá no lo aguantó, nadie lo soporta.


domingo, 16 de mayo de 2021

La abuela que no recuerda

Otra amiga me cuenta de su abuelita, de 92 años. Está en un geriátrico. Justo entró cuando empezó la pandemia, “y eso fue trágico”, me dijo mi amiga, “porque ella tiene mucha necesidad de contacto. Cuanto más viejita se pone, más se parece a un niño. Necesita mimos, necesita que estén con ella, que la toquen, que no se vayan. Y en el año que lleva ahí, su mente se fue deteriorando, cada vez está más vulnerable y por la pandemia podemos verla muy poco”.

Mi amiga me contó que los otros días “mi tía la retó porque ella no sabía quién era yo. A veces reconoce, pero a veces no. Mi tía le preguntó: ‘¿Sabes quién es?’ y ella le contestó: ‘No. No sé quién es, pero es alguien que me hace sentir feliz’”.




La mamá internada en el Hospital Durand

 La mamá de una amiga se contagió de covid. Tiene 84 años. La internaron en el hospital Durand. Conozco ese hospital. No hay cartelitos en inglés, ni health-marketing, ni promoción de los servicios de hotelería. No sobra nada.

No sobra electricidad.

No sobra gasa.

No sobran medicamentos.

No sobran sillas de rueda.

No sobran tiempo de trabajo, ni energía de los trabajadores, porque todo el tiempo que tienen, toda la capacidad, la ponen en los pacientes.

La concentración del trabajo es total, minuto a minuto.

La médica más admirable que conocí en mi vida, la Doctora Mónica Santana, cuando estaba en el servicio de neonatología, ponía tanto esfuerzo en el bien de los chiquitos como en explicarle a las madres lo que pasaba, en el lenguaje de las madres. Así fue como descubrió que las mamás bolivianas son unas mamás extraordinariamente dedicadas, tanto que terminan sabiendo tanto como los médicos. 

La Doctora Santana descubrió eso porque su necesidad de que los chiquitos estuvieran bien era tan intensa que necesitaba conocer a fondo las condiciones de la vida de sus pacientes, es decir, básicamente sus mamás.

Bien, en ese hospital internaron a la mamá de mi amiga, de 84 años, algo obesa y asmática. 

Hoy mi amiga me confesó, sobrepasada por la emoción, que sentía un agradecimiento enorme por la gente que trabaja en el hospital, por el hospital, por el modo en que están atendiendo a su mamá.

La mamá ya lleva 15 días entubada.

Me dijo que en el hospital armaron 7 terapias intensivas de covid, porque la capacidad del sistema está sobrepasado. 

Para definir al hospital, usó las palabras que yo sentía: “no les sobra nada, y sin embargo, contienen a muchísimas personas enfermas como mi mamá”.

Bravo por esos trabajadores.






Territorios de padres

Una madre, un padre lo que hace es dar, dar en herencia, abrir, territorios.

Andar en la isla, ser jefa, viajar por el mundo, vivir de casa en casa, practicar deportes, tener prestigio social, bailar cumbia, militar en un gremio, tener miedo de los delincuentes, hablar idiomas, pertenecer a un club, estancarse en una vida mediocre, la música, tener auto, el fascismo, hacer una familia, ser patriota, el idealismo, ser crítico, los libros.

Una madre, un padre, da un territorio, pero para hacerlo suyo, el hijo debe tomarlo.

El territorio será para el hijo una jaula, que lo protegerá, lo encerrará y, si lo toma y tiene valor, lo usará para lanzarse a hacer su vida.

Una madre, un padre, si quiere a su hijo, debe vivir a fondo, hacer lo que piensa, permitirse el entusiasmo, vivir con el alma, vivir el deseo. 

Ser uno con su vida.

Así cultivará el territorio que su hijo podrá tomar.

Para que el hijo lo tome, la madre, el padre, tiene que llevar al hijo de la mano, o dejar testimonio. Solamente debe no ser mezquino con el hijo.

lunes, 10 de mayo de 2021

La guardia de los pinos

(Nota publicada en Revista NOBA, San Nicolás, 7 de mayo de 2021)

Ahí estaba la tumba, entre otras muchas, del primo lejano de mi madre, y junto a ella el pino, entre el bosque de pinos. Pero todos los demás pinos estaban saludables y robustos, altísimos —había que mirar hacia el cielo para ver sus copas—, y en cambio este era raquítico, de un amarillo biliar, y estaba camino a secarse.

“Lo que pasa es que este primo toda la vida empinó el codo de lo lindo”, me explicó mi tía Consuelo. “Y ahora ves, desde allá abajo está secando el pobre pino”.

Esos son mis primeros recuerdos del cementerio. Con mis padres vivíamos al comienzo de la calle Francia; al final de la calle estaba el cementerio. En los edificios que estaban a pocos metros vivía, viejita, mi abuela. El de la calle Francia me parecía un plano que se correspondía con el ciclo de la vida.

Con mi abuela vivía mi tía Consuelo, muy afecta a la vida de los muertos. Dos veces por día salía de su departamento, caminaba setenta metros y entraba en el cementerio, una vez para hacer la “ronda corta” y otra para la “ronda larga”.

En la “ronda corta” visitaba la tumba de su padre, abuelos, sus hermanos, cuñados y sobrinos, y en la “ronda larga”, ampliaba el recorrido a otros parientes. Acomodaba las flores, quitaba las marchitas y ponía nuevas, pasaba un trapo rejilla a las placas con los nombres y saludaba a los muertos, que la esperaban.

Cuando alguien visitaba a mi abuela y a mi tía, al llegar la hora de las “rondas”, mi tía invitaba a que lo acompañaran. La mayoría de las visitas iba encantada. Mi tía era gran conversadora, sabía escuchar y siempre contaba muy buenas historias.

El sector de los pinos no era importante en la superficie total del cementerio, pero para mí era el lugar más misterioso y magnético. Desde el balcón de mi abuela se veía la masa oscura que formaban los altos pinos negros. Aunque el aire estuviera perfectamente tranquilo, siempre un viento inclinaba los pinos hacia el oeste, y desde que caía el sol, ese viento emitía entre sus copas una especie de triste murmullo.

“Son los muertos”, decía simplemente mi tía Consuelo.

Yo no recordaba a ninguno de los muertos, pero para mi tía eran su gente. Le quedaban algunos de este lado, pero las personas que más le importaban estaban allí, hablando a través del viento entre los pinos.


Había otro pinar en San Nicolás, el que había sido plantado junto a la estación de ferrocarril. El cementerio y la estación de tren eran puertas de salida de la ciudad, y los pinos se me hacían los guardianes de esos portales.

Conocí al hombre que plantó los pinos de la estación. Era un árabe muy árabe: a la vez frío y caliente, inteligente, fanático y amigo natural. Decía que en su juventud había hecho muchas cosas en San Nicolás que quedaron para siempre.

En la época en que mi tía Consuelo me llevaba al cementerio, fuimos con mi padre a la estación de tren a recibir a su amigo chino Lo Yuao, que se había hecho artista en Buenos Aires. 

En aquel momento el boxeo era un deporte que brillaba. Estaban Mohamed Alí, Ringo Bonavena y el increíble Carlos Monzón. En el mismo aparatoso televisor en blanco y negro que vimos la llegada del hombre a la Luna, veíamos en mi casa del principio de la calle Francia las peleas de Monzón por el título mundial, con vermouth y una picada y amigos de mis padres. Participábamos de un acontecimiento nacional. Y Monzón siempre ganaba.

En la estación de tren mi padre descubrió a un boxeador que pertenecía al panteón de los campeones argentinos. Comenzó a hablar de él con alguien y escuché que se llamaba Pascualito Pérez. Era un hombrecito pequeño, vestido con un traje muy nuevo. Estaba rodeado de varios hombres, ninguno de los cuales se paraba demasiado cerca de él. Tenía un cigarrillo en la mano, el pelo peinado a la gomina lo tenía desordenado y se bamboleaba un poco, como si perdiera el equilibrio. Estaba borracho.

Mi padre me dio un papel y una lapicera y me dijo: “andá a pedirle un autógrafo”. Yo no entendí y me dijo: “pedile que te firme este papel”. El hombrecito me miró llegar, me sonrió con una sonrisa angelical y pesada, me escuchó, me dijo “cómo no”, me preguntó mi nombre, escribió lentamente algo en el papel, me lo dio y me puso una mano arriba de la cabeza. Pocos años después moriría por el alcohol, igual que el primo lejano. 

Por algún motivo, recuerdo al boxeador con el pinar detrás. También aquellos pinos se bamboleaban inclinados hacia el oeste por un viento que no existía.

Y otros pocos años más, yo ya era un adolescente a punto de hacerme adulto. Los militares iniciaron la guerra de Malvinas. Una noche llegó a la estación de ferrocarril un largo tren que llevaba donaciones para los soldados. Mucha gente fue a la estación para ver el tren. Era de noche y la estación estaba poco iluminada. El tren, compuesto por la gigantesca locomotora y todos los vagones cerrados, no tenía ninguna luz. No había en la gente un ánimo apesadumbrado, pero si se hubiese visto el tren desde el pinar, hubiera sido posible creer que los vagones estaban cargados de los chicos que eran transportados a morir en las islas. Algo maldito e infernal había en ese tren sin vida.

En pocas semanas habríamos de ver en la televisión a los ingleses acumulando en un campo de batalla gris, sin árboles, sin piedad, cuerpos negros de chicos que no conocían nada de la guerra y habían sido matados por soldados profesionales.

Algunos de esos chicos eran de San Nicolás. Algunos habían sido mis amigos. En el viejo cementerio fue instalada una estatua para recordar a esos chicos muertos. Finalmente mi vida había entrado en el cementerio. La estatua era de un joven que abrazaba con dolor y furia una hoguera con una llama votiva. Está entre los pinos. 

La visitamos un día con mi querida tía Consuelo.


miércoles, 5 de mayo de 2021

Monumento a la Madre

 El hijo de la madre vampiro siempre defiende a su madre. 

Cuando vaya pasando el tiempo en su vida, se convertirá en El Defensor de las Mujeres.

No estará con otros hombres, no tendrá amigos con quienes se quedará tumbado borracho, sino que siempre hará lo que fina, muy finamente sabe que hace feliz a su mamá en el fondo de su corazón. 

Entenderá que su papá es un hijo de puta. Su mamá, en cambio, tiene razón. 

Tiene razón cuando dice que su marido le arruinó la vida. Así termina, la pobre, destrozada, y su machito, su hijo, la defenderá. 




Fogata

Cuando íbamos a un bar, Aldana sentía que lo natural era sentarse uno al lado del otro. Para mí, lo natural era estar frente a frente.

Después de que nos separamos —entre otras cosas por esa desavenencia—, comprendí que se trataba de dos formas diferentes de ser pareja.

Incluso más allá de la pareja, pensé que eran dos maneras de relacionarse entre la gente, entre cualquieras dos o más personas.

Los padres de mi amigo el Guri sacaron el televisor del comedor, cuando se dieron cuenta de que interrumpía la reunión familiar de la cena. En vez de charlar unos con otros, cada uno miraba la tele medio hipnotizado.

Hoy el Guri se pone loco cuando le habla a alguno de sus muchos hijos y el chico se pone a mirar su celular.

— Che, te estoy hablando —le dice, ofuscado.

Mis padres, a diferencia de los del Guri, ponían la tele, a un volumen, además, que impedía escucharnos. Mi hermana Margarita tenía que desgañitarse para que le pasaran las papas.

¡¡¡¡LAS PAAPAAAAS!!!! 

En los bares de París, las sillas en la calle tienen el respaldo contra la pared. La gente charla sin mirarse, sino asistiendo al espectáculo de las personas que pasan. Es algo parecido a la gente asistiendo a una obra de ballet o a un partido de tenis.

Yo, en cambio, tengo la necesidad de crear una especie de burbuja cuando hablo con una persona. Si vamos a ver un partido de fútbol, cuando el rival está por patear un corner que puede terminar en gol, no se me ocurre preguntar, por ejemplo, “¿cómo llevás la muerte de tu padre?”

En cualquier situación de encuentro en que la que vemos es a la persona con quien nos juntamos, no otra cosa, me gusta que nos dediquemos a comunicarnos. Prestar atención al otro con todos los sentidos. Mirarle el fondo de los ojos, permitirse captar los detalles, ver en la otra persona cosas que quizás ella no percibe, darle el espacio para que se libere y diga de sí o de mí cosas que en otra circunstancia no saldrían.

Lo que molestaba a los padres del Guri era el sinsentido de juntarse la tribu una vez por día, y entonces aislarse cada uno en su conexión con la tele. 

No estoy seguro de que mis padres sintieran el tema de esa manera. Creo que concebían que la escena de mirar todos lo mismo nos unía.

Estábamos viendo lo mismo, teníamos pensamientos sobre el mismo tema, podíamos comentar lo que veíamos, en fin, teníamos la misma experiencia.

En la era de las cavernas, hubiéramos mirado todos juntos el fuego de una fogata, tal vez observaríamos cómo se cocinaba una liebre, o un ciervo, o un humano.





lunes, 3 de mayo de 2021

El incomodante Tom Wolf


Hay gente que necesita desesperadamente llamar la atención sobre sí. 

Personas capaces de escandalizar, de irritar, molestar, decir cualquier cosa para no hundirse en la grisura. 

¿Eso significa que lo que dicen no tiene valor? 

Hay que ver qué dicen, en cada caso. 

Esto lo dijo Tom Wolf: "Creo que es muy posible que la novela, como pasó con la poesía, pueda morir. La poesía ya vive en una cumbre nevada muy alta, pero que nadie visita. Y creo que lo mismo le está empezando a pasar a la novela. "