viernes, 12 de marzo de 2021

El patio del Industrial

(Artículo aparecido en la Revista NOBA, San Nicolás, 12 de marzo, 2021)


Me pregunto si los medios de esta ciudad publican artículos en los que se cuentan anécdotas de la colimba, de la vida en una fábrica, o de la secundaria. Contar anécdotas es un intento de fijar el pasado, movido por el deseo de que permanezca inalterable.

Cuando hace poco una de mis amigas cumplió cincuenta años, su pareja le hizo una fiesta a la que concurrieron muchos de lo que estábamos en la misma división de la ENET Nº1 “Gral. Manuel N. Savio”. Fue una suerte de reunión de exalumnos.

Soy aficionado a las biografías. Me entusiasmó especialmente la perspectiva de encontrarme frente a una colección de vidas. La verdad es que no había sabido nada de la mayoría desde que nos recibimos. Un menú de diez, quince vidas durante más de 30 años se me hacía un festín, pero como suele ocurrir, la ilusión no tiene límites y la realidad casi siempre decepciona. En mi entusiasmo infantil no supe ver en todas aquellas trayectorias algo diferente de lo que había podido suponer. Descubrir que a nadie le había sucedido nada me hizo sentir infinitamente torpe para percibir el significado de la vida de aquellos viejos amigos. 

Intenté comprender sus puntos de vista sobre la vida, y también fracasé. Las opiniones y la visión de la realidad que rápidamente se volvió consenso en la charla me pareció la repetición automática de lo que emite las 24 horas la televisión. No pude distinguir ninguna opinión personal, todo terminaba en frases cerradas del tipo “yo no me meto”, “los políticos son todos una bosta”, “yo trabajo, a mí nadie me regala nada”, y así.

Aún lamento mi incapacidad para ver más allá de esa chatura. Lo cierto es que eso hizo que me refugiara en los recuerdos de la época de la secundaria. 

Entré en la ENET Nº1 en 1976. Una parte de mí sigue asombrada por los tres hermanos deportistas. Eran yudokas federados, tenistas y una vez que se corrió una maratón, participaron los tres.

Me sigue pareciendo un hombre grande que sabe vivir la vida aquel muchacho negro (no africano, sino negro argentino) al que las chicas se entregaban suspirando. Apostaba y tomaba whisky. Es gracioso pensar que aquel playboy no hubiera cumplido aún los 18 años.

Un chiquito menudito cayó en la mitad del segundo año. Se sentó en el mismo banco que yo y le pregunté por las cosas de su vida. Cuando quise saber por el padre, dijo que era comisario, se puso colorado y me dio una serie de datos muy confusos. Le dije que no entendía y se puso muy mal.

Algunos chicos eran futbolistas. Uno jugó en Boca y hasta en la Selección Nacional. Una noche lo vimos en los televisores de una casa de electrodomésticos de calle Nación, con la camiseta celeste y blanca, en un partido contra la Unión Soviética.

No sé si se habrá hecho jugador profesional otro pibe, que nunca entendía el offside, ni ninguna regla, sólo jugaba libre, pero era cinco categorías mejor que el resto. Tampoco entendía mucho las matemáticas, la sintaxis ni la geografía. No terminó el primer año.

Otro nos sorprendió porque cuando todos hablábamos de la universidad a la que iríamos, dijo que sería colectivero como su papá. Había un ingrediente aspiracional en aquella escuela.

No sé si alguno de nosotros desarrolló una carrera política, pero en todo caso no he visto a ninguno en los diarios de alcance nacional. Está aquel que llegó a ser dirigente del Partido Humanista, algo tan excéntrico que antes que desmentir que entre la gente de nuestra edad no salieron políticos, lo confirma.

Incluso en el nivel, no ya de la ENET Nº1, no de San Nicolás, sino de toda la Argentina nuestra generación ha sido políticamente estéril.

Hay que comprender que se trata de una generación a la que le mutilaron la vocación política de una manera diabólica. En el momento en que empezamos a salir de la vida familiar a la vida social, los militares tiraban a personas vivas desde un avión, secuestraban bebés y los vendían, torturaban como hienas sanguinarias a hombres, mujeres y niños. Usaban la fuerza del Estado para aterrorizar a la gente y grabarle a fuego en la cabeza que “esto es lo que le pasa a quienes aspiran el poder”.

Meterle ese mensaje a chicos de trece años fue también torturarlos. El adiestramiento culminó mandando a los chicos a que murieran en las Malvinas.

Peor aún, casi ninguno de nosotros vivió la situación desde la resistencia a una opresión, sino que aprendimos de nuestras familias que aquello estaba bien. En la ENET Nº1 nos entusiasmaba el autoritarismo del profesor de Física y de Electricidad. Y aún hoy seguimos festejando las mañanas de invierno, noche aún, congeladas en la humedad, en la que permanecíamos parados formando una fila espartana, obligados a estar inmóviles, tiritando de frío, durante cuarenta minutos porque si alguien se movía, era castigado. Todavía hoy algunos que estuvimos en aquel momento decimos que “¡estuvo muy bien!” que la regente se paseara entre las filas con una regla de madera de un metro, dando golpes a púberes como si fueran terroristas. Seguimos aprobando que aquellos adultos hubieran jugado a convertir una escuela en un campo de concentración. Los militares arrebataron el poder y abrieron las puertas en cada persona, en cada institución, para que fuera liberado el fascismo. 


No encuentro muchos antídotos para aquella infamia, pero estaba el doctor Fossa. En medio de aquel ensayo de cárcel, sus clases eran territorio liberado. Dormíamos, nos mostrábamos revistas pornográficas, jugábamos a clavar en el techo bolitas de papel amasadas con saliva, nos corríamos, nos tocábamos el culo, le hacíamos maldades a uno que era alcahuete. Mientras, con paciencia sobrehumana, el doctor Fossa hablaba. No le interesaba la disciplina, ni las calificaciones, sólo le importaba darnos algunos mensajes. Hablaba de la democracia, de la libertad, del derecho de una persona a vivir.

Sus palabras fueron semillas. Quizás broten en nuestros hijos, si es que hemos tenido el coraje de recibirlas.




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