Nací con una pequeña chinche dentro de mi cerebro, pequeña pero con la capacidad de inyectarme un veneno poderoso, igual que un pequeño escorpión puede inyectarte unas gotas que te causarán la muerte.
El veneno de esta chinche es el odio a las personas vulgares, desagradables, groseras, que gritan en vez de hablar, que no pueden apreciar ninguna belleza, que no saben esperar, que tienen costumbres bestiales, que prefieren la comida barata, que circulan en su auto con una música horrible a un volumen atronador. Que no tienen conciencia del espacio personal y pueden vivir hacinadas; que se ríen de chistes violentos, que se excitan haciendo chistes de temas sexuales. Que se visten mal con ropa barata y les encanta usar marcas, que se sienten que son diferentes cuando se ponen anteojos de sol, que se sienten superiores, que son ignorantes, que no saben ni les interesa saber de literatura o de arte, que se sacan fotos en el baño y las comparten en redes sociales, que sólo escriben en redes sociales. Que tienen casas feas, con cuadros feos, cosos de decoración comprados en un bazar y muebles de mala calidad, y están abarrotadas de trastos desordenados. Que nunca fueron a Europa o fueron y lo primero que hicieron fue sacarse una foto junto a la torre Eiffel y subirla a facebook, que escuchan cumbia, reggaetón y todo eso que suena exactamente igual las 24 horas del día. Que se creen superiores porque hablan un idioma, que hablan de los negros diciéndoles “marginales”, diciéndole “villeros”. Me causa desprecio la vulgaridad de querer ser más, y eso es justamente lo que hace que yo desprecie.
Me desprecio por despreciar. Sentí un asco incontrolable cuando la chica con la que estaba hablando se dio vuelta, hizo un ruido horrible y largó lentamente un grande y blanco gargajo adentro del tacho de la basura que tenía en el escritorio de su trabajo, y luego sentí un amargo desprecio por mí, por haber sentido ese asco.
A veces me preguntan si en Argentina me han discriminado por chino. Nunca nadie me dijo “chino de mierda”, pero muchas veces sentí que pesaba sobre mí una mirada prejuiciosa y que ese prejuicio era contra mi ser chino. Esa carga, sin embargo, es menor a mi desprecio por la chica que escupió adelante mío.
Una vez sí, alguien expresó mi condición de chino para maltratarme. En realidad esto casi no cuenta porque éramos muy chicos —fue en la escuela, íbamos a tercer grado. Tenía un compañerito que eran notablemente hermoso y más que hermoso era exquisitamente perceptivo. Y muy gracioso. Era brillante, nos divertía mucho a todos con sus ocurrencias y sus payasadas, y de hecho, de grande se hizo un artista famoso, una celebridad. Sin que tuviera ningún mal sentimiento hacia mí— en realidad no tenía ningún sentimiento, ni bueno ni malo—, solía usarme para hacer reír a los demás. Usaba mi fealdad y mi condición de chino, lo que en sus chistes iban juntos. Una vez se paró al lado mío sin que yo me diera cuenta, hizo una gran pantomima para olerme el pelo y con una voz posada y con acento francés, le dijo a las dos maestras que lo festejaban siempre y en ese momento lo estaban mirando: “tiene olog a chiiiiiino“. Las maestras largaron una carcajada. Y yo, naturalmente, me sentí muy ofendido, pero si yo hubiera sido igual de gracioso y bonito que él, y tuviera el favor de las maestras, hubiera hecho el mismo chiste.
En este momento de mi vida, mi fealdad me desmoraliza de un modo aplastante. No tengo defensas ante mi mirada que en un espejo ve un orangután, con el vientre desproporcionadamente abultado, la cara que se le ha agigantado, las piernas que se le han acortado, las consecuencias de una parálisis facial que tuve hace años haciéndose cada vez más notorias (un ojo que se achica con una forma penosa), los dedos de las manos que se van deformando por el reuma.
El Maestro Malo, en fin, se me presenta con todo su poder. Me quedaré lo que me queda de vida encerrado en mi vergüenza si no logro superar la repugnancia que me causan los negros, los feos, los que tienen mal gusto y los que cometen faltas de ortografía.