martes, 5 de noviembre de 2024

El casamiento de Luisina


Mi prima Alicia es directora de una escuela. Es una directora muy formal. Su padre, mi tío Horacio, era un criollo también muy formal —todo lo formal que puede ser un criollo. Es decir, lo criollo siempre es un poco desprolijo, gastado, polvoriento; tela de algodón siempre raída que recibe el viento, el sol, la tierra; tela y cuero, y algo de metal, hebillas, tachas. Sin embargo, algunos criollos, como mi tío, se las arreglan para ser formales. Llevan una camisa nueva bien planchada. Lustrado el cuero. Hacen ellos mismos los tientos prolijos. Pulen el metal que visten. Mi tío era de un centro tradicionalista. Desfilaba en su tordillo por el centro de la ciudad, con un sombrero de fieltro negro perfecto. Con el bigote recién cortado. Peinado a la gomina abajo del sombrero. Y una mirada marcial. 

Su hija heredó esa formalidad. Eso le sirve mucho en su función de directora de escuela. Las escuelas encuentran en la tradición un pilar de su esencia. Una escuela es su tradición —la forma en que enseña, el tipo de maestras, el edificio, el barrio, la composición de sus alumnos, rebeldones problemáticos, chicos ricos, hijos de progresistas, hijos de gente trabajadora. 

Ayer fuimos al casamiento de la hija de mi prima, Luisina. Fue un casamiento despampanante. No le faltó nada. Los wedding planners formaban un staff que se iba comunicando por micrófonos microscópicos que colgaban de hilos negros desde los auriculares en sus orejas, igual que los guardaespaldas de un presidente. El devenir de la fiesta estuvo perfectamente cronometrado, cada cosa ocurría en el momento en que debía ocurrir. Y las cosas fueron millones —la foto con los novios, el ingreso al área previa, el ingreso al salón principal, la entrada, el primer plato, el segundo plato, el postre, la aparición de saltimbanquis en el momento en que explotaba el cotillón, la novia arrojando el ramo hacia atrás, los amigos arrojando al novio hacia arriba. Cada detalle fue ejecutado según un guión diseñado con precisión. Las luces, los vestidos, la comida, lo que se veía en la pantalla gigante: todo fue exacto. 

Todo eso nos regaló Luisina con su marido. Nos hicieron un regalo gigante.


Los novios con los parientes chinos.

Condesas y diquesas de Downtown Abbey.



Las tías.

Tíos preparándose para la mesa dulce.


En el viaje de vuelta pensé en la formalidad. 

Luisina tal vez heredó la formalidad de su mamá y su abuelo, y entonces casarse era cumplir con la tradición. 

Los ritos, la ritualidad, es la segunda virtud del confucianismo. Confucio pensaba que hay maneras para hacer todas las cosas. Las cosas se pueden hacer espontáneamente, en cada ocasión puede inventarse cómo hacer, pero también pueden hacerse según procedimientos ya establecidos, que la cultura ha ido ajustando, perfeccionando, a lo largo de las generaciones. El trato entre el padre del hijo, por ejemplo, puede fluir dentro del cauce de algunas normas. No es necesario que alguien se ponga a inventar cómo tratar al hijo, al padre, sino que puede descansar en las formas que ya están establecidas. Y esas formas, articuladas, en conjunto, en sucesión, son un rito. Las formas, los procedimientos, pertenecen a la sociedad, y entonces todo rito es algo social. No son privados de las personas que lo llevan a cabo, sino que todo rito es de toda la sociedad. Es decir, involucra a más personas que los celebrantes. El casamiento de mi sobrina involucraba a ella, a su marido, pero también involucraba a sus familias, a sus amigos, compañeros de trabajo. Un casamiento ocurre en una sociedad, no es una burbuja que flota en el espacio. 

Los parientes que fuimos tuvimos una ocasión de estar juntos, de charlar y bailar, y comer juntos. Hablamos con nuestra tía Betty, que anda por los 90 y nos hizo el relato de todos los casamientos en los que había estado, de sus hermanos, de su propio casamiento, de todos los casamientos de la familia a los que había ido. Y así repasamos la historia familiar. Miramos qué grandes y qué hermosos están los más chicos, los vimos chivear, jodimos con ellos, ellos supieron que tienen una pertenencia, a una familia grande; en sus mentes quedó la idea de que personas que no conocen saben de ellos y los miran, les encuentran parecidos con sus padres y sus abuelos. 

El casamiento, en fin, me dio la ocasión de pensar en la importancia de los ritos, que abren la puerta a que sucedan cosas que de otra manera no sucederían.


Familia de mujeres.







La tía Betty

Los primos que viajaron.


El tío borracho que se sube a un árbol



La novia princesa.


Mesa de primos.

¡Vivan los novios!




lunes, 4 de noviembre de 2024

Tres en un auto

Iban los tres amigos por la ruta, con la pampa infinita a los costados, infinito océano de amarillo maduro, que pronto entregaría toneladas de semillas a un puñado de pobres chacareros, containers de dólares. 

Iban los tres, sesentones, camisas de cuello raído, zapatos de formas ya demasiado acomodadas a las formas de los pies, dientes chuecos, uno pelado, los otros de pelo acostumbrado a dudoso shampoo.

Uno preguntó qué hacemos con este gobierno perverso, con estos sádicos que gozan con los pobres tumbados en las veredas entregados a una borrachera de mal tetrabrik o de poxiran afanado.

Qué hacemos. Cómo hacemos la revolución. 

La frustración, una mezcla de tristeza e impotencia llenó el pequeño auto que iba a 93 kilómetros por hora.

Pero uno reflexionó. 

Al final dijo: 

"Toda la vida tratamos de hacer lo que está bien. Nos habremos mandado cagadas, pero no nos hicimos millonarios con la guita de la gente. Y tampoco nos conformamos cada vez que vimos que estaban en contra de la gente. Siempre deseamos que los pobres estuvieran bien. Trabajamos mucho para criar a nuestros hijos. No le faltamos demasiadas veces a nuestros amigos. Y ahora vamos, en este auto, a cumplir con un deber. Esta es nuestra contribución. Hay una inundación de mierda y estamos hasta el cogote. No tenemos la culpa. De nada nos sirve reprocharnos que no nos disfrazamos del Che Guevara. No podemos, no sabemos, no tenemos ni alma ni tenemos con qué hacer la revolución, pero podemos persistir en hacer lo que creemos que está bien." 






viernes, 1 de noviembre de 2024

Está aquí el COVID-19

Nos vamos olvidando de lo que dijimos que no debíamos olvidar:

Que aún no se ha podido evaluar ni un mínimo de las consecuencias fisiológicas, psicológicas, sociales de la pandemia.

Muchas personas quedaron con una necesidad de correr a encerrarse.

A muchas les cuesta juntarse con otras.

Muchas continúan con el síndrome de acumular papel higiénico.

Muchos no salen de hacer gran parte de su vida individualmente, cortado de los demás.

Mucha, mucha gente se acomodó a que no hay solución, que la vida sea mala, y que no se puede hacer nada ante aquello que nos somete.






Fuegos artificiales

Mi tío Alejandro tenía cosas necias, que daban ganas de matarlo, sobre todo por infantil. Iba para 70 años y no se responsabilizaba, actuaba como si él no tuviera nada que ver. Le había dicho a su esposa, adelante de sus tres hijas, “ustedes no son mi familia. Mi familia es mi mamá y mis hermanas”. La hija más grande no sabía cómo reaccionar; no salía de su asombro, y no sabía si reírse o ponerse a llorar. 

Pero así como tenía esas estupideces, mi tío Alejandro también era genial. No conocía ninguna máquina que no entendiera casi automáticamente cómo funcionaba, que no pudiera desarmar y volver a armar en unos pocos días incluso que no le hiciera ajustes para mejorar su eficacia o para hacer su trabajo más hermoso, divertido o con más estilo. Quizás mi tío tenía algo de Asperger, o estaba, como se dice, “en el espectro” (autista).

Vivía solo en la casa del campo que le había quedado de su padre. No le importaban las comodidades, ni le importaba lo que dijeran de él. Sólo necesitaba alimentar una parte de sí que le pedía con una voracidad monstruosa otra realidad. Ansiaba material desconocido como un enamorado arde por estar de nuevo con su enamorada, como un adicto desespera por un poco de heroína. Inventaba artefactos todo el tiempo porque en la creación aparecían cosas que antes no existían en este mundo, y él necesitaba eso para explorarlo, igual que hacía con las máquinas. Cuando tuvo una novia —pobre novia—, le urgía experimentar con ella todo lo que pudieran hacer un hombre y una mujer. Ella escapó antes de volverse loca. 

Escapó de ese trastornado que tenía una avidez impaciente por encender 100 kilos de fuegos artificiales adentro de su cabeza para calmarla.

Un día cayó en la cuenta de que se iba a morir. A lo mejor en 10 años, o en 20, o en dos, pero se iba a morir. Y ahí sí tuvo material para entretenerse. 

Nadie supo qué hizo con su muerte. Se lo llevó a la tumba seis años más tarde.





jueves, 31 de octubre de 2024

Paliza

A mi madre se le derramaba el amor y yo era una de sus personas más queridas.

Debo haber sido más que intratable y ella estaría pasando por un momento muy difícil para que me diera una paliza.

Yo podría haber corrido o podría haberla enfrentado, pero como sabía que ella tenía más que razón, nada más atiné a agacharme y taparme un poco.

Fue una sopapeada torrencial. Yo no sabía de dónde sacaba ella tantas manos. Me daba sólo con las palmas abiertas y no muy fuerte, pero se descargó un buen rato.

Ahora que cuento esto me da mucha pena que se haya muerto. Si estuviera viva iría a abrazarla y pedirle disculpas, y preguntarle, si quiere contar, qué le pasaba en ese momento. Era una piba, no tenía más de 33, 34 años.



En fin, recuerdo esa sensación de la lluvia de sopapos.

Es la misma sensación que tienen varios amigos en este momento, según percibo.

La diferencia es que yo sabía que me merecía la paliza, pero ahora no nos merecemos que nos estén apaleando.

No sabemos por qué.

No sabemos cuándo ni de dónde va a venir el próximo golpe.

No sabemos dónde nos van a pegar.

Puede venir un fierrazo que nos mate.

Que lastime a alguien querido.

Nos pegan los que tienen la plata de verdad, los que se llevan todo, y nos pegan los nuestros, peleándose entre ellos en lugar de juntarnos para defendernos entre todos.




martes, 29 de octubre de 2024

La pelotudez

Santiago Siri uno de los expertos en inteligencia artificial en Argentina, por la teoría que maneja y también porque ha invertido en inteligencia artificial, es decir es empresario, la inteligencia artificial no es sólo su tema de interés, sino que es de donde saca el dinero para vivir, etc.

Dice que Argentina es el segundo país en el mundo en usar Chat GPT, que se destaca por sus programadores y que, en fin, que estamos en una buena posición para la largada de la vida que se viene.

La vida que se viene, por ejemplo, tiene un clon digital de Santiago Siri trabajando por él.


También dice que la “magia humana” está muy lejos de ser rozada por la inteligencia artificial. 

En esto pareciera coincidir con Miguel Benasayag, que está convencido de que la inteligencia artificial es tanto indispensable como tiene la limitación de funcionar bien. “La máquina no puede ser pelotuda”, dice, enfatizando que la pelotudez es indispensable para ser humano, en tanto involucra la experiencia del cuerpo, el tiempo, la vida que se crea a partir del error, aquello de la sociabilidad que no surge de la suma de individuos y otros temas. 



La semana pasada me encontré con un amigo que era periodista, un periodista bastante destacado, que fue editor de dos medios de vanguardia, es decir, que había desarrollado mucho su profesión. Me contó que está trabajando con la inteligencia artificial, evaluando distintos ensayos creados por AI sobre un mismo tema, para evitarlos y al fin elaborar él un ensayo final con aquel material. 

¡Inteligencia artificial e inteligencia humana trabajando unidos para siempre!

También me dijo que tiene que competir con miles de periodistas de todo el mundo, que lo que le pagan no le alcanza para pagar las expensas y me terminó preguntando si no hay lugar para él en la revista DangDai, cuyos editores llevamos la agenda diaria en un cuadernito de papel, no tenemos perfil en X y todavía no entendemos qué es Chat GPT, y por eso en cualquier momento apareceremos en el geriátrico llamado “Viva Perón Cool”.



domingo, 27 de octubre de 2024

Estoy feliz

Me desperté con la urgencia de escribir algo que sucedió ayer. Suspendí la rutina de cada mañana (salvo tomar el manojo de pastillas), me vestí para la ocasión (elegí una camisa a cuadros escocesa y un saco azul) y me vine a este café. 

Me disfracé de viejo para un domingo a la mañana. Como si fuera a misa. 

Hay que hacer que los momentos tengan sentido. 

Ciertos asuntos piden un rito para ser escritos. Y no hay rito sin atuendo. Y no hay rito de escribir sin escribir a mano. Sin ir a un café donde alguien puede tomar una foto y en esa foto aparece un anciano solo y taciturno escribiendo con lapicera en un cuaderno. 

Todo es una puesta en escena. Mi vejez, escribir, la soledad. Pero, en fin, ¿qué no es una puesta en escena? Un nacimiento, un amor frágil y hermoso, un joven que tiene un accidente en moto, una familia que se muda a otro país, una banda de soldados muy pertrechados destruyendo cuerpos indefensos. De algún modo, todo es una puesta en la escena de la vida.

*      *     *

El cura Denis Fitzpatrick, irlandés, viejo, era un cable pelado que no se quedaba quieto. Podías mirarlo de lejos y dar vuelta la cara y olvidarlo para siempre, pero si entrabas en el lugar donde él estaba. sentías una vibración profunda en las cosas y el aire erizado. Y si te llegaba a tocar, tenías que estar muy blindado por la normalidad que encadena a la anomia de la muerte para que no te sacudiera tu vida, tu pasado, tu futuro. 

Cable directo entre aquel Jesucristo que cambió la vida de la historia y vos. La rabia, la vitalidad, la rebeldía, el amor, el fuego de Cristo te tocaban. 

Lo que tiene que ser un cura. 

Eso lo conté ayer, en una reunión de gente que lo conoció en Pergamino, adonde llegó a los 90 años, murió los 97 y en el medio causó un terremoto porque descubrió que había un cabaret con chicas secuestradas para ser prostituidas. Denuncias, involucramiento de las autoridades eclesiásticas, convocatoria a organismos de derechos humanos, marchas por las calles. Estuvo a punto de hacer renunciar al intendente.

Nos juntamos porque Eduardo Cormick, otro de esos irlandeses, escribió la biografía del cura y viajamos con el editor del libro, Camilo Sánchez, para presentarla en la iglesia donde Denis fue párroco. 

Me tocó contar que conocí a aquel hombre cuando yo tenía 15 años. Se lo presenté a mi barra de amigos porque él hablaba de todo lo que queríamos hablar, la lealtad, la amistad, el sexo, la política. Era la época de la dictadura militar y contra el silencio de nuestros padres y profesores, el cura nos dijo todo. 

La electricidad, Jesucristo, nos hizo comprender que el demonio era el íncubo de Videla mandando asesinar familias, mandando a secuestrar bebés y a torturar jóvenes en sótanos hasta matarlos, para aterrorizar a toda la sociedad y así imponer una economía con la que los poderosos de Estados Unidos y de Argentina saquearon el país. El silencio de nuestros mayores nos mantenía enjaulados en la oscuridad y aquel cura temerario nos liberó. Con la palabra. Con su coraje, con su ética inclaudicable y su implacable responsabilidad de pastor.

No tenía miedo.

Y un Ford Falcon lo atropelló cuando andaba en una motito. 

Sobrevivió de milagro. Pasó seis meses en un hospital. Íbamos a visitarlo cada tarde y no había escarmentado; amarrado a la cama gritaba más fuerte todo lo que estaba pasando en la Argentina. 


Camilo Sánchez dijo que mi testimonio valía tanto como el de todos lo que estábamos allí e invitó a que otros contaran. 

Entonces habló una mujer, que hizo un relato impecable del episodio del prostíbulo. 

Dio testimonio del amor del cura. “Lo hizo por amor”, dijo ella, que llevaba colgado en el cuello el símbolo de las Madres de Plaza de Mayo. 

Hablaron varios, y con cada testimonio hubo muchas personas que lloraron —también hubo quien se levantó y se fue al escuchar que el cura fustigó a la dictadura asesina. 


Uno de los testimonios fue el de un muchacho que llegó solo. 

Había una tensión en él —la mirada muy atenta, la mandíbula apretada—, claramente producto de la emoción que sentía. 

Era asombrosamente parecido al cura, tenía la misma nariz afilada, el pelo rubio, el cuerpo magro, pura fibra, y la chispa en los ojos muy claros. 

Contó que él andaba en cualquiera —dijo “en la droga”, dijo “delincuencia”— y recordó que un día pasó por el frente de la parroquia, que no conocía, que estaba el cura adentro, que él entró y el cura le preguntó: “¿Vos qué estás haciendo?”, y que sin saber por qué él le contó. “Le conté todo”. Los dos parados contra una pared, allí dentro de esa parroquia sencilla, sencillísima. 

Dijo que el cura no le dijo nada, no le habló de Dios, ni siquiera le dijo que volviera. Pero él necesitó volver. Y cuando volvió, entonces sí, lo invitó a que lo acompañara adonde iba. 

“Nada más estando con él, andando con el cura, me salí de la vida que tenía”. 

Yo recordé que lo mismo le había pasado con Denis a nuestra barra de amigos, 30 años antes. 

Ese rubio. que había sido delincuente, recibió una descarga de amor. Nada amorosa, por otra parte. “No vine a traer la paz a la Tierra”, dijo también Jesucristo. 

“Lo acompañé hasta el final”, contó el muchacho que tanto se le parecía. “Y estuve con él los días antes de que muriera y en el momento en que murió. Esos días y en los minutos antes de morirse, el padre decía: ‘¡Estoy feliz! ¡Estoy feliz! ¡Estoy feliz!’”