jueves, 4 de diciembre de 2025

Un analista digno

La primera vez que aquel viejo analista me causó un respeto muy grande, fue cuando descubrí su deseo, que parecía personal, más allá de profesional, de que yo estuviera bien. 

Curado. 

Sano. 

Liberado de bichos. 

Liberado de arenas movedizas. 

Sentí en sus ganas una intensidad que expresó bien el término que conocí después, furor curandis.


Luego tuvo una segunda conducta que aumentó aún más mi respeto. 

Me di cuenta de que atendía a mi bienestar, pero parecía sentirse muchísimo más comprometido a que vivieran bien mis hijos. 

Se saltaba todos los protocolos, reglas, ritos y tabúes del psicoanálisis para forzarme que hiciera tal o cual cosa en favor de mis hijos. 


También noté que no sólo estaba enfocado en mis hijos, sino en todas las personas que me importaban. 


Me pareció que su estrategia o furor o las dos cosas era de una sabiduría brillante y una dignidad muy hermosa.






miércoles, 3 de diciembre de 2025

Brindis

A la salida de una conferencia una mujer me saludó.

Era evidente que me recordaba. Yo no tenía idea de quién era.

— Tuve una consulta con vos, hace quizás 30 años —me dijo, sonriendo.

— Perdón, creo que no te recuerdo. ¿Te atendí por mucho tiempo? —le respondí.

Se rió.

— Por favor, cómo te vas a acordar. Tuvimos tres sesiones, a lo sumo. Yo tampoco te recordaría si no fuera por lo que me dijiste. Yo acababa de cortar una relación que había sido un torbellino y que terminó en una catástrofe. Por eso tuve las consultas con vos, y me dijiste algo que me cambió la vida. Yo era una chica, estaba partida al medio por la angustia y me dijiste “es algo que se mete con el sentido, ¿no?”

Tuve una ligera sensación de remembranza. Ella terminó:

— En ese momento supe que en toda mi vida sólo me interesa lo que se “mete con el sentido”. 

¿Por qué le había dicho “mete”? Entonces recordé que le dije la palabra muy a propósito. Había pensado en la palabra en portugués “mexe”, que es “meterse”, pero también algo más. “Mexer” es interferir; manipular, manosear lo que no está permitido tocar; intimar y cuestionar lo que otro protege. 

— Asumí plenamente que sólo me interesa meterme con el sentido y nunca pude volver a vivir de otra manera —concluyó.

Me miró a los ojos, me ofreció la copa para que brindáramos y brindamos.



 


martes, 2 de diciembre de 2025

Entre 98 y 140 segundos

— Disculpá, no te voy a seguir escuchando —me dijo Yamila —. No sigas hablando. 

Sentí cómo la sangre se me había subido de golpe a la cabeza, tenía la cara hinchada y calientísima, y sabía que me había puesto rojo como un pimiento. 

—Disculpá —me repitió—. Tardo entre 98 y 140 segundos en aburrirme cuando hablo con alguien que no está enchufado a algo que tiene sentido. Si no me hablan de por qué dicen lo que dicen, si repiten eternamente lo mismo que escucharon de otro que también se repite eternamente, siento que estoy con un cadáver que flota en una pileta.





Mente humana


 

La IA está haciendo que grandes masas de cientos de millones de personas tengan una sola mente.

Horroriza.

Pero en un sentido siempre fue así.

Se llama Humanidad, Cultura, Homos Sapiens Sapiens, Sociedad Humana.




lunes, 1 de diciembre de 2025

La máscara

1.  Chimpancé

No desconozco del todo que a los actores les sucede que un personaje al que se han dedicado con demasiado esmero, con un compromiso de vida, los posee, los secuestra, se los come, pierden la noción de quienes son, si el de antes de hacer el personaje o el personaje. De un modo similar, me pasó que, por gustarme una persona con quien nos pusimos a jugar a que éramos chimpancés, y luego seguir el juego solo, porque ya no la vi; seguir jugando para estar de alguna manera con ella, mi comportamiento empezó a cambiar. Y es un comportamiento que no tiene nada que ver con el de un chimpancé —o tal vez sí. En todo caso, no tiene que ver con las ideas más comunes de cómo se comportan los chimpancés. Por ejemplo, cuando me pongo a caminar como un chimpancé gano fuerza. Y el andar me insufla más fuerza aún. Me transformo en una persona muy decidida. No dudo: pienso en hacer algo y lo hago. Nada se interpone entre mi intención y la acción. 

Por otro lado, mi atención se concentra increíblemente. Suelo poner los objetos con los que opero muy cerca de mi cara, frente a mis ojos como si no viera bien, para observar nítidamente todos los detalles. 

En ese momento soy todo acción. No tengo reflexiones fuera de lo que hago. El tiempo, además, se acelera. Quiero decir, no es que el tiempo pase más rápido, sino que yo me muevo más rápido, percibo más rápido, y las cosas, que deberían hacerse más lentas, también se aceleran. Toda la realidad se resuelve de un palazo. 

Percibo cositas mínimas y no me importan los grandes movimientos. Esos los vi venir, los medí y estoy montado en ellos.

Al principio esto sólo me sucedía cada vez que me ponía en modo chimpancé. Sin embargo, con el tiempo el comportamiento chimpancé ha ido colonizando los demás momentos. Como el actor tomado por el personaje, el chimpancé me va poseyendo poco a poco.

Me pregunto si necesito una suerte de exorcismo o si llegará el momento en que ya seré completamente un chimpancé. 

Ya no sabré hablar, ni tendré ley, ni me importará nada de lo que poseo, de lo que he conseguido en la vida, de mis amigos, mis hijos, ya no tendré ética, ni deseos, ni decencia, ni dignidad, ni pasado. Abriré la puerta de casa, la dejaré abierta y me iré para siempre.


2. Energía 

Cuando uno duerme, la realidad es una, pero cuando uno está despierto, es otra. 

Además de estas dos realidades básicas, hay otras. Para los sordos hay otra, para los que han ingerido una sustancia psicotrópìca hay otra, etc.

Luego está el juego más fino, el de “qué ves cuando me ves”, es decir, jugar con la hipótesis de que la realidad es singular para cada persona —lo cual es muy fácil de desmentir: se ponen 100 personas alrededor de un gato y un perro, se pregunta cuál es el gato y todos señala al gato.

En todo caso, hay digresiones en algunos asuntos, pero entonces no se habla de diferentes realidades, sino de “percepciones subjetivas”.

Creo que estamos de acuerdo en esto. 

Pero si estamos de acuerdo, explíquenme por qué, en el rato en que me transformé en mi hermano Martín, la realidad se me apareció tan irremediablemente alienada como si estuviera en otro universo. 

Todo era tan irreconocible, que mis palabras no servían para señalar nada de lo que veía. No había materia, no había luz, no había espacio, no había sonido, no había vacío.

“Martín está loco”, pensé desde el interior de su mente. En ese momento, como para contradecir esa sensación, recordé algo que hablábamos con Martín cuando éramos adolescentes —sin siquiera entonces darle mucha importancia. 

La conversación seguía aproximadamente estas etapas: Martín decía que somos energía. 

Yo le contestaba que sí, que estamos hechos de energía, que la materia está hecha de átomos, que los átomos están hechos de partículas que son pura energía. 

Él me decía que sí, pero que había algo más. 

Entonces yo siempre le respondía que eso era una superstición new age, hablar de energía para hablar de algo misterioso, para hacerse el místico, pero sin ser religioso porque quería ser moderno. Hablar de la energía era una manera de decir espíritu, alma, ángeles y cosas así. 

Martín volvía a darme la razón, pero aún no se conformaba. Insistía en que no era un pensamiento, que las cosas eran realmente energía. 

Yo concluía diciéndole que por qué no le ponía otro nombre a la energía, y él concluía respondiéndome que porque era energía.

Con el tiempo ya no tuvimos más aquella discusión, ni ninguna de las muchas discusiones propias de la vocación filosófica de la adolescencia, sólo porque dejamos de ser adolescentes. Pero ahora que yo estaba en él, realmente veía todo como energía.

Sin embargo, ¿qué quiero decir? ¿Qué quiero decir, ahora yo, con “energía”? 

No sé. No puedo explicarlo, igual que le sucedía a Martín. Sin embargo, aún siendo un término absurdo, inútil, es lo más apropiado para hablar de la realidad que en ese momento era algo tan disparatado como si me mostraran una moneda y me dijeran “esto es un piano”, o como si me mirara en el espejo y viera un cocodrilo. La palabra que le da sentido a esas incongruencias es energía.


3. El viejo

Muchos queremos a un actor inglés, antimperialista, un viejo que fue toda la vida un fiestero, que se pasó 40 años ininterrumpidos drogado, borracho, en cualquier orgía, y ahora, aplacado por los 80 años, muestra que todo lo hizo con una dulzura virginal. En una película —no estoy recordando cuál— le dice a una mujer madura, con sumo respeto y calma: “yo tardaría diez minutos en enamorarme de usted”. 

Consigue ese efecto de los actores viejos, que mejor actúan cuando son más sinceros.
La actriz, con su mirada, está a la altura. También es su personaje quien responde con la mirada, y es a la vez ella, la persona que terminará la escena, terminará la jornada de filmación y se quitará el maquillaje, se pondrá su ropa, la llevarán a su casa, donde la esperará su pareja; cenarán, luego leerá un libro y le contará a su pareja, que el viejo le dijo que estaba enamorado de ella.
— Supongo que vos también de él —le dirá su pareja, y ella responderá:
— En un sentido, sí. Es un hombre tan honesto.





sábado, 29 de noviembre de 2025

Prótesis

En un rato empieza el partido de Boca, no tengo tiempo de desarrollar lo que voy a decir, le pediré a alguna IA que desarrolle.

Mientras, les dejo estas anotaciones a mano.


Una clave humana es la prótesis.

Cuando empezó la palabra “prótesis”, significaba “poner adelante”. Luego se transformó en “adición”, en el Medioevo fue adoptada por la Medicina; en el siglo XVI las adiciones fueron partes del cuerpo (piezas dentales, narices de cera, metales para mutilados de guerra). En el siglo XIX se empezó a usar en español, con la RAE dándole en 1869 el significado que aún usa, “Pieza o aparato empleados para sustituir un órgano o un miembro del cuerpo.” Durante el siglo XX se generalizó como parte de la industria de la medicina médica hegemónica —prótesis de cadera, dental, auditiva, etc.—, y se comenzó a darle al concepto un sentido técnico más amplio: cualquier suplemento, por ejemplo, prótesis capilar, prótesis de pene, y un uso metafórico y cultural. Desde la ciencia ficción comenzó ser llamada “prótesis” a una extensión artificial del cuerpo y se pasó de la sustitución de una parte perdida a la mejora o la extensión de capacidades humanas, con prótesis biónicas, implantes neuronales, exoesqueletos y demás, camino al cyborg.

Ahora bien, ya Marx, al hablar del trabajo, había definido las herramientas como la extensión del cuerpo humano. Esto nos obliga a detenernos en el “trabajo” y en la “extensión”. El “trabajo” es un proceso entre el hombre y la naturaleza, “proceso en que el hombre, por su propia acción, media, regula y controla su metabolismo con la naturaleza” , mientras que la “extensión” es todo lo que no sea cuerpo.

Todo lo que hace el hombre, la acción de existir, es un proceso en la naturaleza, de modo que trabajo es toda acción humana.

Por otra parte, el hombre se define tanto por su cuerpo, como por ser término de una sociedad. Los cuerpos están tramados y lo que aglutina la trama son extensiones del cuerpo. La forma del entramado de cuerpos humanos es la cultura. Podría decirse, llevando las cosas a una arbitrariedad acaso extrema, que la cultura es la extensión de los hombres, su herramienta para trabajar el proceso de su relación con la naturaleza, es decir, con el mundo, con la realidad.

Basados en Marx, podríamos tender un arco entre prótesis y herramienta, que es lo que vienen haciendo futurólogos y autores de ciencia ficción. Michel Houellebecq habla de un hombre final, un neohumano o un posthumano, que es una persona reducida a una pura memoria digitalizada y almacenada en una máquina. Es decir, llegamos a un momento en que se disuelven los límites entre persona y extensión.

Antes de esa instancia, se podría pensar cómo el trabajo hecho con extensiones modifica los cuerpos y la sociedad. Volvamos a Marx: “El hombre se enfrenta a la materia natural misma como un poder natural. Las fuerzas corporales de que dispone su organismo, brazos y piernas, cabeza y manos, las pone en movimiento para apropiarse de la materia natural bajo una forma útil para su propia vida. Al operar por medio de ese movimiento sobre la naturaleza externa y transformarla, transforma al mismo tiempo su propia naturaleza” (El Capital, libro I, cap. 5).

Muchos se asombran ante el hecho de que un niño, si no fuera criado por humanos que le enseñan a caminar parado sobre sus dos piernas, posiblemente se trasladaría de otra manera. La cultura desde que somos homínidos ha ido transformando nuestros cuerpos de muchas formas. El hecho de que no caminaríamos erguidos si no lo aprendiéramos no es diferente al hecho de que nuestros cuerpos están hechos para depender como pedúnculos de la madre mucho tiempo, de la ropa para no morirnos de frío, de las casas, de las pastillas, de los audífonos, etc. En suma, ya no tenemos cuerpos naturales, como los tiene un murciélago, un sábalo o incluso un gato doméstico. Sin la cultura, no sobreviviríamos.

En un sentido —insisto, forzado quizás hasta la exageración o el bolazo—, la cultura es una prótesis. La prótesis por excelencia. La prótesis total. La prótesis que es la realidad de los humanos y que los determina. Los hombres inventan a las herramientas y esas herramientas inventan al hombre, como expresa Stanley Kubrick con los monos al inicio de “2001: odisea del espacio”.

En estos tiempos de inicio de la inteligencia artificial generativa, encuentro un experto tras otro diciendo que la IA es una herramienta. Lo dicen como si fuera aleatoria. El hombre sería el mismo si un día la IA se apagara, sólo que con menos recursos técnicos. Aún no han empezado a asomarse a la consciencia de que la inteligencia artificial generativa está inventando a un nuevo hombre. Nos estamos recreando con el invento de la inteligencia artificial generativa.

Igual que lo hicimos con la palabra.

Con el fuego.

Con el arte.

Con la cocina.

Con la ley.

Con el espíritu.




viernes, 28 de noviembre de 2025

Los árboles




Francisco vivía solo en un campo a unos kilómetros de Carlos Casares. Lo había heredado de su familia. Hacía más de 20 años que se había separado de su segunda esposa y no había vuelto a hacer pareja. Sus hijos no iban a visitarlo; el campo quedaba lejos. Tenía algunos perros, y hacía una familia con ellos, naturalmente —no es posible que uno no haga familia donde hay perros—, pero a quienes realmente consideraba la gente con la que vivía eran los árboles que estaban alrededor de la casa.

Serían 30 o 40 árboles. Eucaliptos, lapachos, jacarandás, sauces, un roble, un nogal oscuro, una higuera muy generosa, varias tipas, algunos naranjos. No les puso nombres, pero eran personas. Cada uno tenía su temperamento, su historia, sus fortalezas. Sus achaques, sus mañas, sus estados de ánimo. Su voluntad. Con cada uno tenía una relación particular. Los naranjos eran tres hermanos, y trataba con los tres juntos. El roble era el verdadero patriarca; entre los demás árboles. él era uno entre sus súbditos. Un eucalipto, joven y alto, era una mujer, bastante locuaz, siempre fresca y dispuesta. Con una casuarina se entendían sin hablarse. El jacarandá siempre estaba alborotado y era feliz con las tormentas. Francisco sabía todo de cada árbol.

Les pidió a los hijos que cuando muriera lo enterraran entre ellos. Y así lo hicieron.