Me desperté con la urgencia de escribir algo que sucedió ayer. Suspendí la rutina de cada mañana (salvo tomar el manojo de pastillas), me vestí para la ocasión (elegí una camisa a cuadros escocesa y un saco azul) y me vine a este café.
Me disfracé de viejo para un domingo a la mañana. Como si fuera a misa.
Hay que hacer que los momentos tengan sentido.
Ciertos asuntos piden un rito para ser escritos. Y no hay rito sin atuendo. Y no hay rito de escribir sin escribir a mano. Sin ir a un café donde alguien puede tomar una foto y en esa foto aparece un anciano solo y taciturno escribiendo con lapicera en un cuaderno.
Todo es una puesta en escena. Mi vejez, escribir, la soledad. Pero, en fin, ¿qué no es una puesta en escena? Un nacimiento, un amor frágil y hermoso, un joven que tiene un accidente en moto, una familia que se muda a otro país, una banda de soldados muy pertrechados destruyendo cuerpos indefensos. De algún modo, todo es una puesta en la escena de la vida.
* * *
El cura Denis Fitzpatrick, irlandés, viejo, era un cable pelado que no se quedaba quieto. Podías mirarlo de lejos y dar vuelta la cara y olvidarlo para siempre, pero si entrabas en el lugar donde él estaba. sentías una vibración profunda en las cosas y el aire erizado. Y si te llegaba a tocar, tenías que estar muy blindado por la normalidad que encadena a la anomia de la muerte para que no te sacudiera tu vida, tu pasado, tu futuro.
Cable directo entre aquel Jesucristo que cambió la vida de la historia y vos. La rabia, la vitalidad, la rebeldía, el amor, el fuego de Cristo te tocaban.
Lo que tiene que ser un cura.
Eso lo conté ayer, en una reunión de gente que lo conoció en Pergamino, adonde llegó a los 90 años, murió los 97 y en el medio causó un terremoto porque descubrió que había un cabaret con chicas secuestradas para ser prostituidas. Denuncias, involucramiento de las autoridades eclesiásticas, convocatoria a organismos de derechos humanos, marchas por las calles. Estuvo a punto de hacer renunciar al intendente.
Nos juntamos porque Eduardo Cormick, otro de esos irlandeses, escribió la biografía del cura y viajamos con el editor del libro, Camilo Sánchez, para presentarla en la iglesia donde Denis fue párroco.
Me tocó contar que conocí a aquel hombre cuando yo tenía 15 años. Se lo presenté a mi barra de amigos porque él hablaba de todo lo que queríamos hablar, la lealtad, la amistad, el sexo, la política. Era la época de la dictadura militar y contra el silencio de nuestros padres y profesores, el cura nos dijo todo.
La electricidad, Jesucristo, nos hizo comprender que el demonio era el íncubo de Videla mandando asesinar familias, mandando a secuestrar bebés y a torturar jóvenes en sótanos hasta matarlos, para aterrorizar a toda la sociedad y así imponer una economía con la que los poderosos de Estados Unidos y de Argentina saquearon el país. El silencio de nuestros mayores nos mantenía enjaulados en la oscuridad y aquel cura temerario nos liberó. Con la palabra. Con su coraje, con su ética inclaudicable y su implacable responsabilidad de pastor.
No tenía miedo.
Y un Ford Falcon lo atropelló cuando andaba en una motito.
Sobrevivió de milagro. Pasó seis meses en un hospital. Íbamos a visitarlo cada tarde y no había escarmentado; amarrado a la cama gritaba más fuerte todo lo que estaba pasando en la Argentina.
Camilo Sánchez dijo que mi testimonio valía tanto como el de todos lo que estábamos allí e invitó a que otros contaran.
Entonces habló una mujer, que hizo un relato impecable del episodio del prostíbulo.
Dio testimonio del amor del cura. “Lo hizo por amor”, dijo ella, que llevaba colgado en el cuello el símbolo de las Madres de Plaza de Mayo.
Hablaron varios, y con cada testimonio hubo muchas personas que lloraron —también hubo quien se levantó y se fue al escuchar que el cura fustigó a la dictadura asesina.
Uno de los testimonios fue el de un muchacho que llegó solo.
Había una tensión en él —la mirada muy atenta, la mandíbula apretada—, claramente producto de la emoción que sentía.
Era asombrosamente parecido al cura, tenía la misma nariz afilada, el pelo rubio, el cuerpo magro, pura fibra, y la chispa en los ojos muy claros.
Contó que él andaba en cualquiera —dijo “en la droga”, dijo “delincuencia”— y recordó que un día pasó por el frente de la parroquia, que no conocía, que estaba el cura adentro, que él entró y el cura le preguntó: “¿Vos qué estás haciendo?”, y que sin saber por qué él le contó. “Le conté todo”. Los dos parados contra una pared, allí dentro de esa parroquia sencilla, sencillísima.
Dijo que el cura no le dijo nada, no le habló de Dios, ni siquiera le dijo que volviera. Pero él necesitó volver. Y cuando volvió, entonces sí, lo invitó a que lo acompañara adonde iba.
“Nada más estando con él, andando con el cura, me salí de la vida que tenía”.
Yo recordé que lo mismo le había pasado con Denis a nuestra barra de amigos, 30 años antes.
Ese rubio. que había sido delincuente, recibió una descarga de amor. Nada amorosa, por otra parte. “No vine a traer la paz a la Tierra”, dijo también Jesucristo.
“Lo acompañé hasta el final”, contó el muchacho que tanto se le parecía. “Y estuve con él los días antes de que muriera y en el momento en que murió. Esos días y en los minutos antes de morirse, el padre decía: ‘¡Estoy feliz! ¡Estoy feliz! ¡Estoy feliz!’”