
Hubo aquel escritor que escribió en Moscú en la segunda mitad del siglo XIX, médico también, que dejó un relato sobre unos ciegos que salían juntos del teatro, a una calle una noche en la que el frío y el silencio tenían hambre de humanos. Se encontraron solos allí y repentinamente se sintieron amenazados. Se amontonaron sin saber qué esperar.
No sé cuánto le llevó al escritor poner la historia en palabras sobre el papel. El relato es brevísimo: por muy laboriosa que fuera la filigrana de su escritura, no puede haberle llevado, digamos dos meses de jornadas de un minero, una obrera textil o un campesino. Lo que le llevó mucho más tiempo, años de un minero, una obrera textil o un campesino, fue ver, entender y sentir las cosas del mundo hasta tener algo de sí lo suficientemente amasado para capturar la escena y poder expresarla.
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