domingo, 26 de julio de 2020

68º aniversario de la muerte de Eva Perón


Como tengo dudas sobre mi autoridad* para hablar der Eva, voy a recordar algunas cosas que charlaron ayer el gordo Saborido y Daniel Santoro el Pintor en el perfil de Instagram de este último.
Evita no era teórica, resolvía la desigualdad inmediatamente, usando la plata del Tesoro Nacional para darle sillas de rueda a los chicos pobres que tenían parálisis y cosas así.
Era una piba.
Quería que los chicos pobres tuvieran todo. Pero no era un asunto de satisfacer necesidades básicas insatisfechas, sino de “en donde hay una necesidad, nace un derecho”.
En su acción, Eva completó la idea de “derecho” hasta darle la forma de deseo.
Era revolucionaria (daba vuelta el estado de las cosas) porque si se concebía que los niños pobres tenían necesidades y los niños ricos tenían deseos, ella trabajó para que los niños pobres también tuvieran deseos.
Y para que se cumplieran.
Ella se los cumplía sin intermediaciones. Un chico le pedía algo en una carta y ella iba personalmente y se lo entregaba.
No estaba en contra de la riqueza, nunca le hizo asco al lujo; lo que quería es que los niños pobres fueran ricos también.
No quería, como muchos revolucionarios marxistas, que todos fueran pobres, sino que todos fueran ricos.
Quería que los niños pobres no tuvieran nada que envidiarle a los ricos.
Quería que los niños pobres no envidiaran.
Quería curar a los niños pobres de la espantosa enfermedad de la envidia.
¿Y cómo lo hacía?
En vez de mandar la represión de la envidia, buscaba que los niños pobres tuvieran todo lo que tenían los niños ricos.
Los pobres iban al cine y se deslumbraban con las casas que veían en las películas norteamericanas. Evita quería cumplirles el sueño de esas casas. Esos fueron los chalecitos californianos que mandó hacer para los obreros, con roble de Eslavonia y cortinas de no sé dónde.
Esos chalecitos eran 60 veces más caros que una “vivienda social”, o sea, eran económicamente irracionales, pero ¿en qué racionalidad? Una ajustada a que los pobres tuvieran cubierta la necesidad básica de una vivienda. Evita tenía otra racionalidad: la de un país que le cumpliera los sueños a la gente.
En vez de necesidades, deseos.
Argentina sigue siendo en todos los sentidos un país rico, que puede cumplirle los sueños a la gente, pero los barrios de edificios que se han hecho para “urbanizar las villas miseria” han resultado algo maligno.
No había ningún odio a la oligarquía en desear que la gente cumpliera su sueño. Evita comenzó a vomitar fuego cuando la oligarquía empezó a impedírselo.
Mediante su fundación becó a un chico pobre para que estudiara en un colegio inglés. Eso despertó el odio visceral de la oligarquía. Evita no expropió ni cerró el colegio, sólo metió un alumno ahí, y por eso se ganó el odio.
La oligarquía goza teniendo lo que los demás no puede tener. Goza con la envidia de los que no tienen, y en su perversidad le ordena a los que no tienen, que tampoco envidien.
La oligarquía crea dos figuras míticas para horrorizarse y confirmarse en su lugar: los que se están preparando para invadirlos y quitarles todo, y los pobres que están entre ellos y gozan —comen choripán, cogen, se dan a los excesos. Estos les roban el goce: “si el otro goza, mi goce no vale tanto”.
Los dos fantasmas concurren a lo mismo: la afirmación de los privilegios de la oligarquía.
Evita no estaba en contra de los privilegios, sólo que los quería para todos. Claro, eso le quita a los privilegios su entidad.
Hay una diferencia entre la revolución que planteaba Evita y la marxista de aquellos partidos de izquierda que también la odiaban: una reedición de la confrontación entre Danton y Robespierre, en la que Robespierre fustigaba a Danton por disfrutar como disfrutaba la realeza que habían destituido.
“¿Para qué hicimos la revolución? ¿Para que la gente goce como lo hacía la monarquía?”, preguntaba Robespierre.
“¿Para qué hicimos la revolución? ¿Para que la gente la pase mal, como cuando estaba la monarquía?”, preguntaba Danton.

Nota al margen (o no tanto): el gordo Saborido y Daniel Santoro el Pintor están siendo burlados desde la izquierda ilustrada académica porque no son académicos. Quizás ese ataque sea una declaración de aspiración a la pertenencia oligarca. ¿Con qué autoridad estos dos charlatanes de café hablan de gozo, hacen análisis cultural y difunden lo que hablan a cualquiera?





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* ¿Tengo derecho a hablar? ¿Soy lo suficientemente peronista?
¿Qué ser peronista?
Siempre ha habido peronistómetros. Miden cuna, convicción, sentimiento, alineamiento, conveniencia. Se me hace que el peronismo es como el gran regazo, admite a todos, los más humanistas y las ratas más corruptas, los más nobles y los más miserables, los teóricos más trabajados y los brutos más prosaicos, los fascistas y los revolucionarios, los altruistas y los estafadores, los mentirosos y los honestos, los más racionales y los más emotivos. Todos son bienvenidos, hasta una familia hecha de radicales históricos y socialistas, que en cuarto año de la presidencia de Néstor Kirchner cantaban los cumpleaños con la música de la marcha peronista. Para ser peronista basta con declararse peronista. Decilo y ya está.

En mi peronistómetro personal no califico. Respeto demasiado la cuna. Me consuelo pensando que después de Evita y Perón, el que mejor concibió la Argentina desde el peronismo fue John William Cooke, que era de origen radical, y sin embargo Perón lo hizo su delegado personal cuando fue desterrado.

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