jueves, 25 de febrero de 2021

Los chinitos de la ESTELA

En Revista NOBA, San Nicolás, 25 de febrero de 2021



En sus últimos años, el chino Lo Yuao se daba a recordar sus primeros días en San Nicolás.

— La mañana que llegamos hacía mucho frío. Yo no conocía el frío…

— ¿Cómo? —lo interrumpí— He visto fotos de paisajes nevados de tu país.

— China es inmensa. Hay lugares que se tapan de nieve durante muchos meses, pero en el lugar de donde yo vengo, siempre es verano. Aquella mañana me aparté de los demás y caminé por el campo que rodeaba el lugar donde íbamos a construir la fábrica. De golpe, vi que había algo que largaba humo desde atrás de una planta. Me quedé quieto. Era un animal enorme, que me miraba con su ojo redondo y negro y echaba humo por la nariz. “¿Cómo —pensé-— vengo a encontrar un dragón tan lejos de China?” ¡Pero era un caballo! —dice, se echa a reír y al fin agrega: —Yo nunca había estado cerca de un caballo.

Aquella mañana fue una mañana de 1954. Lo Yuao había llegado en un barco desde Hong Kong con otros treinta chinos muy jóvenes, para instalar la fábrica textil ESTELA (Establecimiento Textil Latinoamericano S.A.), en la Ruta 9, entre la ciudad y el Arroyo del Medio.

Cuidaba los intereses de los inversores chinos el señor Bobby Djeu, un hombre firme como una roca. Fue el primero en casarse con una argentina. El matrimonio tuvo cuatro varones; Pablo, el mayor, nació a fines de los años 1950, treinta años antes de que llegara a la Argentina la ola migratoria de chinos de la provincia de Fujian que habría de llenar el país con supermercados indispensables. 

Bobby Djeu llevó a Pablo a China cuando era niño y Pablo volvió con un fabuloso barrilete en forma de águila. Cuando su familia se mudó a Estados Unidos, él se quedó en San Nicolás, donde se convirtió en un prestigioso odontólogo y un tenista sobresaliente.

El más jovencito del contingente era Ng Ping-Yip, que llegó con 17 años. Sería mi padre, y el de mi hermana Ana Luisa, que también se quedaría en San Nicolás. Entre los hijos que aquellos chinos dieron a esta tierra, sólo ella y Pablo echarían raíces en la ciudad a la que llegaron sus padres desde las antípodas del planeta.

Ng Ping-Yip también se casaría con una argentina, Celia Lorenzo, como hicieron Ng Puitong, Pum el Petitero, el Petiso Pum y Chang, el que se hizo taxista.

Ng Ping-Yip se mudaría a Nueva York, donde abriría un restaurante y luego se dedicaría al comercio. Con 84 años, hoy es quizás el único sobreviviente de los chinitos de la ESTELA. Casi todos los demás migrarían, como él, a Estados Unidos o a Canadá. Cuando salieron de Hong Kong no buscaban la Argentina, sino la América. De hecho, Lo Yuao, aquel que se encontró con un dragón, no comprendía por qué la gente de acá no hablaba inglés, porque cuando le dijeron que iban a Sudamérica, él entendió que era el Sur de América, la región de los Estados Unidos donde vivían los que pelearon en la guerra civil contra los yanquis del norte. Lo había visto en la película Lo que el viento se llevó. Casi todos los que llegaron terminaron rectificando el rumbo y al fin se dirigieron a la América soñada, porque habían abandonado su tierra en busca de la prosperidad, y no tardaron en descubrir que no la encontrarían en Argentina.

Algunos se quedaron un tiempo más porque se casaron, se aquerenciaron o comprendieron que aquí no serían ricos, pero que la vida no estaba tan mal. Entre estos estaba Lo Yuao.

Lo Yuao era un chinito diminuto con deditos de pájaro y un cuerpo tan sutil que aparecía y desaparecía sin que nadie se diera cuenta. Había quedado huérfano al nacer y vivió su infancia en una región sojuzgada por los japoneses, la guerra y el hambre. 

— No necesito nada. Casi no necesito comer. Este lugar tiene más espacio del que necesito —decía, mostrándome su departamento en el que apenas cabía una cama angosta, una mesa y un ropero flaco. 

Nunca le había quitado el sueño hacer fortuna. No formó familia, ni tuvo hijos. Había nacido artista. En San Nicolás aprendió a tocar el piano (practicaba en el piano de la casa del Doctor Martínez Echeverría), cantó en el coro de la Asociación Cultural Rumbo y puso una casa de fotografía con su compinche Ng Ping-Yip. Fue la “Casa Hong Kong”, en pleno centro de la ciudad. Cuando se mudó a Buenos Aires, se hizo pintor y acabó su vida trazando obras maestras de tinta china sobre papel de cocina. No tenía dinero para comprar papel artístico.

Fue un bohemio, rodeado de artistas con los que escuchaba tango y jugaba al ajedrez. Cuando por algún milagro alguien conseguía dinero, invitaba a los demás a cenar a una cantina de La Boca. El resto del tiempo se prestaban unos a otros lo necesario para comer o pagar un exiguo alquiler en la pieza de una pensión.

Cuando Lo Yuao fue viejito, no quise mostrarle las fotos que tomé de las ruinas de la fábrica ESTELA. Tenía el alma fuerte, pero para qué le haría ver en qué había terminado aquello que había emprendido con sus antiguos paisanos. 

Los recuerdos de los primeros años en San Nicolás le seguían alegrando los días. Siempre tenía una anécdota. Una noche que lo acompañé con su barra de artistas a una milonga donde las parejas bailaban bajo tubos fluorescentes, contó de un carnaval en la calle Mitre. 

Con los demás chinitos habían comenzado a ir a la pileta del club Belgrano. Entradores, los argentinos los incorporaron como amigos. Les presentaban chicas, les pedían que les enseñaran a jugar al ping pong, los invitaban a los picnics de rock’n’roll en el parque Strougamou. Cuando llegó el carnaval, Lo Yuao y los demás chinos contemplaban el corso desde su balcón en el primer piso del hotel donde vivían, arriba del Distrito Militar, sobre la calle Mitre. Estaban extasiados con la marcha de las comparsas, la muchedumbre bochinchera, las mascaritas que pasaban tirando agua con un pomo, el papel picado, la música estridente, las serpentinas y las señoritas argentinas, tan bien nutridas.

En un momento sucedió algo inesperado. Varias de las señoritas vestidas de lentejuelas, zapatos con tacones gigantes y enormes plumas de colores, se quedaron paradas mirando hacia el balcón, y de repente empezaron a vivar:

— ¡Lo Yuao! ¡Lo Yuao! ¡Lo Yuao!

Lo Yuao y los chinitos quedaron completamente atónitos, hasta que descubrieron que las señoritas no eran sino los amigotes de la pileta disfrazados y vivando su nombre como si estuvieran en una cancha de fútbol.

Lo Yuao aún se reía. Sus ojos brillaban y se le hacían unas hermosas arrugas en su cara inocente. Si lo hubiese mirado bien, habría visto a los muchachotes disfrazados de mujer reflejados en su retina. 

— Fue un momento feliz —decía.


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