sábado, 13 de febrero de 2021

En la orilla

En la literatura popular de muchos pueblos aparece la figura del artesano mágico. Hay zapateros prodigiosos, tejedoras que crearon montañas, tejedores de alfombras voladoras y recordarán al constructor de jaulas de García Márquez. 

Esas historias expresan la maravilla por lo que puede crear la mano del hombre, encarnada en las personas que se dedican con mucha resolución a un trabajo.

Alguien contará alguna vez la increíble vida de Javier Tisera. Cuando enraizó esa vida en San Nicolás, ciudad donde nació, terminó de hacerse leyenda.

Entre otros prodigios que han salido de su empeño hay medios de comunicación. Javier no trabaja para ganar plata, ni poder, ni para ser leyenda: hace las cosas que hace porque le gusta hacerlas.

Ha labrado esta revista NOBA.

Tuvo la generosidad de invitarme a colaborar y escribí siete aguafuertes surgidas de mi memoria, antes de que termine de disgregarse.

Ayer salió mi primer relato. Se los comparto.


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En la orilla

El agua atrae, el agua se lleva. Trae tragedia, se la lleva, y la vida queda marcada, pero sigue, como después de que alguien muere.

Como mi bisabuelo trabajaba en Vialidad Nacional, manteniendo la Ruta 9 desde el cementerio hasta el Arroyo del Medio y el puente sobre el arroyo, le dieron un terreno cerca del puente. Después, mi abuelo vivió solo allí, y cuando yo era niño me llevaron a que me criara con él. Cuando hice la escuela secundaria, nos hacíamos la rata con Pablo Makovsky para ir a pescar cerca de la casa en las mañanas de invierno. Yo necesitaba tener un lugar mío en el pueblo y Pablo necesitaba leerle sus poemas a alguien. Mientras amanecía y aparecía la niebla blanca sobre la superficie del agua, se escuchaba la grave voz de mi amigo poeta mientras yo sacaba algún bagre, allí en la base de la barranca, que tenía un gran árbol de mora arriba.

Una mañana le repetí una historia que me había contado mi abuelo. En una isla frente a El Tonelero, un polaco que había estado en la guerra peleó dos días para sacar un maguruyú, el pez más grande y bravo que dominaba el Paraná y se metía en los arroyos afluentes. El hombre quedó agotado. Sus perros siguieron peleando con el pescado como si estuvieran frente a un demonio. En un momento, el polaco se extrañó de que los perros se hubieran callado y cuando fue a ver, todos habían huido y el más grande estaba partido en dos dentro de la boca del monstruo.

“Era grande como una canoa, y me mató el mejor perro”, dijo mi abuelo que dijo el polaco, que vivía solo y tomaba alcohol de quemar.

Nos preguntamos con Pablo si habría un manguruyú dentro de las aguas del arroyo que estábamos mirando, y nos quedamos callados.

El tiempo se llevará ese momento, pero también quedará para siempre.

Una vez el arroyo se desbordó descontroladamente y se metió más de un metro y medio en la casa de mi abuelo. El porfió, quería quedarse hasta que el agua bajara, pero los hijos fueron a rescatarlo con un camión. Metieron muebles, máquinas y ropas empapadas en la caja del camión. Uno de los hijos llegó al borde de la ruta nadando, empujando una heladera que flotaba. Dentro de la heladera había metido catorce chanchitos recién nacidos. La chancha estaba con mi abuelo arriba del techo de la casa.

El camión era de un yerno de mi abuelo. Al año siguiente, el yerno fue uno de los muertos de una tragedia en el río Paraná, cuando con otros diez hombres intentaron cruzar en una canoa en medio de una tormenta. La vida de muchas familias se vio alterado para siempre ese día.

El hijo menor de mi abuelo, cuando el Arroyo del Medio crecía, se tiraba al agua. No le decía nada a nadie, sólo se desnudaba e iba. Una vez lo vi. Llovía mucho y hacía mucho frío, y lo vi caminando de espaldas, muy blanco, con una malla negra y su pelo renegrido, casi azul, dirigiéndose al puente maquinalmente, como un soldado. Se trepó a la baranda de cemento y sin prestar atención a nada, se arrojó el agua. Poco después pasó un camión y el puente quedó vibrando.

Es agua trae y se lleva tragedias, y también guarda leyendas. Las tragedias y las leyendas se mezclan en las aguas del río.

Por aquel cuento de mi abuelo, coleccioné historias de manguruyúes. Mi abuelo dijo que era la criatura más inteligente y enorme de todo el Reino del Paraná, algo mucho más que un pez y, quizás, más qué un animal. 

Una historia contaba la lucha a brazo partido de tres boyeros para sacar un manguruyú que encontraron enredado en un trasmallo. Cuando lo sacaron, la bestia miró silenciosa y sin resoplar, a los ojos de cada uno de los hombres, con la mirada dominante de un déspota que nunca fue vencido.

Otro fue abandonado arriba de un terraplén a cien metros del agua para que muriera asfixiado. Lo dejaron dos días con una crueldad cargada de rencor o envidia, pero cuando fueron a carnearlo, aún respiraba. Lo acometieron a puñaladas de facón, a machetazos y hachazos. Sangró como un cristiano y peleó como un yacaré.

Un registro tuvo detalles gracias a que el animal fue pescado en momentos en que había un periodista. El periodista precisó que “se le contaron a este auténtico Rey Fluvial 15 anzuelos de diferentes tamaños, algunos de la dimensión de los ganchos de carnicería, clavados en su gran boca y uno en un ojo. Otros 44 anzuelos llevaba en sus aletas y un número que no llegó a determinarse en toda la superficie de su cuero. Una lanza de hierro de unos 40 centímetros de largo estaba inserta en su agalla derecha y una más, de no menor tamaño, salía de su panza. En su cola tenía enganchados los restos de una enorme trampa de las que se fabricaban hace más de 50 años”.

La última historia no es menos impresionante y también me la refirió mi abuelo. Contaba de un manguruyú que se metió en el Arroyo del Medio y desde el fondo daba saltos imposibles para cazar un perro, una cabra, incluso un ternero que se acercaban a beber. Para acabar con la amenaza, un vecino tiró como boya un tacho de 200 litros y encarnó con una oveja. El manguruyú lo hundió durante dos días. Cuando lo vieron aparecer, lo mataron a balazos entre varios. 

En fin, historias como de ensueño. Leyendas.

El manguruyú que hundió el tacho asustó a los campesinos en la época en que vivía con mi abuelo su hija enfermera. Recién se había recibido en la Cruz Roja de Rosario. Primero un vecino de arroyo arriba, y después otro, de arroyo abajo, requirieron sus servicios. Todas las noches, mi abuelo llevaba su hija remando en la canoa, que era como para siete personas. Iban los dos solos en silencio, ella con la ropa blanca impecable y el botiquín donde tenía todo lo necesario. El único sonido del mundo era el rítmico chapotear de los remos. Mi abuelo se quedaba en la canoa mientras ella atendía. Fumaba, quizás pensado en el manguruyú. Tuvo quince hijos pero aquella era su preferida.


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