lunes, 9 de agosto de 2021

Charla junto al mar

 Fue un abrir y cerrar de ojos.

Sin embargo, puedo ver la secuencia entera con perfecta nitidez. Él manejaba en la ruta, le di un mate, cuando lo agarró hizo un movimiento que no debía, el agua caliente del mate se volcó sobre su mano, se sobresaltó, el auto dobló abruptamente hacia la derecha y empezó a dar tumbos.

Yo sentí un horror y sin solución de continuidad, estaba sentado en este banco de troncos al lado del mar.

Al lado mío estaba un muchacho, apacible pero vital. Tenía la piel oscura y los ojos grandes, el pelo y la barba renegridos. Me sacó tema de conversación. Charlamos. En un momento me preguntó:

— ¿Recordás lo que hacías cuando eras chico y estabas solito? Lo que hacías cuando nadie te decía qué tenías que hacer y hacías lo que querías. Lo que te gustaba hacer.

Yo no tenía una respuesta preparada. Pensé un rato. Al fin le dije:

— Tenía ocurrencias.

— ¿Cómo, “ocurrencias”?

— Tenía ideas. Se me ocurría desarmar un juguete, o treparme a un árbol, o preguntarle algo a los grandes, o mirar cómo se persiguen las hojas en el piso cuando sopla el viento en el otoño.

— ¿Hacías las cosas que se te ocurrían?

— Sí.

— Y después, cuando fuiste adulto, el resto de tu vida después de tu infancia, ¿seguiste realizando tus ocurrencias?

— No, tuve que estudiar, trabajar, hacer la vida normal.

— ¿No te hiciste lugar para tus ocurrencias?

— No. He tenido ocurrencias pero no hice lo que se me ocurrió. No podía. Se me ocurría ir a andar a caballo con los mongoles en Mongolia, pero ¿qué iba a hacer?

— Y en tu trabajo, ¿no tenías ocurrencias?

— Siempre estaba todo pautado lo que había que hacer, no había lugar para innovar.

El muchacho hizo silencio. Luego dijo:

— Está difícil, che. Lo que queda es lo que hiciste —o lo que no hiciste.

Me saludó y se fue.

Y aquí estoy, frente al agua, sin tener adónde ir.




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