sábado, 12 de noviembre de 2022

Un viaje un poco cosi cosi

Las fotos del televisor


En mi celular encuentro una muchedumbre de fotos que le saqué a un televisor.

Es el televisor del hotel donde hice la cuarentena para entrar a China. Eran fotos de cuarentena.

Me sentía en la obligación de contar lo exótico, al modo en que los dibujantes de mapas que iban con los expedicionarios europeos incluían detalles asombrosos, como criaturas fantásticas, ríos con sirenas y montañas gigantes, porque tenían la obligación de demostrar que habían hecho descubrimientos en territorios remotos.

Yo me sentía en la obligación de cumplir la misión del viajero.

Recuerdo que mientras sacaba las fotos al televisor, tomaba apuntes, y recuerdo que todo era un poco forzado.

No encontraba mucho para decir. 

Todo ya lo había dicho.



Renata


Conocí a Renata, una joven mujer. 

Me resultó agradable. 

Claro que inmediatamente, la barra que me sigue a todas partes empezó a reclamarme: “¡vamos, un affaire! ¡Vamos, campeón!”.

Obligación de machito picaflor y también de artistoide: un amor otoñal en Beijing.

A la barra le pedí que aflojen, che, y al artistoide le pregunté si no se le podía ocurrir algo más vulgar.

Pero, ¿y si me gustaba Renata? 

No distingo tan fácilmente los vientos deseos que no sé de dónde vienen, de los que vienen del fondo de mis cavernas.

Decidí sólo compartir algunos momentos con ella. Quizás en  el transcurrir del tiempo, el agua del río moviéndose lentamente, trayendo hojas, reflejando las ramas de los sauces meciéndose como antiguas cabelleras, con la tarde cayendo, aparecería una verdad.

Renata, que era italiana, hablaba español con precisión asombrosa. Pero había más que eso en su modo de entenderme. Sabía escuchar e identificó mis códigos instantáneamente. 

Comprendía todo lo que decía y entonces empecé a profundizar, y siguió entendiendo, hasta que abrí la boca y dejé que saliera lo que saliera, y ella siguió comprendiéndolo todo.

Son pocas las personas a quienes no necesito explicar nada de todo lo que digo, porque ya recorrieron con su pensamiento y experiencia los lugares que yo recorrí, y Renata era una de esas personas.

Me suele pasar con los italianos. Creo que los italianos son más inteligentes y captan la lógica de los demás muy fácilmente. Pero no estaba con cualquier italiano, un empresario del sector automotor, ni entrevistando a una analista financiera, sino con una chica aventurera que había estado en cinco países en el último año y que estaba fascinada con la exótica civilización china. Esta italiana en particular era particularmente agradable que me comprendiera casi mejor que yo mismo.

Por otra parte, la iridiscencia incesante de China me seguía encandilando, pero la visita en que conocí a Renata parecía haber sido cuidadosamente diseñada para que yo sólo viera lo que ya conocía demasiado. Llevaba cuatro meses soportando esa situación y se me empezó a hacer  un poco cuesta arriba la combinación de conocer todo y a la vez tratar todo el tiempo con personas a quienes tenía que dar seis minutos de explicación por cada idea que formulaba.

Con Renata era exactamente al revés: las cosas resultaban nuevas hablando con ella y no tenía que explicarle absolutamente nada.

Fue como desaparecer de un estado extraño y aparecer repentinamente en mi casa.

Y mi casa era hermosa.

Nunca la había visto tan linda.

Amé que fuera mi casa.

Extrañamente, las únicas dos películas que vimos juntos, me hicieron repasar toda mi vida (Argentina 1985 y una biografía de Ennio Morricone).

Y extrañamente, cuando le conté el rollo más complicado de mi historia familiar, ella supo poner el dedo en el exacto nudo de la trama.

Nos vimos tres o cuatro veces. 

Yo siempre enredado en el lío de los deseos. 

Y no hubo más tiempo.

Si hubiéramos pasado más tardes junto al río y hubiera pasado más agua, quizás nos hubiéramos hecho amigos.






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