sábado, 26 de noviembre de 2022

Frankfurt después de China

No puedo dejar de estudiar las fisonomías en Frankfurt (no puedo dejar de estudiar las fisonomías en cualquier lugar, es como un vicio).

Hay varias ferias navideñas en diferentes lugares del casco histórico. Están repletas de gente. Casi todos los puestos venden comida y adornos.

En las fisonomías encuentro el síndrome alemán del diccionario: usan un diccionario y un diccionario de extranjerismos.

Están los alemanes tan típicos, tan clásicos, cualquier pintor aficionado puede pintarlos fácilmente con gran fidelidad, y están los extranjeros, que son básicamente de países árabes y chinos. Aunque hay parejas mixtas y alemanes con niños de lugares exóticos, no pareciera ser que los extranjeros tengan la mínima influencia en la fisonomía de los alemanes clásicos. Ni en la arquitectura, en el ritmo, el funcionamiento, el aspecto de la ciudad. Muchos extranjeros que viven aquí parecen confinados a una especie de barrio del Once, alrededor de la estación central de tren; un barrio que eructa olor a meada y a basura histórica, lleno de travestis brasileñas, bares de sirios y de libios, sex shops, borrachos tirados, restaurantes chinos y negros parados en las esquinas con policías cerca. 

Llegué a las ocho de la mañana y a las tres de la tarde, cuando aún no se ha hecho la hora de entrar al hostel donde reservé una habitación, ya conocí los lugares de Frankfurt recomendados por la oficina de turismo de Alemania. No sé muy bien qué voy a hacer en los próximos tres días. 

Creo que esto es un efecto de haber estado en China. Estar en China es como estar en una calesita que gira a 300 revoluciones por minuto, mientras Alemania gira una vez por minuto.

China está hecha de pliegues, Alemania es plana.

China es toda puertas disimuladas, y cada puerta da a un lugar desconocido; Alemania tiene una puerta con un cartel que dice en letras enormes qué hay del otro lado. 

Frankfurt es pequeña.No está abarrotada de autos, y los que hay circulan con velocidad mesurada. No hay riesgo de que maten a nadie. Llego a una esquina. La luz del semáforo está en rojo. El semáforo tiene dos luces: verde y roja. No existe la ambigūedad del amarillo. Miro la calle: perfectamente vacía. No se ve venir un auto, ni uno solo, ni cerca ni desde el infinito donde termina la calle. Junto a mí hay cinco personas. Están paradas tiesas como estatuas, esperando que el semáforo se ponga en verde. Los observo. Cuatro alemanes, un extranjero. La luz se pone en verde, avanzan juntos.

No deja de ocurrirme la vulgaridad de que me guste la forma y los colores de las alemanas, rubias, de piel rosada y ojos claros. Sin embargo, después de haber estado sumergido entre las chinas, que aún no me gustan, me parece que hay algo en su belleza, sutil, profundo. Algo que produce la atracción de una intriga. 






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