martes, 22 de noviembre de 2022

La serpiente en un puño

Le pregunté a mi tía Mei qué verdura era la que acababa de poner en el carrito en el supermercado. Dudó un instante, como si no recordara el nombre, y me dijo: “pepino chino”.

Yo era chico, y nada experto en productos de huerta, pero sabía que aquello no pertenecía a la familia de los pepinos. Tampoco a la de las calabazas ni de las berenjenas, ni de los nabos. Pero no a la de los pepinos, aunque entre todas las familias, a la que más se aproximaba era la de los pepinos.

Eso era lo que había pensado mi tía para responder a mi pregunta: “¿a qué se parece?” Si se hubiera parecido a una zanahoria, habría dicho “zanahoria china”. 

O sea, era una verdura que sólo existe en China, desconocida en Occidente, pero había que ponerle un nombre, y entonces mi tía le puso por analogía un nombre en español y le agregó “chino”, para decirme que era otra cosa.

Era “un pepino con peculiaridades chinas”.

Pero entonces no era un pepino.

Era un 秋葵 (qiū kuí).

Llamarle pepino con peculiaridades chinas” a un 秋葵 es resignarse a perder demasiado en la traducción. Es perder casi todo. 

También es la invitación a comprender 秋葵 en sus propios términos —el lenguaje, la gastronomía, la botánica, la cultura china.


Esto puede aplicarse a todo lo que intente traducirse del chino, naturalmente.

El sentido del aseo personal chino es “un aseo personal con peculiaridades chinas”, el sentido de la seguridad nacional en China es un “sentido de la seguridad nacional con peculiaridades chinas”. Un chino es “humano con peculiaridades chinas”.

El límite de la traducción es tan enorme como la Gran Muralla.

O se comprenden las cosas en sus términos o no se entienden casi nada.


Muchísimo más aún, si de este lado estamos los occidentales, gente que ha cultivado la tradición de  relacionarse con los demás de un modo brutal. No queremos conocer, sólo aceptamos reconocer. 

Sea lo que sea ante lo que nos enfrentamos, nuestra estrategia epistemológica empieza y termina en asimilarlo con algo que conocemos.

Si realmente se resiste, si no somos capaces de meterlo en una categoría que conocemos, lo eliminamos.

De hecho, eliminar lo que tiene de propio es lo que hacemos cuando asimilamos algo desconocido a lo que conocemos.

Luego, si la situación se pone rebelde, hacemos lo que mandan hacer los gobernantes de la película Solaris: lo que se resiste a ser comprendido, lo bombardeamos hasta pulverizarlo.


Finalmente, sería más sencillo que todo lo chino fuera sólo chino. Si no existieran en absoluto el aseo personal, la seguridad nacional, los humanos y los pepinos en China.

Pero he aquí que sí existen. De modo que decir “socialismo con peculiaridades chinas” es hacer una afirmación que rebalsa de ambigüedad e inexactitud, pero es la que más se arrima al acierto.


Este arduo esquema falente, frustrante, ineficiente, se pone en juego al intentar comprender cómo afecta a China el fenómeno que llamamos —no sin ciertas dudas, porque presentimos que es algo más, algo diferente— neofascismo.

Cómo afecta a China esta nube parecida a la nube de un volcán que flota sobre los cielos de todo el planeta; una nube que está pudriendo el mundo como apoteosis y a la vez verdugo del neoliberalismo. Es como si el neoliberalismo hubiera producido la toxina que acabará con él. Lenin lo anticipó: “el fascismo es el capitalismo en descomposición”.

En Estados Unidos cristaliza en Donald Trump, en Brasil en Bolsonaro, en Italia en Mileni, en España en Vox, en Netanyahu en Israel, en Liz Truss en Inglaterra, en Viktor Orban en Hungría, en los Demócratas de Suecia. Cristaliza en los golpistas de Bolivia, en los neonazis nórdicos, en los de Alemania, de Francia, de Ucrania, de Polonia.


China acaba de decidir su destino en el XX Congreso de su gobernante Partido Comunista. 

Los líderes del partido dieron este mensaje: en China las facciones políticas están tramadas en el Comité Central, el Buró Político, el Comité Permanente y el Secretario General.

Dijeron: “El Partido Comunista es el Pueblo y el Pueblo es el Partido Comunista”. No hay Pueblo fuera del Partido. Unos son millonarios, otros recién están saliendo de pobres; unos son urbanos cosmopolitas, otros son aldeanos que nunca tomaron un avión; unos son de izquierda, otros son de derecha… pero son todos socialistas con peculiaridades chinas.


Los líderes del partido saben escuchar todo lo que dice el Pueblo. 

El Pueblo, incluso más allá del chino.

En el XX Congreso demostraron que saben escuchar la voz que se escucha por todo el planeta haciendo este reclamo:


Necesitamos líderes, no administradores de los bienes de los ricos, no ecos de una legalidad que favorece a los explotadores.

Necesitamos líderes que ardan representando nuestros deseos, aunque sean patéticos, parásitos millonarios, payasos violentos.

Nos reímos de su patetismo siempre que ellos encarnen causas que les dan sentido a nuestras vidas, en lugar de causas que inventan gurúes y tecnócratas.

Sus disparates, hasta su machismo, nos parecen detalles simpáticos que pasamos por arriba si ellos ponen sus vidas al servicio de nuestros deseos profundos, que ellos saben comprender y convertir en la dirección a la cual dirigir la sociedad, polos que ordenen la realidad.

Necesitamos un líder que tome decisiones como un puño. No queremos más medias tintas que nos dejan sin ver y sin saber qué hacer. No queremos más leyes y reglas que no entendemos, ambiguas, que nos enredan y nos dejan flácidos a merced de los grandes devoradores invisibles. 

Necesitamos refugiarnos del desamparo de no estar en ningún lugar, a merced de Elon Musk, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg. 

Necesitamos refugiarnos de no existir. Necesitamos la contención de pertenecer a una manada. Necesitamos ser parte de algo, algo rotundo, con una bandera con signos que no dejan dudas, una tradición, unos valores bestiales, que se vean desde el horizonte, desde el cielo. Algo tan grande que nos incluya sin condiciones.

Para ser parte de un nosotros, necesitamos también al enemigo, la otra bandera, el otro ejército, el diferente, el que nos amenaza, el que quiere matarnos, el que está todo el tiempo planeando cómo se quedará con todo lo nuestro.

Necesitamos ser parte de una historia, pertenecer a un pasado, estar viviendo algo que tiene sentido ser vivido, que haga que nos acostemos con ganas de despertarnos porque mañana tenemos algo que hacer y ya nos tiene entusiasmados.

Necesitamos vivir para que el futuro nos pertenezca.


El Partido Comunista chino no le regala este clamor a un mamarracho que grita exaltado con una peluca de bruja en la cabeza.

Sus intelectuales y sus líderes entienden el pedido, comprenden su lógica, las razones que lo suscitan. Y no le hacen oídos sordos.

Los gobernantes de China parecen saber cómo hacerle lugar al impulso que en el resto del mundo es la serpiente que ya sale del huevo. 

Y ya tienen la serpiente en un puño.


Quizás estamos hablando de una serpiente neofascista con peculiaridades chinas. Es difícil saber cuánto participa del neofascismo en el que se está corrompiendo el neoliberalismo y cuánto de ello responde a la singularidad china.

Como sea, resulta interesante observar el fenómeno en China, aunque interese menos en sí que en cuanto nos incita reflexiones sobre el proceso que empezamos a padecer nosotros.


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