La iglesia estaba perfectamente vacía.
Ni una rata, ni un insecto, ni un filamento de polvo flotando en luz que entraba por los vitreaux de escenas sagradas.
Todo lo demás era penumbra.
Mauricio fue directamente al único confesionario en cuyo interior había un cura. Sabía que allí estaría el padre Eduardo y con él quería hablar.
Se arrodilló del lado de afuera, le golpeó la ventanita, el padre Eduardo la abrió, quedó a oscuras detrás de la pequeña reja.
Mauricio le habló un buen rato.
Lloró despacito.
Al fin el padre Eduardo le dijo:
— Pero, Mauricio. Mauricio, Mauricio. Estás muy angustiado. Dios no quiere verte así. ¿Qué tanta necesidad hay de salir del clóset? ¿No la pasás bien así? Quien quiera salir, que salga, que sea feliz, pero mirá la angustia que tenés. Y venís a decírmelo acá. Acá es para confesar pecados. ¿Cuál es tu pecado? Andate. Andate por ahí, no digas nada y hace lo que quieras. Sos una buena persona, Mauricio. La gente te quiere mucho. Andate, que quiero seguir leyendo. Chau.
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