Algunas personas que escriben tienen algo diferente.
Son las personas antena. Escriben lo que alguien, algo o lo
que sea, emite y ellas captan.
Siempre nos quedamos observando las consecuencias del uso que
tienen las herramientas, ropa o cosas que han sido útiles durante años. La pava
que queda negra abajo, los zapatos viejos de cuero, la pelota de fútbol que se
peló, la escoba.
Son muy interesantes los martillos, porque duran mucho más
que las generaciones. Duran para siempre. Sólo se deja de tenerlos si se los
pierde. El mango se les cambia. Tan lejos del smartphone, de la tostadora
eléctrica, del libro mal encolado, del mundo de la obsolescencia programada. Y
aún así, el martillo tiene marcas.
Esas personas que escriben tienen abolladuras, descoloraciones, achaques que les ha dejado su actividad de recibir cosas de afuera y escribirlas.
Trabajar de escribirlas para que se parezcan a lo que la
persona escuchó y trabajar de desplegar lo que escuchó —porque cuando empieza a
escribir, muchas veces lo que escuchó empieza a expandirse, complicarse,
florecer, generar lógicas, historias, lugares, personas, la forma de hablar de
esas personas— les deja cicatrices.
En ese trabajo, su emoción es convulsionada, su moral es
retorcida, su vida entera se ve afectada, y también su salud.
Un detalle revelador de esas personas es una enfermedad en
la mirada. Como si tuviera muerte en los ojos. Es lo que puede verse sin ningún
esfuerzo en Rulfo, Hemingway, Onetti, Juana Bignozzi. Y está el paradójico
escritor ciego, claro.

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